
¿Cómo Dios, tan grande, tan poderoso, tan superior a todo, puede inmiscuirse en detalles ínfimos, preocuparse de los mínimos actos y de los mínimos pensamientos de cada individuo? Tal es la pregunta que uno se hace frecuentemente.
En su estado actual de inferioridad, sólo difícilmente las personas pueden comprender a Dios infinito, porque ellas mismas son restringidas y limitadas. Es por eso que se Lo figuran restringido y limitado como ellas. Se Lo representan como a un ser circunscrito y se hacen de Él una imagen a imagen suya. Nuestros cuadros que Lo pintan con trazos humanos contribuyen para mantener ese error en la opinión de las masas, que adoran en Él más la forma que el pensamiento. Para el mayor número de personas, es un soberano poderoso, sobre un trono inaccesible, perdido en la inmensidad de los cielos y, porque sus facultades y sus percepciones son limitadas, esas personas no comprenden que Dios pueda o Se digne intervenir directamente en las cosas más pequeñas.
En la incapacidad en la que se encuentra el ser humano de comprender la propia esencia de la Divinidad, sólo puede formarse de ella una idea aproximada por medio de comparaciones necesariamente muy imperfectas, pero que pueden, por lo menos, mostrarle la posibilidad de lo que, a primera vista, le parece imposible.
Supongamos un fluido suficientemente sutil como para penetrar en todos los cuerpos, es evidente que cada molécula de ese fluido producirá en cada molécula de la materia con la que está en contacto una acción idéntica a la que produciría la totalidad del fluido. Es lo que la Química nos muestra a cada paso.
Al ser ininteligente, ese fluido actúa de manera mecánica, solamente por las fuerzas materiales. Pero, si suponemos que ese fluido está dotado de inteligencia, de facultades perceptivas y sensitivas, actuará, ya no ciegamente, sino con discernimiento, con voluntad y libertad; verá, oirá y sentirá.
Las propiedades del fluido periespiritual pueden darnos una idea de eso. Por sí mismo, él no es inteligente, ya que es materia, pero es el vehículo del pensamiento, de las sensaciones y de las percepciones del espíritu. A consecuencia de la sutileza de ese fluido, los Espíritus penetran en todas partes, escrutan nuestros pensamientos, ven y actúan a distancia. Es a ese fluido, llegado ya a un cierto grado de depuración, al que los Espíritus superiores deben el don de la ubicuidad; les basta un rayo de su pensamiento dirigido hacia diversos puntos para que puedan manifestar allí su presencia simultáneamente. La extensión de esa facultad está subordinada al grado de elevación y de depuración del Espíritu.
Pero los Espíritus, por más elevados que sean, son criaturas limitadas en sus facultades, y el poder y la extensión de sus percepciones, bajo ese aspecto, no pueden igualarse a los de Dios. Sin embargo, pueden servirnos de punto de comparación. Lo que el Espíritu puede realizar tan sólo dentro de un límite estrecho, Dios, que es infinito, lo realiza en proporciones infinitas. Hay también las siguientes diferencias: la acción del Espíritu es momentánea y está subordinada a las circunstancias; en cambio, la de Dios es permanente; el pensamiento del Espíritu sólo abarca un tiempo y un espacio circunscritos, mientras que el de Dios abarca el universo y la eternidad. En suma, entre los Espíritus y Dios, hay la distancia que va de lo finito a lo infinito.
El fluido periespiritual no es el pensamiento del Espíritu, sino su agente e intermediario; como es el fluido el que transmite el pensamiento, está, de alguna manera, impregnado del pensamiento y, en la imposibilidad en la que nos encontramos de aislar el pensamiento, nos parece que éste y el fluido no forman más que una misma cosa, de la misma manera que el sonido y el aire parecen formar una sola cosa, de suerte que podemos, por así decirlo, materializarlo. Del mismo modo que decimos que el aire se vuelve sonoro, podríamos, tomando el efecto por la causa, decir que el fluido se vuelve inteligente.
Sea o no sea así con relación al pensamiento de Dios, es decir, que actúe directamente o por intermedio de un fluido, para facilitar nuestra comprensión representémonos ese pensamiento bajo la forma concreta de un fluido inteligente que llena el universo infinito, penetra en todas las partes de la creación: toda la naturaleza está sumergida en el fluido divino; todo está sometido a su acción inteligente, a su previsión, a su solicitud; ni un único ser, por más ínfimo que sea, deja de estar saturado, de alguna manera, de ese fluido.
