
Para alcanzar el grado de moralidad que necesita, a fin de cumplir bien su misión, tener paz en la Tierra y conseguir alguna felicidad en el espacio, el espírita debe de cumplir la ley divina. ¿Y dónde está esa ley? En el Evangelio del Señor. Por tanto, el espírita debe saber de memoria su parte moral, tanto cuanto sea posible. Porque, ¿Cómo aplicará la ley, si no la conoce? Como usarla, ¿si no se la recuerda?.
El espírita debe grabar en su alma la gran figura del Señor. Debe tenerle respeto y gratitud. Y no debe olvidarse de que solamente por Él se va al Padre.
Así para el espírita, el Evangelio no puede ser letra muerta, más la ley moral vigente en todos los tiempos, en todas las edades.
Porque la ley proclamada por el gran Maestro no sufrirá modificaciones en su parte moral.
Y de todo su cumplimiento depende nuestro progreso espiritual, nuestra paz y nuestra felicidad en la Tierra y en el espacio.
Tenemos la costumbre, bastante generalizada, de relegar al olvido lo que más nos interesa.
El mundo sabe casi de memoria las palabras del Señor, más constantemente las olvida.
Se sabe que el Señor dice que debemos amarnos como hermanos.
El hombre menos instruido sabe que el Señor añadió que debemos amar a nuestros enemigos, bendecir los que nos maldicen, orar por los que nos persiguen y calumnian, pagar el mal con el bien.
La Humanidad, que sabe todas esas cosas, ¿por acaso las tiene cumplidas? No.
¿Y cuál ha sido la consecuencia de esa falta de cumplimiento? Las guerras, las discordias, las infamias y tantos otros males que sería difícil de enumerar.
Se explica que los hombres hayan olvidado esos mandamientos, por la ignorancia de la vida en el más allá, por su atraso.
¿Mas los espíritas? ¿Hemos cumplido nosotros esos mandamientos? No.
Si contamos algunas excepciones, generalmente esas enseñanzas han sido letra muerta.
¿Será, por acaso, que no sabemos lo que nos espera y la responsabilidad que tenemos en el cumplimiento de esos mandamientos?¿Viene el Espiritismo a derogar o a cumplir la ley del Señor? No viene a derogarla, más cumplirla.
Entonces, ¿por qué nosotros, los espíritas, vivimos tan fuera de las enseñanzas del Señor y Maestro? Que, amarás a tu enemigo, pagarás el mal con el bien, orarás por los que te persiguen y calumnian, no son prácticas muy arraigadas entre los espíritas, está evidente a plena luz.
Consulte cada espírita su conducta en la vida pública y privada, y enseguida verá cuántas veces dejó de cumplir esas enseñanzas.
Consulte la propia consciencia, y vea aquello que le pasó en la vida familiar, en sus relaciones sociales, o dentro de los Centros Espíritas, y verá que, mismo excluyendo a los demás, si hubiera personalmente cumplido esos preceptos, tal vez hubiese evitado disgustos, riñas, disensiones y muchas otras cosas en todos esos lugares.
Todo eso, muchas veces, sin mala fe, más apenas por falta de estar apercibido.
Así, una falta produjo otra y el resultado fue la caída.
Como señalé anteriormente, es necesario que estemos apercibidos, y tener la ley divina siempre presente, en todas las circunstancias de nuestra existencia planetaria.
Es verdad que habrá muchas excepciones entre los espíritas, que no tendrán de que acusarse.
Muchos habrá, sin embargo, que están incluidos en lo que acabo de decir.
Es casi perdonable que la Humanidad tenga dejado de cumplir lo que el Señor manda en su Evangelio, a pesar de que el juicio nuestro a respecto no la exime de la responsabilidad que contrajo.
Sin embargo, que entre los espíritas, en su mayoría, haya tan poca atención para el cumplimiento de la ley divina, proclamada por el Señor es una falta grave, que, si no procuramos remediar, acarreará a nuestro medio muchas preocupaciones y perturbaciones y será causa de nuevas expiaciones.
No puede ser vanamente que el Padre nos envió el mayor Espíritu que ya vino a la Tierra. Ni en vano que ese elevadísimo Espíritu fue ultrajado, después de haber probado su grande misión a través de sus hechos y de su doctrina.
No puede ser en vano que Allan Kardec y los Espíritus de Luz nos lo apuntaran como nuestro modelo. Él es el camino, la verdad y la vida. Fuera de sus enseñanzas no hay salvación posible.
Por eso, comprendiendo la importancia del Evangelio, Allan Kardec esclareció algunas parábolas y conceptos, para que estuviesen al alcance de todas las inteligencias, participando de esos esclarecimientos, de manera muy directa, elevados Espíritus, que dictaran comunicaciones de orden moral, tocándonos el alma.
De esa manera, si nosotros, espíritas, hiciéramos omisión de esas enseñanzas, de ahí resultando una falta de percepción moral en nuestro medio, no podremos culpar a nadie, si no a nosotros mismos, por nuestra propia indolencia y nuestra ingratitud.
Hay también la falta de reconocimiento de un hecho culminante, como la llegada del Señor a la Tierra, y del reconocimiento de su ley, de su abnegación, de su sacrificio y de su amor para con todos sus hermanos.
Si nuestra indiferencia es tanta, que apenas recordamos la ley proclamada y sellada con sangre en el Calvario, ¿Qué es lo que esperamos alcanzar? ¿Qué hará el espírita que se olvida de la ley? ¿En qué fuente beberá? ¿Dónde encontrará el consuelo de que necesita, para soportar los embates de la vida? ¿A quién apelará, cuándo se encuentre en lo más duro de las pruebas? ¿Quién le servirá de modelo?
Está probado, hasta la evidencia, que, si el Señor vino a la Tierra, fue para servimos de guía.
