Cada uno es libre para considerar las cosas a su manera y nosotros, que reclamamos esta libertad, no se la podemos negar a los demás. Pero del hecho de que una opinión es libre, no se deduce que no se la pueda discutir, examinar sus puntos fuertes y débiles, pesar sus ventajas o inconvenientes.

Decimos eso con relación a la negación de la utilidad de la oración, que algunas personas desearían erigir como sistema, para hacer de ello la bandera de una escuela disidente. Se puede resumir así esta opinión:

Dios estableció leyes eternas, a las que todos los seres están sometidos; nada Le podemos pedir y no tenemos que agradecerle ninguna gracia específica. Por lo tanto, es inútil orar a Dios.

La suerte de los Espíritus está trazada. Por lo tanto, es inútil orar por ellos. Los Espíritus no pueden cambiar el orden inmutable de las cosas. Por consiguiente, es inútil orarles a ellos.

El Espiritismo es una ciencia puramente filosófica; no solamente no es una religión, sino que tampoco debe tener ningún carácter religioso. Toda oración dicha en las reuniones tiende a mantener la superstición y la beatería».

La cuestión de la oración ha sido discutida, desde hace bastante tiempo, por lo que es inútil repetir acá lo que se sabe sobre este asunto. Si el Espiritismo proclama la utilidad de la oración, no es con ánimo sistemático, sino porque la observación ha permitido constatar la eficacia y el modo de acción de la oración.

Puesto que, por las leyes fluídicas, comprendemos el poder del pensamiento, comprendemos también el de la oración, que es, por sí misma, un pensamiento dirigido hacia un objetivo determinado.

Para algunas personas, la palabra oración sólo revela una idea de pedido; es un grave error.

Respecto a la Divinidad, es un acto de adoración, de humildad y de sumisión al cual uno no se puede negar sin despre­ciar el poder y la bondad del Creador.

Negarse a orar a Dios es reconocer a Dios como un hecho, pero, a la vez, es negarse a rendirle homenaje; en eso está también una rebeldía del orgullo humano.

Con respecto a los Espíritus, que son las almas de nuestros hermanos, la oración es una identificación de pensamientos, un testimonio de compasión.

Rechazarla es rechazar el recuerdo de los seres que nos son queridos, pues ese recuerdo compasivo y benévolo es, en sí mismo, una oración.

Además, se sabe que aquellos que sufren la reclaman con insistencia como un alivio para sus penas; por lo tanto, si la piden es porque la necesitan; rechazársela es negarle el vaso de agua al infeliz que tiene sed.

Además de la acción puramente moral, el Espiritismo nos muestra, en la oración, un efecto de algún modo material, resultante de la transmisión fluídica.

Su eficacia, en ciertas enfer­medades, se constata por la experien­cia, del mismo modo que se demues­tra por la teoría.

Rechazar la oración es, por lo tanto, privarse de un pode­roso auxiliar para el alivio de los ma­les corporales.

Veamos ahora cuál sería el resultado de esa doctrina y si tiene alguna posibilidad de prevalecer.

Todos los pueblos oran, desde los salvajes hasta las personas civilizadas; son llevados a eso por instinto y es lo que los distingue de los animales. Sin duda, oran de una manera racional, en mayor o en menor grado, pero, en fin, oran.

Aquellos que, por ignorancia o pretensión, no practican la oración constituyen, en el mundo, una ínfima minoría.

La oración es, pues, una necesidad universal, independiente de las sectas y de las nacionalidades.

Después de la oración, si uno está débil, se siente más fuerte; si uno está triste, se siente consolado; quitar la oración es privar a las personas de su más poderoso sostén moral en la adversidad.

Por medio de la oración, las personas elevan su alma, entran en comunión con Dios, se identifican con el mundo espiritual, se desmaterializan, condición esencial de su felicidad futura; sin la oración, sus pensamientos quedan en la Tierra, se apegan cada vez más a las cosas materiales; de eso viene un retraso en su progreso.

