Un lecho de flores
Amalia Domingo Soler

¿No es verdad que hay momentos en la vida que nos abruma el peso de los recuerdos?

¿No es verdad que, si no dijéramos lo que sentimos, nos asfixiarían nuestros pensamientos?

¡Oh! Sí, sí; hay horas en la existencia que nos es necesario trasmitir nuestras ideas, cuando en la cabeza germinan confundidas las reminiscencias, las realidades y las esperanzas, nuestro cuerpo decae, y nos pasaría lo que sucede al pájaro que entre oxígeno muere loco de alegría; esto nos acontecería a nosotros si no pudiéramos decir(aunque imperfectamente) nuestras impresiones y nuestros recuerdos, renovando el aire de nuestra memoria.

A veces una palabra levanta en nuestra mente mil y mil velos, y contemplamos un horizonte tan dilatado, que no le pueden abarcar nuestras miradas.

Desde que somos espiritas, repetidas veces nos dicen: cuéntanos Ud. qué es espiritismo.

¿Cómo se presentan los espíritus?¿Se les siente?¿Se les oye?¿Se les ve claramente?¿Son bonitos o feos?¿Cómo has podido Ud. Hacerse espiritista?

Nosotros hemos contestado lo mejor que hemos podido a semejantes preguntas; pero como los hechos hablan mucho más alto que todos los argumentos filosóficos, y todos los comentarios científicos, no siempre hemos podido llevar el convencimiento a la mente de nuestro interlocutor, si no nos ha sido dable presentarle una prueba que patentizara nuestras afirmaciones.

Una alma cándida y buena pero débil y dualista, impresionable y sensible, cuanto lo puede ser un espíritu en la tierra, cumpliéndose en esta criatura, lo que dice Balzac, “que los seres sensibles son por lo regular poco sensatos” nos preguntaba de continuo:

¿Pero es cierto que el espíritu no muere?

¿Es verdad que se prolonga la vida llegando a eternizarse?¿Encuentra uno allá los seres que perdió aquí?

¿O todo eso no es más que una ilusión que se forja la mente calenturienta?

Nosotros, que se conoce que no descendemos en línea recta de Pericles ni de Demóstenes, que fueron los dos oradores más elocuentes que tuvo Atenas, no sabemos que contestar a tan multiplicadas preguntas.

Dice un diplomático moderno: que la palabra ha sido concedida al hombre para disfrazar su pensamiento. ¿Y qué sería el hombre sin la palabra, sin ese efluvio divino, sin ese torrente de ideas volatizadas?….la palabra es la música del pensamiento.

¡Feliz de aquel que con su acento se apodera de las multitudes y las hace sentir!

Nosotros somos aún más desgraciados que Esopo, pues aquél consiguió, poniéndose piedrecitas dentro de la boca, corregir el defecto orgánico de su tartamudez y convenció con su oratoria, en cambio nosotros nunca podremos llevar al terreno del convencimiento a nuestro auditorio, si no encontramos hechos que citar, y no presentamos pruebas a la vista.

En las grandes capitales, donde se tocan los estrenos, un alma pensadora puede aprender mucho y filosofar con más ventaja que en la soledad.

Nosotros al alma dualista (de quien ya hemos hecho referencia) le hicimos aceptar el espiritismo y creer en la verdad suprema, presentándole dos cuadros que la providencia puso en nuestro camino.

Aquel espíritu débil y enfermo nos interrogaba como de costumbre, diciéndonos en qué veíamos la certidumbre de la vida futura.

El lugar en que celebrábamos nuestra conferencia no era al parecer el más a propósito, pues íbamos cruzando las calles más céntricas de Madrid y nuestro dialogo era interrumpido más de una vez por la multitud que pasaba en todas direcciones.

Llegamos a la calle de Carretas y cerca del correo vimos un grupo de gente, y oímos al pasar una vocecita infantil que cantaba una copla de las populares malagueñas.

Nuestro compañero se detuvo, y nosotros también; al escuchar aquel canto lánguido y triste nos miramos y nos comprendimos; quisimos ver al trovador callejero y nos abrimos paso entre el círculo de curiosos, hasta colocarnos en primera fila.

