
¡Gracias, Señor; gracias mil por haberme permitido salvar a una niña de una vida de suplicio…!
¡Inocente criatura! ¿Qué culpa tiene ella de los devaneos y de los desaciertos de su madre? No caen las faltas de los padres sobre la cuarta y quinta generación, no; Dios es más justo. Dios es más grande.
¡Manuscrito querido, amigo inseparable de toda mi vida, única herencia que dejaré al mundo! Si el contenido de tus hojas amarillentas sirve de alguna enseñanza, yo me daré por satisfecho de haber depositado en él todas las impresiones de mi alma.
¡Viejo libro, compañero mío! Tú eres mi confesor, a ti te cuento todo lo que hago, todo lo que pienso; tú eres el espejo de mi existencia, así es que debo confiarte la nueva historia a la cual le he dado desenlace.
Hoy hace ocho meses que estando yo en el cementerio vino el viejo Miguel a decirme que una señora y una joven me esperaban en la iglesia. Me dirigí al templo, y salió a mi encuentro la dama que aguardaba; la miré, y reconocí en ella a una antigua pecadora que venía de vez en cuando a confesarme sus pecados, que siempre hacía propósito de enmienda, y siempre reincidía, que lo que en la niñez se aprende ni en la vejez se olvida.
La miré y me dijo:
—Padre, hoy sí que vengo decidida a enmendar mis faltas; tengo que hablar con vos largamente.
—Me han dicho que vos no venís sola.
—No, me acompaña Angelina, y mientras nosotros hablamos no quisiera que estuviera ella en la iglesia. Pudiera oír lo que no es conveniente que sepa.
—Si os parece, iremos todos al huerto; vuestra compañera puede quedarse paseando, y nosotros subiremos a mi cuarto, donde estaremos tranquilos, sin temor de que nadie nos escuche.
—Muy bien pensado —dijo la condesa (que mi interlocutora pertenece a la más antigua nobleza)— Venid, Angelina. —Ésta, que estaba prosternada ante el altar mayor, se levantó apresuradamente y vino a reunirse con nosotros.
Se parecía tanto, tanto a la condesa, que el más topo hubiera conocido el íntimo parentesco que las unía. No había más diferencia que Angelina era un ángel que aún conservaba sus alas, y su madre era una Magdalena sin arrepentir, hundida en el cenagal del vicio.
Salimos los tres de la iglesia y entramos en el huerto. Llamé a Miguel, le encargué que no se separara de Angelina, y subí con la condesa a mi aposento, la hice sentar, me senté frente a ella y le dije:
—Hablemos.
—Comenzaré por pediros perdón de haber tardado tanto tiempo en venir.
—Ya os he dicho otras veces que no hay ningún hombre en el mundo que tenga derecho ni a perdonar ni a condenar. Dios no tiene en la tierra ningún delegado visible; el último que hubo, hace algunos siglos que se fue.
—Ya veo, Padre, que seguís siendo tan original como de costumbre, negando a los sacerdotes las atribuciones que Dios les ha concedido.
—Los sacerdotes tienen las mismas atribuciones que los demás hombres: tienen obligación de cumplir con su deber, esto es todo. Pueden aconsejar, y esto haré con vos.
Siempre que vengáis os aconsejaré y os diré mi opinión, y luego vos, en uso de vuestra libre voluntad, seguiréis el sendero que mejor os acomode, que no otra cosa venís haciendo desde que os conozco, y por cierto que ya hace muchísimos años.
—Es verdad, Padre, es verdad, ¡y ojalá hubiera seguido vuestro consejo la primera vez que vine a veros!
—Es cierto, si me hubieseis obedecido no hubiera venido al mundo Angelina, al menos, siendo vos su madre. ¡Pobre niña!
— ¿Cómo? ¿Qué decís? ¿Quién os ha dicho…?
— ¿Quién me lo había de decir? Si bien yo ya lo sabía, ella misma, en su precioso semblante lleva su fe de bautismo.
— ¡Ay! tenéis razón, y creed que es una fatalidad, porque eso me obliga a separarme de ella y hacerle tomar el velo, por más que ese estado lo rechaza en absoluto lo atrevido de sus ideas y hasta su salud; pero qué remedio, las faltas de los padres caen sobre los hijos, y ella, al fin, como hija del pecado, es hasta justo que se ofrezca como víctima propiciatoria.