Al discutirse un dogma, uno no se pone en oposición sino a la secta que lo profesa; al negarse la eficacia de la oración, se hiere el sentimiento íntimo de casi la unanimidad de las personas.

El Espiritismo debe las numerosas simpatías que encuentra a las aspiraciones del corazón, y los consuelos que se extraen de la oración constituyen una gran parte de esas aspiraciones.

Una secta que se basara en la negación de la oración se privaría del principal elemento de éxito: la simpatía general, porque, en lugar de dar calor al alma, la helaría; en lugar de elevarla, la rebajaría.

La manera en la que el Espiritismo debe ganar en influencia es aumentando la suma de las satisfacciones morales que proporciona. Que aquellos que desean, a toda costa, lo nuevo en el Espiritismo, para atar su nombre a una bandera, se esfuercen en dar más que él; pero no es dando menos como lo suplantarán.

El árbol despojado de sus frutos sabrosos y nutritivos será siempre menos atrayente que aquel que está adornado de ellos. Eso se debe al propio principio que siempre les hemos dicho a los adversarios del Espiritismo: el único medio de matarlo es dar algo mejor, más consolador, que explique y satisfaga más. Es lo que nadie ha hecho todavía.

Por lo tanto, se puede considerar el rechazo a la oración, de parte de algunos creyentes en las manifestaciones espíritas, como una opinión aislada que puede reunir a algunas individualidades, pero que jamás reunirá a la mayoría. Sería sin razón que se le imputara esa doctrina al Espiritismo, ya que éste enseña precisamente lo contrario.

En las reuniones espíritas, la oración predispone al recogimiento, a la gravedad, condición indispensable, como se sabe, para las comunicaciones serias.

¿Eso quiere decir que se deben transformar las reuniones espíritas en asambleas religiosas? De ninguna manera; el sentimiento religioso no es sinónimo de religionario; se debe incluso evitar lo que les podría dar a las reuniones este último carácter.

Es con ese objetivo que hemos desaprobado constantemente, en las reuniones, las oraciones y los símbolos litúrgicos de un culto cualquiera.

No se debe olvidar que el Espiritismo debe tender al acercamiento de las diversas comuniones; ya no es poco común ver, en esas reuniones, a representantes de diferentes cultos que fraternizan entre sí. Es por eso que ninguno debe arrogarse la supremacía. Que cada uno en su fuero interno, ore como mejor lo entienda: es un derecho de conciencia. Pero, en una asamblea que se basa en el principio de la caridad, uno debe abstenerse de todo lo que podría herir susceptibilidades y que podría tender a mantener un antagonismo que, más bien, uno debe esforzarse en hacer desaparecer. Oraciones específicas en el Espiritismo no constituyen un culto distinto, ya que no son impuestas y cada uno está libre para decir aquellas que le convienen; pero tienen la ventaja de servir a todo el mundo y de no contrariar a nadie.

El propio principio de la tolerancia y de respeto a todas las convicciones ajenas nos hace decir que toda persona razonable, a quien una circunstancia conduce a un templo de un culto cuyas creencias no comparte, debe abstenerse de toda señal exterior que podría escandalizar a los asistentes; que incluso debe obedecer, en caso de necesidad, a prácticas de pura forma que no puedan comprometer en nada su conciencia. El hecho de que Dios sea adorado en un templo de una manera que no sea tan lógica no es un motivo para contrariar a aquellos que consideran que esta manera es buena.

Al dar a las personas una cierta suma de satisfacciones y al probar un cierto número de verdades, el Espiritismo no podría ser reemplazado, como lo hemos dicho, sino por algo que diera más y que probara las verdades mejor que él. Veamos si eso es posible.