Sentado junto a la pared, dentro de un diminuto cajón de madera ennegrecida, estaba un niño que no mediría tres palmos de altura; sus pies de tamaño microscópico y sus piernas ídem, estaban dobladas por la parálisis sin que un triste trapo los cubriera, aunque estábamos en pleno invierno. Una chaqueta de color gris cubría su espalda dejando descubierto su pecho; un sombrero(que fue negro)de anchas alas cubría su cabeza, de la que pendían abundantes cabellos rubios y lacios; en su carita pálida y demacrada brillaban dos ojitos azules vivos y picarescos, de su cuello pendía un cordón grueso de lana azul que sostenía dos objetos: una tablita donde estaba escrito el resumen de la historia del niño mendigo, y una guitarra que tendría media vara de largo, de la cual arrancaba débiles y apagados sonidos, por los que recibía alguna moneda de cobre que almas compasivas dejaban al reparar en él, por medio del ruido que producía, pues si no, no era fácil fijarse en aquel pequeño bulto que a muy corta distancia parecía un montoncillo de harapos sin dejarse adivinar que allí había una alma que sentía, que allí había un espíritu que llegaría un día en que, como mariposa, tendería sus alas perdiéndose en el infinito.

Nos sentimos impresionados penosamente mirando aquel triste cuadro, sacándose de nuestra abstracción una fuerte sacudida que sentimos a nuestra espalda; nos volvimos y dejamos paso franco a un muchacho vestido con una gran librea que denotaba ser el lacayo de una casa opulenta; llevaba de la mano a una niña que parecía contar ocho estíos.

¡Blanca! ¡Rubia! ¡Gentil y hechicera!

Un ancho ropón de terciopelo negro orlado de pieles blancas, la envolvía por completo; un sombrero de castor blanco, del cual pendía una larga pluma de color violeta, adornaba su cabeza y un manguito de cisne le servía de útil juguete.

En cuanto la niña vio al pequeño cantor en dos saltos se puso a su lado, inclinándose y poniéndose en cuclillas para mirarle y oírle mejor.

¡Qué contraste formaban aquellas dos criaturas!¡La una tan bonita! Tan llena de vida….reflejando la felicidad en todo su ser, ostentando el lujo con toda su espléndida belleza!¡El otro tan raquítico!¡Tan enfermo!¡Tan pobre!…cubierto de harapos, viviendo en la intemperie…sirviendo de mofa a unos ,de lástima a otros.

¡Y sin embargo los dos eran hijos de Dios!…El niño cesó de cantar, y se quedó embelesado mirando a la niña que le contemplaba sonriendo dulcemente, y le daba golpecitos en el hombro con su blanca mano diciéndole con cariño:¡Pobrecito mío! ¡qué pequeñito eres!

¿cuántos años tienes?

El mendigo pareció no entenderla y siguió mirándola sin responder, pero si alargando tímidamente su manita amoratada por el frío queriendo coger el blanco manguito de su bella interlocutora esta lo comprendió y se lo dejó sobre la guitarra; el niño la miró asombrado; se conoce que el infeliz no estaba acostumbrado a tanta amabilidad; pero alentado por la compasiva y cariñosa niña, se atrevió a coger el manguito riéndose alegremente y dándole vueltas entre sus manos.

Se coge así, tonto, le dijo ella, y colocó las manos del niño dentro del manguito.

¡Qué cuadro para copiarlo un buen pintor!¡Qué expresión la de aquellas dos fisonomías!

En la niña se retrataba la compasión risueña de la primera edad, que es todo lo que un niño puede sentir.

El semblante del pequeño pordiosero revelaba el asombro, que es la única demostración que pueden hacer de su gratitud los infantiles desheredados de la tierra.

¿Cómo te llamas? le preguntó ella.

Mame, contestó él, moviendo graciosamente la cabeza.¿Dónde vives? Allá abajo

¿Dónde es allá abajo? Aquí lo dice to, dijo el niño con impaciencia señalando a la tablilla que descansaba sobre sus rodillas.

La niña leyó en voz alta: Manuel Gay, sin madre, que la perdió al venir a este mundo, y sin padre que quedó baldado a los tres meses de nacer, tiene 10 años, vive en el barrio Sur. 

¡Pobrecito! Exclamó la niña ¡no tienes quien te quiera! Y con la mayor ternura le dio un beso. ¡Quizá el primero que aquel infeliz recibió en su vida, y tal vez el último: se levantó y sacando un portamonedas de su limosnero, le dio dos pesetas al niño, que le tiraba del vestido y le decía:

No te vayas, quédate aquí.

Ahora me voy, pero luego volveré otra vez. ¡Adiós, pobrecito Manuel!¡adiós!…y se alejó lentamente volviendo la cabeza y agitando su manguito en señal de despedida.

Nuestro compañero dejó caer algunas monedas en el cajón de aquel infortunado, y seguimos nuestro camino, él pensativo y nosotros preocupados; al fin rompió el silencio diciendo:

¿Sabe Ud. que ese chiquillo me da en que pensar?¡pobre criatura!

¿Cómo Dios que es tan bueno puede permitir que ese ser sufra tanto? ¡Y luego al morir sabe Dios a dónde irá y en cambio aquella niña tan hermosa! tan feliz! y al parecer tan rica!¡Oh! estas diferencias sociales me hacen dudar de todo, de todo en absoluto.