—No, en tal caso vos debéis ofreceros, que sois la que habéis pecado, que en la justicia de Dios no pagan justos por pecadores; pero dejemos ahora este asunto y decidme qué pensáis hacer.
—Ya sabéis que en mi juventud, caí, porque amé y puedo decir que el padre de Angelina ha sido mi único amor.
—No profanéis el amor, señora; el amor es más grande que un deseo satisfecho.
En vos nunca ha existido más que el deseo; el marqués, sí os amó.
—Con locura, es verdad.
— ¿Y sigue en la Corte, como siempre?
—Sí, en la Corte está.
— ¿Se casó?
—No; permanece soltero.
— ¿Os habláis alguna vez?
—Cuando no hay otro remedio, pero me odia.
—No es extraño, habéis sido tan infiel… ¿Y no ha tratado de ver a Angelina?
—Cree que ha muerto.
— ¿Cómo?
—Me era conveniente separarlo por completo de mí; y esa niña era un arma muy poderosa si hubiera estado en su poder, que eso era lo que él quería, pero yo corté todo hilo de relación y la hice pasar por muerta, encerrando a Angelina en un convento, y hace un año que salió de la clausura, porque según pude observar, allí se hubiera muerto de consunción.
De ninguna manera quiere volver al convento, me parte el corazón el escucharla; pero no hay otro remedio, monja tiene que ser; y he dicho: lo mejor es que se la lleve al padre Germán, él la convencerá y logrará con dulzura lo que yo no quiero conseguir por la violencia, porque me ha dicho que se mataría si vuelvo a encerrarla, y como ya otras sombras me persiguen… no quiero que me persiga el alma de Angelina; así es, padre Germán, que aquí os traigo una carta de donación en toda regla de mi castillo y aldea de San Laurencio, extendida a favor vuestro, que justo es que yo pague tan señalado servicio.
Haced que Angelina profese, que si vos os empeñáis ella profesará; sois mi última esperanza; mi marido y mi hermano vuelven de su viaje a la Tierra Santa; Angelina me estorba y es preciso quitarla de en medio.
— ¿Y decís que ella no quiere la vida monástica?
—No, no la quiere; pero qué queréis, el honor de mi nombre reclama un nuevo sacrificio. Aquí os dejo (y la puso sobre la’ mesa) la carta de donación.
—Bien; desde hoy queda Angelina conmigo.
— ¡Ay, si! yo me iré sin decirle nada.
—Es lo mejor, y no volváis por aquí hasta que yo os avise.
La condesa se levantó diciéndome: «¡Sois mi salvador!» y salió precipitadamente de mi aposento.
Se fue muy a tiempo, porque ya mi paciencia y mi disimulo se iban acabando.
¡Cuánto sufro cuando hablo con malvados! Y la condesa es una mujer sin corazón: en su historia hay grandes crímenes, y el último que quiere cometer es enterrar en vida a una pobre niña que desea vivir y amar; que en sus ojos irradia el sentimiento, y en su rostro se adivina un alma apasionada.
Cuando entré en el huerto y me vio que iba sin la condesa, con la rapidez del rayo comprendió cuánto había ocurrido, y cogiendo mis manos, me dijo con acento suplicante:
— ¡Padre, Padre, vos tenéis cara de bueno! ¿Es verdad que no me obligaréis a profesar?
¡Tened piedad de mí! ¡Soy tan joven aún para morir…!
—y Angelina rompió a llorar con tan profundo desconsuelo que me inspiró una viva compasión.
Me apresuré a tranquilizarla cuanto pude, pero la infeliz me miraba con cierto recelo; entonces sentí correr por mis venas ese algo desconocido que se infiltra en mí ser cuando tengo que convencer o que anonadar a algún pecador; corrientes de fuego envolvieron mi cabeza; mi cuerpo encorvado se irguió con majestad, cogí una mano de Angelina y le dije:
—Niña, escúchame, mírame bien.
Hace sesenta años que estoy en la tierra y la mentira nunca ha manchado mis labios. Yo te prometo velar por ti, yo te ofrezco hacerte dichosa, todo lo dichosa que puede ser una mujer en el mundo.
¡Yo te daré familia! ¡yo te daré días de gloria! ¡días de libertad! Confía y espera, pobre alma enferma, que harto tiempo has sufrido en el mundo.