Y quien lo siga no se perderá en el camino de la existencia terrena.
Porque Él es el camino, la verdad y la vida.
Por eso, todo espírita ha de ser admirador del Maestro, debe estudiar sus palabras, su moral, su ley, sus sacrificios, su abnegación, su amor, su prudencia y, sobre todo, su elevadísima misión, ya que ésta contiene dos puntos esenciales, que son de importancia capital para el curso de nuestra existencia terrena.
Afirmé que era necesario conocer la ley divina para cumplirla.
Esta es la primera cosa que el espírita debe fijar en su mente, para seguir el camino de la justicia y del amor.
Mas hay, en la misión del Señor, otro objetivo de capital interés para el bien de nuestro espíritu; que es el consuelo, la resignación y la paciencia que Él, en su sacrificio nos puede inspirar.
Todos estamos en la Tierra para ser probados. Y muchos en expiación.
Se pasan, a veces, años en que la prueba no es lo suficientemente dura, ni la expiación es fuerte.
Pero, cuando la prueba es de aquellas que aploman el espíritu y la expiación es tan dolorosa que mal la soportamos, entonces es de gran utilidad recordar no sólo los mandamientos, también el sufrimiento y la resignación del Señor.
Debemos recordarlo, entonces, frente al tribunal de los escribas y fariseos; cuando estaba en la prisión; cuando le coronaron de espinos; cuando lo ataran a la columna y lo flagelaban; cuando llevaba la cruz a cuestas; cuando se vio desnudo y solo en el Calvario; cuando lo extendieron en la cruz y le clavaron los pies y las manos; cuando fue erguido en el madero, desfigurado, ensangrentado y en medio de tanta aflicción dio muestras de resignación y calma superiores, y aún de que amaba y perdonaba, como si hubiese sido tratado con el mayor respeto y consideración.
El recuerdo de esos grandes hechos nos inducirá a la resignación, a sufrir los grandes dolores sin quejarnos, a soportar las grandes pruebas con ánimo sereno.
Esto hará que procedamos como espíritas verdaderos.
Y no solamente podemos sacar provecho de esos recuerdos, más aún, si unimos al recuerdo el amor al Señor, la admiración y la súplica, identificándonos con Él, podremos recibir gran protección del Alto, y a veces hasta su propia influencia.
¿Porqué no? ¿No escuchó Él a la mujer pecadora? ¿No curó los ciegos, los mudos y los leprosos? ¿No hay ejemplos de que en los siglos pasados, muchos fueron amparados directamente por Él?
Los Apóstoles y los Mártires del cristianismo fueron protegidos por Él: Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, Pedro de Alcántara y muchos otros tuvieron la incomparable suerte de hablar con Él, de verlo, de recibir sus instrucciones y consuelos.
¿Y pensáis, por ventura, que ese elevadísimo Espíritu nos abandonó y está hoy indiferente a nuestras súplicas y a nuestras lágrimas?¿Acreditáis que Él, en su gloria, trata apenas de pasar el tiempo gozando de la bienaventuranza, sin practicar la sacrosanta caridad, que tanto practicó mientras estaba aquí?¿Acreditáis que Él solo se interesa por vivir entre Espíritus de gran luz, dejando abandonados a los que le amamos, a los que pensamos y confiamos en Él?¡No acreditéis en eso, hermanos! Él no abandonará a los seres que viven en la Tierra y que le tienen por ejemplo.
No abandonará a los que en Él confían, como no abandonara a los cristianos sinceros de todas las épocas.
Algunos dirán, consigo mismo, que en la Tierra no hay nadie digno de tanta protección.
¿Y por qué no? ¿Quién dejaría de visitar un criminal arrepentido, que suplicase protección, pidiese un consejo, una palabra de amor, una mirada de cariño?¿Quién dejaría de atender las súplicas de un enfermo, de un inválido, de una criatura perdida en un despoblado?¿Quién negaría la mano al que cae, al desfallecido, al moribundo? ¿Quién negaría un pedazo de pan al que muere de hambre, o un vaso de agua al que muere de sed, o no reventaría una ventana para proporcionar aire al que muere asfixiado? Pues si nosotros, siendo malos, no sabemos ni podemos negar nuestra protección en todos esos casos, cómo queréis que el Maestro de bondad Infinita, el Grande, que todo hizo por amor y abnegación, el que dice: «Dejad venir a mí los pequeñines, que de ellos es el Reino de los Cielos», el que dio salud a los enfermos, paz a los corazones afligidos, el que tanto sufrió para darnos ejemplo, ¿Cómo queréis que Él no nos oiga en nuestras súplicas? ¿Cómo podrá Él dejar de atenderlas, cuando parten de almas arrepentidas, que claman por misericordia y protección, si Él es amor, si es la caridad más pura que ya existió en nuestro planeta?
Qué es lo que somos nosotros, sino criminales arrepentidos, mujeres extraviadas que vuelven al redil, enfermos de cuerpo y espíritu, criaturas desamparadas en el desierto de la vida, que clamamos: «¡Señor, Señor, apiádanos de nosotros, que sucumbimos!» ¡Ah, mis hermanos, no dudéis! El Señor ama a la Humanidad terrena.
Él la quiere, trabaja con fervor por su progreso y protege a los que lo invocan con sinceridad. Tenemos ejemplos de lo que afirmamos, y todo aquel que sigue las pisadas del Señor, amándolo y cumpliendo sus leyes, podrá tenerlos también.
Por eso entendemos que el espírita ha de amar al Señor; debe admirarlo y seguirlo hasta donde le sea posible; en sus leyes y en sus ejemplos; pues así evitará caídas que podrán ser muy graves, y que le pueden acarrear la tribulación en esta vida y el sufrimiento en el espacio.