¿Duda Ud. también de la existencia de Dios?

No, Amalia, eso no; creo que Dios existe, es preciso creerlo, porque alguien ha hecho la naturaleza, y el orden que rige en la creación no es obra del acaso; pero el destino del hombre después de su muerte es lo que a mí me preocupa, mucho más cuando veo en unos tanto y en otros tan poco.

Tome Ud. mi consejo, lea las obras espíritas, ya que no le basta su propio criterio, y verá resuelto el problema sencillamente.

Dios no puede ser injusto en la tierra hay muchos seres desgraciados que, durante su permanencia en el mundo, no han tenido un consuelo a su dolor; y mueren en un hospital los que a veces también nacieron en el; en tanto que otros nacen entre olas de encajes, y mueren entre nubes de púrpura y armiño.

¿Cree Ud. que Dios pueda tener semejantes preferencias? No; ¡Dios todo amor y misericordia no puede tener para unos lechos de flores, y para otros el banquillo de los acusados y el potro del tormento!

El espíritu, cuando se ve libre de sus primitivas vestiduras, cuando acepta la toga llamada hombre, cuando sabe por qué causa siente, piensa y quiere, entonces emprende la interminable jornada de la vida eterna, y libre en su albedrío, tiene voluntad propia para caminar aprisa o despacio, y he aquí las diferencias de las posiciones sociales que notamos en la tierra.

A cada cual según sus obras; los desheredados de la tierra verdaderamente son dignos de compasión, no porque sea su dolor eterno, no mil y mil veces no, sino porque no han querido ser mejores, porque han preferido el egoísmo personal, porque no han trabajado más que para la efímera materia sin cuidarse del espíritu, porque así como los malos estudiantes pierden muchos años de carrera, por no consagrarse al estudio, del mismo modo el hombre pierde muchas existencias por no consagrarse al estudio del verdadero progreso.

Todos los hombres tienen el mismo capital, llamado tiempo; unos lo pierden y otros lo ganan. En la bolsa de la eternidad solo cotizan a gran precio los valores amor y caridad, ciencia y humildad.

Aquí llegábamos de nuestro dialogo, cuando una larga fila de carruajes nos obstruyó el paso; se fueron parando delante de la iglesia de San Sebastián por el lado de la calle de las Huertas, y fueron bajando de ellos elegantes damas y apuestos caballeros que se situaron en el patio que precede al templo, hasta que bajó de una lujosa carretela una hermosa joven vestida con el simbólico traje de las desposadas, la cual se apoyó ligeramente en el brazo de un anciano que la acompañaba, y se dirigió a la casa del Señor, seguida de su numerosa comitiva.

A la puerta de la iglesia había muchos pobres, y entre ellos una mujer que no se la podía mirar sin sentir horror; estaba sentada en un carrito, sus piernas secas y ennegrecidas como si pertenecieran a una momia, estaban extendidas horizontalmente en completa desnudez; lo demás del cuerpo estaba cubierto por un mal vestido pero limpio y aseado; el rostro de aquella mujer moreno y enflaquecido, tenía una expresión sombría y amenazadora; en cambio su voz era dulce y armónica; al pasar la novia exclamó:

¡Que nunca caiga sobre Ud. la cólera de Dios!

La joven volvió la cara, y al ver a aquella infeliz se sintió conmovida, habló al anciano que la acompañaba y este sacó una moneda que ella cogió vivamente y la dejó en la mano de la pordiosera.

En aquel momento aquellas dos manos se tocaron ligeramente; la una pequeña cubierta por un níveo guante, adornaba en su muñeca por un brazalete de gruesas perlas oculto en una cascada de blancos encajes; la otra seca, negruzca, curtida por el aire y el sol.

Aquellas dos cabezas estuvieron cerca una de la otra quizá un instante; la de la joven desposada, hermosa y espléndida, de juvenil belleza, sus negros cabellos armonizaban deliciosamente con las nevadas flores del azahar que coronaban su espaciosa frente, y un largo velo de tul de Inglaterra la envolvía en una nube de blanca espuma.

La cabeza de la mendiga cubierta de cabellos grises, sucios y enmarañados, estaban semi ocultos por un pañuelo de percal azúl, con flores amarillentas.

Se unieron por un segundo ¡la luz y la sombra! ¡La vida y la muerte! ¡La felicidad y el dolor! ¡La desesperación y la esperanza! ¡Qué contrastes tiene la vida! ¡Qué transiciones tan violentas! Filosóficamente considerado, ¡qué triste es vivir en la tierra!