— ¡Ah, si supieras, Padre mío, cuánto he padecido…! —exclamó Angelina con voz vibrante—, que me parece un sueño oír una voz amiga.
¡He vivido siempre tan sola! y no sé cómo no he perdido la razón.
De noche soñaba que estaba fuera del convento y era tan feliz… iba a caballo, muchos caballeros me seguían, pero yo siempre corría más que todos y luego… ¡ah! ¡qué horrible era mi despertar…! Cuando me levantaba y me veía prisionera en aquella sombría fortaleza, viendo pasar ante mí aquellas mujeres con sus hábitos negros, con sus rostros cadavéricos, sin que una sonrisa se dibuje en aquellos labios secos… me daba un miedo tan horrible, que salía huyendo como una loca, gritando:
¡Dios mío, Dios mío, ten piedad de mi…! Y Dios se apiadó de mi sufrimiento: la condesa me sacó de allí y me llevó al castillo de San Laurencio, y allí he sido casi feliz seis meses; pasaba el día en el campo, trepando por los montes; otras veces recorriendo con mi caballo las inmensas llanuras que rodean el castillo.
Yo tenía sed de vida… y allí la sacié en parte, pero me duró poco la felicidad.
La condesa comenzó a decirme que la fatalidad pesaba sobre mi destino, que los hijos espurios deben huir de contagiar la sociedad, que yo era la vergüenza de una noble familia, y yo le contestaba con mi llanto, y así he vivido otros seis meses, hasta que ayer me dijo: «Te voy a hacer conocer a un santo para que aprendas a amar a Dios».
Vos, sin duda, seréis el santo.
—No, hija mía, disto mucho de la santidad, pero te lo repito:
Dios te ha traído a esta pobre morada para que en ella encuentres el reposo que tanto necesita tu alma.
Por lo pronto conocerás a una mujer muy buena que no viste hábitos negros y que te amará como una tierna hermana. Dentro de pocos minutos la conocerás, que todas las tardes viene a regar el huerto.
Así fue; llegó María, y en breves palabras la puse al corriente de lo que había, y la noble joven abrazó a Angelina con tanto cariño y le habló con tanta ternura que la pobre niña decía:
«¡Dios mío! Si estoy soñando yo no quiero despertar de mi sueño».
Pero al fin se convenció de que no soñaba cuando María se la llevó a su casa, que era donde debía permanecer Angelina hasta que yo realizara mi plan.
Sin pérdida de tiempo marché inmediatamente, acompañado de Rodolfo, a la ciudad vecina y pedí hablar en secreto con el padre de Angelina, hombre noble y desgraciado, que había tenido la debilidad de amar a la condesa con ese amor que sólo una vez se siente en la vida, pero su pasión nunca tuvo correspondencia porque la condesa era una mujer sin alma y sin corazón: ramera con pergaminos, que son las peores rameras.
El marqués me conocía, porque es íntimo amigo de Rodolfo, y él fue, se puede decir, el que más le aconsejó que se viniese a la aldea para comenzar una nueva vida.
Cuando me vio el marqués se sorprendió algún tanto, mucho más cuando le dije:
—Necesito dé vos durante algún tiempo.
— ¿De mí?
—Sí, de vos; pedid licencia al soberano si es que estáis en activo servicio.
—No necesito pedirla; hace más de un año que por enfermo viajo a mi placer, si vos me necesitáis seguiré viajando.
—Sí, seguiréis viajando, y si puede ser fuera del reino, mejor; os voy a confiar la custodia de una joven que tiene poderosos enemigos, quieren que profese, ella prefiere la muerte a encerrarse en un convento; así es que su vida corre peligro, y es preciso que os consagréis a guardarla y a preservarla de toda tentativa infame.
— ¿Qué misterio encierran vuestras palabras? ¿Qué joven es esa que confiáis a mi cuidado? ¿Tan de fiar soy para vos?
—Tan de fiar sois. Qué ¿no os encontráis capaz de respetar a una niña pura como un ángel, a quien su padre cree muerta y su madre aleja de su lado…?
El marqués me miró y no sé qué leyó en mis ojos que asió mi brazo, diciendo con frenesí:
— ¿Será posible? ¿Dónde está? ¿Decís que vive…?
—Venid conmigo, está en mi aldea.
