-¡Qué madrugador te has vuelto, muchacho! No dejas descansar a nadie en la casa. ¿No sabes que una de las obras de caridad es no molestar al que duerme?

-¡Ah! ¿También la caridad se mezcla en esas pequeñeces?

-No son tan pequeñeces como tú crees; ¿Te parece que es poco molesto quitarle a uno el sueño, sin necesidad? Se debe respetar el descanso de todos, y no porque tú te empeñes en madrugar, has de obligar a los demás a que abandonen su lecho antes de lo acostumbrado.

-Bueno, mamá, bueno; ya tendré cuidado de no hacer tanto ruido; y mira, lo mejor será que salgamos cuanto antes, que ya papá nos alcanzará, porque yo, la verdad, no sé estarme quieto pensando en las cosas buenas que tú me vas a contar referente a la caridad.

-¡Ay, hijo mío!, si estuviera hablando un siglo sobre el mismo asunto, me quedaría doble y, aun triple que contar de las hazañas que puede hacer la caridad.

La madre y el niño salieron al campo y no anduvieron mucho, pues el chiquillo estaba impaciente porque su madre diera comienzo a su relato; la madre lo comprendió así y empezó diciendo:

-El célebre orador eclesiástico don Vicente Manterola, dijo una vez, en el púlpito, que la caridad era un mar sin orillas, y créete que en aquel momento le inspiraba el Espíritu Santo, porque sin duda ninguna, la caridad encierra en sus prácticas evangélicas todo lo grande, todo lo sublime, todo lo armónico, todos los sacrificios y toda la abnegación que se puede pedir a un alma buena. Muchos creen que las obras de caridad se reducen a no negar una limosna al pobre callejero, a visitar a los enfermos en el hospital, a repartir ropa a entrada del invierno a los pobres que se mueren de frío, y aunque todo eso es muy bueno, las obras de caridad abarcan mucho más.

-¿Más que vestir al desnudo y dar posada al peregrino?

-Sí, hijo mío, porque el hombre no sólo se mantiene con el pan del cuerpo; necesita también el pan del alma.

-¿Ese que dan los sacerdotes en el acto de la comunión?

-No, hijo mío; ése es un formalismo religioso, útil para los creyentes de esa religión; pero el pan del alma a que yo me refiero es muy distinto.

-¿Y qué clase de pan es ése? ¿De qué se compone?

-No tienes aún edad suficiente para que yo pueda explicarte los componentes de ese pan espiritual, por más que ya pareces un hombrecito y se puede hablar contigo con toda seriedad; así pues, sólo te diré que no consisten únicamente las obras de caridad en dar de comer al hambriento, en dar de beber al sediento y en dar posada al peregrino, como tú dices; caridad es no divulgar los defectos de nuestro prójimo, no meter cizaña con nuestras habladurías en nuestra familia ni en nuestros amigos; caridad es aconsejar oportunamente a los que están ofuscados por malos pensamientos, evitando que el fuego del odio avive la llama de la venganza; caridad es interesarse por el bien ajeno y llegar hasta el sacrificio por ver a otro feliz, ocultando la parte que uno ha tomado en la solución de aquel problema.

-Entonces, ¿La caridad es el alma de la vida?

-Justamente; tú lo has dicho; bien dice el refrán, que “Los niños y los locos dicen las verdades”.

-¿Te acuerdas de tu tía Esperanza?

-¿De la hermana de papá? Ya lo creo que me acuerdo, porque me quería mucho, y debe estar en el cielo, porque era muy buena.

-No lo sabes tú bien; dejó de ser feliz, porque otra mujer lo fuera.

-Cuéntame, cuéntame eso, que debe ser muy interesante.

-No es muy a propósito en tus cortos años hablarte de amores; pero como el ejemplo es bueno, te contaré a grandes rasgos el episodio más culminante de la vida de tu tía Esperanza.

-¡Parece que la estoy viendo, tan viejecita! Siempre vestida de blanco.

-Su traje simbolizaba la pureza de su alma; la casaron muy joven con un anciano, y al año de casada quedó viuda, dueña de una inmensa fortuna, pero muy delicada de salud; para recobrarla, le ordenaron unos baños y se trasladó a un balneario, donde acudían los débiles y los anémicos. Los bañistas la recibieron muy bien y pronto se captó las simpatías de todos por su sencillez y su amabilidad. Entre los enfermos había una jovencita a la cual los médicos habían condenado a muerte, por su extrema debilidad.

Efectivamente, Amalia era una flor que se había marchitado sin abrir, y tu tía Esperanza le tomó mucho cariño, porque no tenía madre, y ella le hacía las veces de hermana mayor, y Amalia depositó en ella sus inocentes secretos. Tu tía pronto comprendió que la joven estaba enamorada de un caballero muy apuesto y muy gentil que se hallaba en el balneario acompañando a una hermana suya; Gonzalo era lo que se llama un buen mozo, de muy buen trato, muy galante con las señoras, y a Amalia la trataba con mucho cariño, y decía que le despertaba mucha lástima aquella flor sin abrir; Gonzalo era el niño mimado de todas las enfermas, y él para todas tenía las más delicadas atenciones; pero en quien se fijó formalmente fue en tu tía Esperanza; se declaró a ella y le pidió su mano para casarse con la mayor brevedad. Tu tía se puso muy contenta, porque desde que le vio le amó; pero en el momento que le iba a decir que sí, que ella también le amaba, pensó en Amalia, y le pidió un plazo para contestarle. Amalia, por su parte, había notado que Gonzalo ya no estaba tan obsequioso con ella, y que todas sus atenciones y sus desvelos eran para tu tía Esperanza; ésta trató de sondear el corazón de la pobre niña, y vio con espanto que estaba herida de muerte, que si no se casaba con Gonzalo, moriría de pena; la niña se había despertado y la mujer lloraba sin consuelo, conociendo que amaba sin esperar recompensa, y tu tía se impresionó tanto con la ingenua confesión de la niña, que a solas con su conciencia se fue a pasear lejos del balneario, y, en un bosque, se postró en tierra diciendo:

“¡Dios mío…! Yo amo a Gonzalo, pero Amalia le ama también. Yo puedo hacerla dichosa uniéndola al elegido de su corazón; en cambio, yo no seré feliz si causo la muerte de Amalia. ¡Pobrecita! No tiene madre; me ha abierto su corazón y me ha dejado leer en él; yo no puedo ser dichosa causando su desgracia; en cambio, si la veo feliz, daré gracias a Dios por haberme sacrificado en bien de ella…”

Y acto seguido llamó a Gonzalo y le dijo: “He titubeado, porque toda mujer es frágil, y olvidé por algunos momentos que juré a mi esposo no dejar de usar su ilustre apellido en toda mi vida; mi resolución es irrevocable, y ya no puedo ser dichosa, quisiera que usted me ayudara en una buena obra; quisiera que entre los dos hiciéramos un acto de caridad. Amalia está desahuciada de los médicos; pero yo creo que Amalia vivirá si usted le da su nombre y su amor; me lo ha confesado todo; le ama a usted como sólo se ama una vez en la vida, y sufre horriblemente, porque ha comprendido que nosotros nos amábamos. Nuestra unión es imposible; pero en cambio podemos hacer feliz a un alma que al despertar le ha dirigido a usted su primera mirada de amor”.

Gonzalo no cedió en sus pretensiones; pero tu tía supo conmover su corazón de tal modo; le rogó, le suplicó tanto y tanto que tuviera piedad de aquella pobre niña, que al fin Amalia escuchó muy sorprendida la formal declaración de Gonzalo, aceptando su amor y su promesa de casamiento, revelando una satisfacción inmensa, satisfacción de la que hizo partícipe a Esperanza, que la abrazó dando gracias a Dios de haberla inspirado tan bien.

Algunos meses después Amalia se casó con Gonzalo, tu tía fue la madrina de boda, y Amalia ignoró siempre que debía su dicha a una obra de caridad. Muchos hijos llenaron su hogar; su marido fue un hombre de bien, que nunca le reveló el sacrificio que habían hecho tu tía y él por hacerla dichosa, porque en realidad los dos se amaban; pero jamás se arrepintió tu tía de su obra de caridad, porque se horrorizaba al pensar en la muerte de Amalia, que hubiera apelado hasta al suicidio al perder la esperanza de unirse a Gonzalo.

Ya ves, hijo mío, hasta dónde llegan las obras de caridad.

-Lo llenan todo.

-Es verdad, hijo mío; lo llenan todo; ejercen su poder junto al lecho de un hospital y al pie de un trono; si Dios hablara con la humanidad, podríamos decir que la caridad es el idioma de Dios.

-¿Y obra de caridad será también enseñar al que no sabe?

-Ya lo creo; una de las obras de caridad más importante es despertar las inteligencias y hacerlas pensar en su pasado, en su presente y en su porvenir.

-¿Entonces los sacerdotes y los maestros hacen obras de caridad enseñando lo que saben a los niños y a los hombres?

-Ya lo creo que sí, aunque unos y otros reciben por lo que enseñan alguna retribución, y la verdadera obra de caridad, la mejor, es aquella que se practica sin estipendio ninguno; es hacer un bien sin esperar más recompensa que la íntima satisfacción de haberlo hecho.

-Pues, yo quiero hacer muchas obras de caridad, para estar contento de mí mismo, como lo estuve el otro día, que di al hijo del mozo de cuadra mi caballo de madera y mi elefante de cartón.

-Y yo estuve más contenta que tú y el agraciado, porque un juguete con máquina para un niño pobre, es un placer inmenso por lo inesperado; a los niños pobres se les da generalmente golosinas o pan en abundancia en las grandes festividades; pero juguetes de valía, no; y cuenta tú que a los niños les hacen más falta los juguetes que el comer.

-Sí que es verdad.

-Tú, hijo mío, no has carecido de ellos.

-Pero me he fijado mucho en los niños que me miraban cuando me paseaba en mi caballo de madera, y muchas veces te he dicho que he roto los sables y las escopetas y no los he roto, los he dado a los niños que pedían limosna.

-Ya lo sé; la mirada de una madre vigila siempre; yo sabía que tú no eres destrozón, y, por consiguiente, instintivamente hacías obras de caridad.

-Pues las hacía sin saberlo, porque yo creía que hacer caridad era únicamente dar pan al hambriento.

-Todo es pan, hijo mío; los juguetes también son pan para el niño a quien nunca sus padres han podido comprar una escopeta de caña. De todo aquello de que carece, está hambriento el hombre: de pan el verdadero mendigo, de amor el huérfano, de consideración social el pobre vergonzante; todos tenemos hambre, y la caridad es la encargada de saciar a todos los hambrientos.

-Pues, yo quiero saciar a muchos hambrientos.

-Y yo me alegro muchísimo de que tengas tan buenas intenciones, porque así tengo la seguridad de que serás dichoso en medio de las más grandes tribulaciones.

-Y mañana, ¿Sobre qué hablarás?

-Sobre la humildad.

-¿Es una gran virtud la humildad?

-Ya lo creo que lo es; el verdadero sabio es el más humilde; lo mismo que el hombre más caritativo también lo es.

-¿Y cuesta trabajo ser humilde?

-Según y conforme; pero como la humildad es una virtud, hay que adquirirla también por medio del sacrificio, como se adquieren
todas las virtudes.

 

Amalia Domingo Soler

Relatos para todos