Pero sigamos nuestro relato, interrumpido por la impresión que aún sentimos al recordar aquella escena y prosigamos diciendo que la joven entró en la iglesia seguida de sus deudos y amigos, y nosotros le dimos una limosna a la pobre tullida preguntándole por qué le había dicho a aquella joven que no cayera sobre ella la cólera de Dios.

¡Ah! Dijo la mendiga con cierto temor supersticiosos, porque la cólera de Dios es terrible. Mírenme Uds. a mí; aquí donde me ven he sido de muy buen parecer; me casé con el hombre a quien quería, y aunque no he sido rica, como esa que ha pasado, he sido más feliz que lo será ella en toda su vida; porque un hombre más bueno que mi Antonio no le había en el mundo.

Al decir estas palabras aquel semblante se dulcificó y de aquellos ojos apagados brotaron copiosas lágrimas.

¿Murió su marido? Le preguntamos con interés.

¿Creen Uds. que si él viviera estaría yo aquí?¡Murió!

¿Hace mucho tiempo? Cinco años.

Estábamos una tarde trabajando en el campo; de pronto se puso el cielo muy negro y empezó a tronar; nosotros echamos a correr, pero no corrimos bastante; cayó un rayo y dejó muerto a mi marido y a mí me quitó el conocimiento.

Cuando volví en mí, unos dolores horribles me atormentaban las piernas sin poder mover, y los dolores me siguieron, hasta que me quedé como ven Uds. Tengo una niña y un niño, la niña esta en el hospicio y el chico en el asilo.

¿Y cómo no está Ud. en el asilo? Porque allí metida no podría ver a mi hija, y prefiero verla a ella a todo lo del mundo. Con que ya ven Uds. si tengo razón para hablar de la cólera de Dios.

¡Pobre mujer! No crea Ud. que Dios tiene cólera para nadie.¿Pues entonces los rayos qué son?

Los rayos obedecen a otras causas, que nada tienen que ver con los sentimientos que le quieren atribuir a Dios.

La mendiga se encogió de hombros como queriendo decir; no me convencéis, y giró su carretón para salir de aquel paraje.

¿Ve Ud., le dijimos a nuestro compañero, qué modo de juzgar a Dios tan imbécil y tan erróneo? Si esta mujer fuera espiritista creería en un Dios más justo y más equitativo.

¡Oh! ¡qué bien dice Víctor Hugo!

¿Qué dice Víctor Hugo?

“Que las religiones crean lo absurdo, y la religión lo verdadero” y el espiritismo es la religión suprema sin altares, sin templos, sin sacerdotes, porque cada cual es sacerdote dentro de sí mismo, y en la pagoda de su conciencia ofrece por sacrificio el examen de sus actos.

Ciertamente que si el espiritismo es como Ud. lo pinta, es la única brújula que nos llevará al puerto.

Nuestro amigo marchó al extranjero; dos años después volvió a la corte de España y vino a vernos, diciéndonos con efusión:

Ya creo en el espiritismo; he leído muchos libros pero he sacado más fruto estudiando en los volúmenes vivientes.

¿Se acuerda Ud. de aquel pobre niño que vimos en la calle de Carretas en un día de invierno?

Aquel pequeño mendigo se fotografió en mi mente con la pordiosera de las piernas secas, y miles y miles que he visto que visto después me han hecho estudiar y convencerme de que Dios no podía darles esta vida únicamente; porque siendo Él tan grande ¿cómo había de conceder existencias tan pequeñas?

Tiene Ud. razón; la tierra considerándola aisladamente no tiene relación con la omnipotencia divina; pero mirándola como un eslabón de la cadena universal, se puede calificar como una de las muchas penitenciarias que tiene el infinito.

¿Qué habrá sido del pobre Manuel Gay? Su infortunio ha servido para que un alma buena comprendiera la grandeza de Dios.

¡Todo se relaciona en la vida!¡Todo cumple su misión en la tierra!¡Cuán incomprensibles son aún para los hombres los decretos de Dios!¡Quién sabe en qué región estará aquel espíritu! debe haber dejado este mundo; aquel pobre organismo no tenía condiciones de vitalidad.

¡Con cuanto horror recordará la tierra!….Sólo en una morada se detendrá si es que está en nuestra atmósfera.

Sólo buscará a la hermosa niña que le besó compasiva.

Tal vez ella se acordará del pequeño mendigo en el instante en que él la envuelva con su fluido.

¿Se encontraron en otro mundo?¡Oh! Sí, sí; el beso que la niña dio a aquel desventurado en la tierra, fue el hasta luego para unirse mas tarde en la eternidad.

Amalia Domingo Soler

La Revelación Revista espiritista Año VI  Nº1  1877

Alicante 20 de Enero de 1877