— ¡Pobre hija mía! —murmuró el marques—.
¡Cuántas veces la he recordado y me he arrepentido de no habérsela robado a esa mujer sin entrañas que ni Satán la quiso en el infierno!
Nos pusimos en camino y le enteré circunstanciadamente de todo; procuramos entrar de noche en la aldea, y en mi aposento se vieron por vez primera el marqués y su hija.
¡Cuánto gocé en aquellos momentos! En particular cuando la noble niña, fijando en su padre sus hermosos ojos, le decía con dulcísimo acento:
—Vos me defenderéis, ¿no es verdad?, me quieren enterrar en vida… ¡y yo tengo un afán de vivir…!
—Y vivirás, hija mía —decía el marqués con voz apasionada—; saldremos de Francia, nos iremos a España, que allí siempre hay sol, y hay flores, y te haré tan dichosa que olvidarás tus años de martirio en medio de tu inmensa felicidad.
El marqués no perdió tiempo; en pocos días hizo sus preparativos de viaje.
Angelina se disfrazó con un traje de paje, y los dos se fueron, acompañados por dos escuderos, dirigiéndose a España.
Pintar el júbilo de Angelina es imposible. Cuando ella se vio vestida de hombre, cuando se convenció de que había roto sus cadenas, cuando miró la noble figura de su padre, en cuyo rostro se pintaba la más pura satisfacción, se volvió a mí y me dijo:
—Me habéis cumplido vuestra palabra, me habéis hecho dichosa, me habéis dado una felicidad que nunca había soñado.
¡Bendito seáis! Ni un solo día de mi vida dejaré de bendeciros, y si llego a crearme una familia, el primer nombre que pronunciarán mis hijos será el vuestro.
Horas de sol, momentos sagrados de felicidad disfrutamos María y yo acompañando hasta larga distancia a Angelina y su padre.
Cuando estreché en mis brazos por última vez a la noble niña, cuando el marqués me dijo profundamente conmovido:
«Nunca os olvidaré», entonces me pareció ver una sombra blanca coronada de jazmines que me miraba sonriendo con una sonrisa celestial.
María y yo, fijos los ojos en el camino, estuvimos mirando a los viajeros hasta que se perdieron en lontananza.
Después nos miramos y exclamamos a la vez: «¡Gracias a Dios, una víctima menos!»
Algunos días después avisé a la condesa que viniera, y no se hizo esperar; en cuanto llegó, la conduje a mi cuarto y le dije:
—Tenemos que hablar.
— ¿Y Angelina profesará?
—No quiere ser monja.
— ¡Ah! es preciso que lo sea.
—Pues no lo será.
— ¿Cómo? ¿Qué decís? ¿Pues no quedamos convenidos que yo os hacía donación del castillo de San Laurencio, con la condición de que Angelina tomaría el velo?
— ¿Es que queréis pagar con un caserón más o menos grande la vida y el porvenir de una mujer?…
— ¡Ah! si os parece poco, pedid, que yo os daré.
— ¡Qué me habéis de dar, si nada quiero de vos! Aquí está el título de donación, ¿lo veis? —y le enseñé el pergamino—; pues bien, mirad para qué lo quiero —y lo rompí en mil pedazos.
— ¿Qué hacéis? ¿Os habéis vuelto loco? ¿Pues no quedasteis conforme conmigo?
—Yo nunca quedo conforme para cometer un crimen; y hacer profesar a vuestra hija era mil veces peor que asesinarla, porque era matarla poco a poco, y yo me quedé con ella, y acepté, al parecer, vuestra infame donación, porque era necesario salvar una víctima; por eso os hice creer que me habíais comprado; mas tened en cuenta que nunca me he vendido ni me venderé, porque no hay bastante oro en las minas de la tierra para comprar la conciencia de un hombre honrado.
— ¿Y qué habéis hecho de Angelina?
—Lo que debía hacer: darle protección y amparo.
— ¿De qué modo?
—No os importa; ¿Qué derecho tenéis sobre ella? Ninguno.
— ¿Cómo?
—Lo dicho; reclamadla en nombre de la ley, decid que os habéis olvidado de lo que una mujer nunca debe olvidar. ¿No queríais alejarla de vuestro lado? ¿No os estorbaba?