Lo que le confiere la principal autoridad a la Doctrina es que no hay uno solo de sus principios que sea el producto de una idea preconcebida o de una opinión personal; todos, sin excepción, son el resultado de la observación de los hechos; es únicamente por los hechos que el Espiritismo ha logrado conocer la situación y las atribuciones de los Espíritus, así como las leyes, mejor dicho, una parte de las leyes que rigen sus relaciones con el mundo visible; este es un punto capital. Al continuar apoyándonos en la observación, hacemos que la filosofía sea experimental y no especulativa.

Para combatir las teorías del Espiritismo, no basta decir, pues, que son falsas: se les debería contraponer hechos que esas teorías fueran impotentes para solucionar. E incluso en ese caso, el Espiritismo siempre se mantendrá a la altura, porque sería contrario a su esencia obstinarse en una idea falsa y porque siempre se esforzará para subsanar las lagunas que pueda presentar, ya que no tiene la pretensión de haber llegado al apogeo de la verdad absoluta.

Esa manera de considerar al Espiritismo no es nueva; se la puede ver formulada en nuestras obras desde siempre. Puesto que el Espiritismo no se declara ni estacionario ni inmutable, asimilará todas las verdades que se demuestren, de cualquier parte que vengan, aunque sea de la de sus antagonistas, y jamás quedará rezagado con relación al progreso real. Asimilará esas verdades, decimos, pero únicamente cuando estén demostradas claramente, y no porque se le haya antojado a alguien darlas como tales, o porque sean sus deseos personales o productos de su imaginación.

Establecido ese punto, el Espiritismo sólo podría perder si se dejara sobrepasar por una doctrina que diera más que él; nada hay que temer de aquellas que den menos y supriman lo que hace la fuerza y la principal atracción del Espiritismo.

Aunque el Espiritismo no haya dicho todo todavía, es, sin embargo, una cierta suma de verdades adquiridas por medio de la observación y que constituyen la opinión de la inmensa mayoría de los adeptos; y si esas verdades hoy en día han pasado a la condición de artículos de fe, para servirnos de una expresión empleada irónicamente por algunos, no es ni por nosotros, ni por nadie, ni siquiera por nuestros Espíritus instructores que han sido establecidas así, y mucho menos impuestas, sino por la adhesión de todo el mundo, y cada uno puede constatar esas verdades.

Si, pues, una secta se formara en oposición a las ideas consagradas por la experiencia y admitidas, de manera general, como principios no podría conquistar las simpatías de la mayoría, cuyas convicciones contrariaría. Su existencia efímera se extinguiría con su fundador, tal vez incluso antes, o, por lo menos, con los pocos adeptos que habría podido reunir.

Supongamos al Espiritismo repartido en diez, en veinte sectas, aquella que tendrá la supremacía y la mayor vitalidad será naturalmente aquella que dé la suma más grande de satisfacciones morales, que colme el número más grande de vacíos del alma, que esté fundada en las pruebas más positivas y que mejor se ponga al unísono con la opinión general.

Ahora bien, el Espiritismo, al tomar como punto de partida de todos sus principios la observación de los hechos, no puede ser derribado por una teoría; al mantenerse constantemente en el nivel de las ideas progresivas, no podrá ser sobrepasado; al apoyarse en el sentimiento de la mayoría, satisface las aspiraciones de un número más grande de personas; fundado sobre esas bases, es imperecedero, pues allí está su fuerza.

Allí está también la causa del fracaso de las tentativas hechas para ponerle obstáculos.

Hay ideas relacionadas con el Espiritismo profundamente antipáticas a la opinión general y que ésta rechaza instintivamente; construir sobre esas ideas, como punto de apoyo, un edificio o expectativas cualesquiera es colgarse inhábilmente a ramas rotas.

He aquí a qué se reducen aquellos que, al no haber podido derribar al Espiritismo por la fuerza, intentan derribarlo por sí mismo.

 

 

Allan Kardec

Revista Espírita –Periódico de Estudios Psicológicos,

9º año, nº 1, Enero de 1866