Así, estamos constantemente en presencia de la Divinidad. Ni una sola de nuestras acciones podemos sustraer a Su mirada; nuestro pensamiento está en contacto con Su pensamiento y, con razón, se dice que Dios lee en los más profundos pliegues de nuestro corazón; estamos en Él así como Él está en nosotros, según las palabras del Cristo. Para extender Su solicitud a las más pequeñas criaturas, no necesita, pues, lanzar Su mirada desde lo alto de la inmensidad, tampoco abandonar la morada de Su gloria, pues esa morada está en todas partes. Nuestras oraciones, para ser oídas por Él, no tienen necesidad de atravesar el espacio, tampoco de ser dichas con voz atronadora, pues nuestros pensamientos, penetrados incesantemente por Él, en Él se repercuten.
La imagen de un fluido inteligente universal sólo es, evidentemente, una comparación, pero capaz de dar una idea más exacta de Dios que los cuadros que Lo representan con figura de un anciano de barba larga, envuelto en un manto. Solamente podemos tomar nuestros puntos de comparación en las cosas que conocemos. Es por eso que se dice todos los días: el ojo de Dios, la mano de Dios, la voz de Dios, el soplo de Dios, la faz de Dios. En la infancia de la humanidad, el ser humano toma esas comparaciones literalmente; más tarde, su espíritu, más capaz de comprender las abstracciones, espiritualiza las ideas materiales. La idea de un fluido universal inteligente, que todo lo penetra, como serían los fluidos luminoso, calórico, eléctrico u otros cualesquiera, si fueran inteligentes, tiene como objetivo hacer comprender la posibilidad de Dios de estar en todas partes, de ocuparse de todo, de velar así mismo por la brizna de hierba como por los mundos. Entre Él y nosotros, la distancia se suprime; comprendemos Su presencia y ese pensamiento, cuando nos dirigimos a Él, aumenta nuestra confianza, pues ya no podemos decir que Dios está muy lejos y es demasiado grande para ocuparse de nosotros. Pero ese pensamiento, tan consolador para el humilde y la persona de bien, es demasiado aterrador para el malo y el orgulloso endurecidos, que esperarían sustraerse a Él gracias a la distancia y que, en adelante, se sentirán bajo la compresión de Su poder.
Nada impide que se admita, para el principio de soberana inteligencia, un centro de acción, un foco principal que irradia sin cesar, inunda el universo con sus efluvios, como el sol lo inunda con su luz. ¿Pero dónde está ese foco? Es probable que no esté fijo en un punto determinado, como no lo está su acción. Si simples Espíritus tienen el don de la ubicuidad, esa facultad en Dios debe ser ilimitada. Al llenar Dios el universo, se podría admitir, como hipótesis, que ese foco no tiene necesidad de transportarse y que se forma en todos los puntos en los que Su soberana voluntad considere oportuno producirse, de modo que se podría decir que está en todas partes y en ninguna.
Ante esos problemas insondables, nuestra razón debe humillarse.
Dios existe: no podríamos dudar de ello. Es infinitamente justo y bueno: esta es Su esencia. Su solicitud se extiende a todo: así lo comprendemos ahora. Estando sin cesar en contacto con Él, podemos rogarle con la seguridad de ser oídos; Él sólo puede querer nuestro bien, es por eso que debemos tener confianza en Él. He aquí lo esencial; en cuanto a lo demás, esperemos que seamos dignos de comprenderlo.
LA VISIÓN DE DIOS
Puesto que Dios está en todas partes, ¿por qué no Lo vemos? ¿Lo veremos al dejar la Tierra? Tales son también las preguntas que las personas se hacen diariamente. La primera es fácil de resolver: nuestros órganos materiales tienen percepciones limitadas, que los vuelven impropios para la visión de ciertas cosas, incluso materiales. Por esa razón, ciertos fluidos escapan totalmente a nuestra vista y a nuestros instrumentos de análisis. Vemos los efectos de la peste y no vemos el fluido que la transporta; vemos los cuerpos que se mueven bajo la influencia de la fuerza de la gravitación y no vemos esta fuerza.
Las cosas de esencia espiritual no pueden ser percibidas por órganos materiales; solamente con la vista espiritual podemos ver a los Espíritus y las cosas del mundo inmaterial; únicamente nuestra alma, pues, puede tener la percepción de Dios. ¿Lo ve inmediatamente después de la muerte? Es lo que únicamente las comunicaciones de ultratumba pueden enseñarnos. Por ellas, sabemos que la visión de Dios es privilegio de las almas más depuradas y que muy pocas poseen, al dejar su envoltura terrestre, el grado de desmaterialización que para ello se necesita. Algunas comparaciones generales harán comprender fácilmente esto.