Pues bien, ya se ha ido, pero libre, dichosa; vos queríais asesinarla lentamente, vos queríais que perdiera la razón, y yo le he dado la felicidad, porque le he devuelto un padre que tantos años la lloraba muerta.
— ¿Está con él? ¿Qué habéis hecho? ¡Me habéis perdido!
—No temáis; el marqués nunca os molestará, es demasiado feliz para pensar en vos.
Ni él ni Angelina os recordarán, que la venganza de las víctimas es olvidar a sus verdugos; como vuestro recuerdo les causa horror, para no sufrir os olvidarán.
Él ha llorado como un niño al ver a su hija tan joven y tan hermosa.
¡Mujer sin corazón! ¡No os daba lástima que tanta juventud, tanta vida, tanto amor quedara sepultado en el fondo de un claustro, por el solo capricho de vuestra voluntad! ¡Pobre niña!
¡Cuánto la habéis martirizado! ¡Pero ya está libre! ¡Gracias a Dios, una víctima menos!
La condesa me miraba, y mil pasiones encontradas la hacían sufrir y palidecer.
El odio animaba sus ojos. Yo me levanté, la miré de hito en hito y la hice temblar, diciéndole:
—Eres un reptil miserable; tu baba ponzoñosa estás pensando en arrojarla sobre mí.
Haz lo que quieras, ya que tu hija está salvada.
Pero ¡ay de ti si la persigues! Entonces el confesor se convertirá en juez, te delataré al rey; bien sabes que sé toda tu historia, que por cierto es horrible.
— ¡Oh! ¡piedad! ¡piedad!—exclamó la condesa, aterrada.
— ¡Tranquilízate, pobre mujer! Sigue tu vida de agonía, que eres bien digna de compasión, que no hay en la tierra un ser que te pueda bendecir.
Sigue levantando casas de oración, pero ten entendido que las oraciones que tú pagas no sirven para el descanso de tu alma.
Tu alma tiene que gemir mucho, porque los que a hierro matan, a hierro mueren.
La condesa me miró espantada y salió precipitadamente del aposento, mientras yo recogía tranquilamente del suelo los pedazos del roto pergamino, que acabé de triturar, y como un niño los tiré al aire por la ventana.
Los pedacitos de papel revolotearon como mariposas, y al fin se perdieron en el polvo del camino.
Entonces no pude menos de sonreírme con melancólica satisfacción, al considerar que mi espíritu, desprendido de las miserias terrenales, entregaba las riquezas mal adquiridas en poder del viento, a merced de la brisa que, juguetona, mecía las partículas del pergamino, y me horrorizaba al pensar si aquel documento hubiera caído en otras manos.
¡Pobre Angelina! ¡Tan joven, tan bella, tan ávida de vivir y de gozar, la hubieran sepultado en el fondo de un claustro, y allí la infeliz se hubiera vuelto loca negando la existencia de Dios!
Y ahora ¡qué diferencia!… El marqués me escribe y me dice que es el más feliz de los hombres, que su hija es un ángel, y Angelina me dice el final: «Padre Germán, ¡cuán dichosa soy! ¡Cuánto os debo! Mi padre me adora, me rodea un lujo deslumbrador; un joven español diré que me ama, y si fuera posible iríamos a recibir vuestra bendición.
¡Qué hermoso es vivir! Yo presentía la vida, yo soñaba con la felicidad. A veces sueño que estoy en el convento, las mujeres de los hábitos negros me sujetan, y yo comienzo a dar gritos llamando a mi padre y a vos, y mis doncellas me despiertan, y al despertarme lloro de alegría porque me encuentro en brazos de mi padre.
¡Cuánto os debo, padre Germán! ¡La gratitud de toda una vida no alcanza a pagar un
beneficio tan inmenso!».
¡Ah! no, estoy ampliamente recompensado; la satisfacción que siente mi alma, la
tranquilidad del espíritu que ha cumplido con su deber, es el justo precio que Dios concede
al que practica su ley.
Al considerar que por obra mía hay una víctima menos, ¡cuan dichoso soy, Señor! ¡Cuánto te debo, porque me has dado tiempo para progresar, para reconocer tu grandeza y rendirle culto con mi razón a tu verdad suprema!
Tú diste luz a mi mente conturbada por los desaciertos de pasadas vidas.
¡Bendito tú, lumbrera de los siglos, tú que haces al espíritu inmortal!
Amalia Domingo Soler