Aquel que está en el fondo de un valle, rodeado de una bruma espesa, no ve el sol; sin embargo, por medio de la luz difusa, conoce la presencia de él. Si escala la montaña, a medida que se eleva, la niebla se disipa, la luz se vuelve cada vez más intensa, pero todavía no ve el sol. Cuando empieza a percibirlo, aún está velado, pues el mínimo vapor basta para debilitar su resplandor. Sólo después de haberse superpuesto completamente a la capa brumosa y encontrándose ya en una atmósfera totalmente pura, lo ve en todo su esplendor.
Sucede lo mismo con aquél cuya cabeza estuviera envuelta por varios velos; inicialmente, no ve nada en absoluto; a cada velo que se le quita, distingue una luz cada vez más clara; solamente cuando el último velo ha desaparecido, percibe las cosas nítidamente.
Sucede lo mismo también con un licor cargado de materias extrañas; está turbio inicialmente; a cada destilación, su transparencia aumenta, hasta que, al estar completamente depurado, adquiere una diafanidad perfecta y no presenta ningún obstáculo a la vista.
Así sucede con el alma. La envoltura periespiritual, aunque es invisible e impalpable para nosotros, es para ella una verdadera materia, demasiado grosera todavía para ciertas percepciones. Esa envoltura se espiritualiza a medida que el alma se eleva en moralidad: las imperfecciones del alma son como velos que oscurecen su vista; cada imperfección de la que se desprende es un velo menos, pero, sólo después de estar depurada completamente, disfruta de la plenitud de sus facultades.
Dios, al ser la esencia divina por excelencia, sólo puede ser percibido en todo Su esplendor por los Espíritus que han llegado al más alto grado de desmaterialización. Si los Espíritus imperfectos no Lo ven, no es porque estén más lejos de Él que los otros; como ellos, como todos los seres de la naturaleza, están sumergidos en el fluido divino; también los ciegos lo están, como nosotros, en la luz y, sin embargo, no la ven. Las imperfecciones son velos que ocultan a Dios a la vista de los Espíritus inferiores; cuando se haya disipado la bruma, Lo verán resplandecer: para eso, no necesitarán ni subir, ni ir a buscarlo en las profundidades de lo infinito; sino que, libre ya la vida espiritual de las manchas morales que Lo oscurecían, Lo verán en cualquier lugar donde se encuentren, aunque sea incluso en la Tierra, pues Él está en todas partes.
El Espíritu solamente se depura a la larga y las diferentes encarnaciones son los alambiques en cuyo fondo deja sucesivamente algunas impurezas. Al dejar su envoltura corporal, no se despoja instantáneamente de sus imperfecciones; es por eso que hay aquellos que, después de la muerte, no ven mejor a Dios que durante la vida; pero, a medida que se depuran, tienen de Él una intuición más clara; si no Lo ven, Lo comprenden mejor; la luz es menos difusa. Cuando, pues, los Espíritus dicen que Dios les prohíbe contestar tal pregunta, no es que Dios se les aparezca o les dirija la palabra para ordenarles o prohibirles esta o aquella cosa. No; pero Lo sienten, reciben los efluvios de Su pensamiento, como nos sucede a nosotros con respecto a los Espíritus que nos envuelven en su fluido, aunque no los veamos. Ningún ser humano puede, pues, ver a Dios con los ojos de la carne. Si esa gracia fuera concedida a algunos, sólo sería en el estado de éxtasis, cuando el alma está tan liberada de los lazos de la materia como sea posible durante la encarnación. Tal privilegio sólo sería, además, de las almas escogidas, encarnadas por misión y no por expiación. Pero como los Espíritus del orden más elevado resplandecen con brillo deslumbrante, puede suceder que Espíritus menos elevados, encarnados o desencarnados, impresionados por el esplendor que rodea a aquellos, hayan creído ver en ellos al propio Dios. A veces, sucede que se toma a un ministro por un soberano. ¿Bajo qué apariencia Dios se presenta a aquellos que se han vuelto dignos de esa gracia? ¿Bajo una determinada forma? ¿En figura humana o como un foco de luz resplandeciente? Es lo que el lenguaje humano es impotente para describir, porque no existe, para nosotros, ningún punto de comparación que pueda dar una idea de eso; somos como los ciegos a quienes se buscaría en vano hacer comprender el resplandor del sol. Nuestro vocabulario está limitado a nuestras necesidades y al círculo de nuestras ideas; el de los salvajes no podría describir las maravillas de la civilización; el de los pueblos más civilizados es demasiado pobre para describir los esplendores de los cielos; nuestra inteligencia es demasiado limitada para comprenderlos y nuestra vista, demasiado débil, sería deslumbrada por ellos.
Allan Kardec
Revista Espírita –Periódico de Estudios Psicológicos,
9º año, nº 5, mayo de 1866