
¡Con cuánto sacrificio, con qué santa fruición celebré por vez primera el sacrificio de la misa! Yo nací para la vida religiosa, dulce y contemplativa.
¡Qué grato era para mí enseñar la doctrina a los pequeñuelos! Cuanto me deleitaba escuchar sus vocecitas, destempladas unas, chillonas otras, débiles aquéllas; pero agradables todas, porque eran puras como sus almas inocentes.
¡Oh, las tardes! ¡Las tardes de mi aldea viven siempre en mi memoria!
¡Cuánta ternura, cuánta poesía tenían para mí aquellos momentos, en que dejaba mi querido breviario y acompañado de mi fiel Sultán me dirigía al cementerio a rogar ante la Cruz de piedra por las almas de los fieles que dormían en torno a mi!
Los niños me seguían de lejos, y me esperaban a la puerta de la casa de los muertos; cuando terminaba mi oración salía de la mansión de la verdad y recordando las divinas palabras de Jesús, decía: «¡Vengan a mí los pequeñitos!», y un enjambre de chicuelos me rodeaba cariñosamente y me pedía que les contara cuentos. Yo me sentaba a la sombra de un venerable olivo.
Sultán se echaba a mis pies y los niños se entretenían, primero, en tirarle de las orejas a mi viejo compañero, que sufría resignado aquellas pruebas de infantil cariño y de alegre travesura. Yo les dejaba hacer, me complacía en verme rodeado de aquellas inocentes criaturas que me miraban con ingenua admiración, diciéndose unos a otros: «Juguemos al muerto con Sultán, que el Padre no nos riñe»; y mi pobre perro se dejaba arrastrar sobre la hierba, mereciendo al final, en premio de su condescendencia, que todos los chicos le dieran algo de su merienda; después, restablecida la calma, todos se sentaban en torno a mí y escuchaban atentamente el suceso milagroso que yo les contaba.
Sultán era el primero que daba la señal de marchar; se levantaba, inquietaba a los chicuelos con saltos y carreras y volvíamos todos juntos a nuestros pacíficos hogares; y así pasé muchos días, muchos meses de paz y de amor ignorando que hubiera criminales en el mundo.
Mas ¡ay! la muerte se llevó al padre Juan y entonces entré en propiedad de aquel curato, y nuevas atenciones vinieron a turbar el sueno de mis noches y el sosiego de mis días.
Sin darme cuenta de por qué, siempre había rehusado la confesión de los pecados de otro.
Encontraba una carga muy pesada el guardar secretos de los demás. Mi alma, franca e ingenua, se abrumaba con el peso de mil culpas y le asustaba aumentar la carga con los pecados de los demás. Mas la muerte del padre Juan me obligó a sentarme en el tribunal de la penitencia, o mejor dicho, de la conciencia humana, y entonces… ¡oh! entonces me horrorizó la vida.
¡Cuántas historias tristes…I ¡Cuántos desaciertos… ¡Cuántos crímenes…! ¡Cuánta iniquidad…!
Una noche, ¡oh! aquella noche jamás la olvidaré. Me preparaba para descansar, cuando Sultán se levantó inquieto, me miró atentamente, apoyó sus patas delanteras en el brazo de mi sillón y parecía decirme con su inteligente mirada: «No te acuestes, que alguien llega». Cinco minutos después sentí el galope de un caballo y pasados algunos momentos vino el viejo Miguel a decirme que me quería hablar un señor.
Salí a su encuentro y Sultán le olfateó sin demostrar el más leve contento, y se acostó a mis pies en actitud defensiva.
Parece que aún veo a mi visitante. Era un hombre de edad mediana, de semblante triste y de mirada sombría. Me miró y me dijo:
—Padre, ¿estamos solos?
—Sí, ¿qué queréis?
—Quiero que me escuchéis una confesión.
—¿Y a qué venís a buscarme cuando tenéis a Dios?
—Dios está muy lejos de nosotros, y yo necesito oír una voz más cercana.
—¿Y vuestra conciencia nada os dice?
—Pues porque escucho su voz vengo a buscaros. No me han engañado al decirme que erais enemigo de la confesión.
—Es verdad: el horror de la vida me abruma; no me gusta escuchar más que las confesiones de los niños, porque sus pecados hacen sonreír a los ángeles.
—Padre, escuchadme; porque es obra de caridad dar consejo al que lo pide.
—Hablad, y que Dios nos inspire a los dos.
—Prestadme toda vuestra atención. Hace algunos meses que, junto a las tapias del cementerio de la ciudad D… se encontró el cadáver de un hombre con el cráneo levantado. Se hicieron pesquisas para encontrar al asesino, y todo ha sido infructuoso. Últimamente se ha presentado un hombre en el Tribunal de Justicia y ha declarado ser él el matador del hombre que se halló muerto junto al cementerio.
Yo soy el juez de esa causa; la ley le condena a muerte, atendida su declaración, y yo no lo puedo condenar.
—¿Por qué?
—Porque sé que es inocente.
—¿Cómo, si se declara culpable?
—Pues yo os juro que no ha sido él el matador.
—¿Y cómo podéis jurarlo?
—Porque el asesino de ese hombre he sido yo.
—¿Vos…?
—Sí, padre, yo he sido; es una historia muy larga y muy triste; sólo os diré que tomé la venganza por mi mano y que de mi secreto depende el honor de mis hijos; pero mi conciencia no puede tolerar el firmar la sentencia de muerte de un hombre que me consta que no es culpable.
—¿Padece ese desgraciado alguna enajenación mental?
—No, no; su cabeza se encuentra perfectamente organizada. Apelé al recurso de decir que estaba loco; pero la ciencia médica me ha desmentido.
—Entonces no tengáis remordimiento en condenarle; que los remordimientos de otro crimen le habrán hecho dar ese paso; nadie entrega su vida a la justicia sin ser lo que se llama un asesino; iros tranquilo, cumplid con la justicia humana, que los remordimientos de ese desgraciado le han encargado de que se cumpla la divina. Yo os prometo hablar con ese infeliz, y para vuestro sosiego os diré lo que me confíe, y en cuanto a vos, no volváis a olvidar el quinto mandamiento de la ley de Dios que dice: «No matarás».
Mis presentimientos no me engañaron; cuando algunos días después hablé con el reo, cuando en sus últimos momentos le dije:
«¡Habla, que Dios te escucha!», entonces, anegado en lágrimas, me dijo:
«Padre mío, ¡qué triste es la vida del criminal! Hace diez años maté a una pobre joven, y su sombra me ha perseguido siempre; aún la veo, ¡aquí está entre los dos!
Me casé para ver si viviendo acompañado perdía aquel horror que me mataba lentamente; pero al ir a acariciar a mi esposa, ella se interponía, y su cara lívida ocultaba el semblante de mi compañera; cuando ésta tuvo el primer hijo, no era mi mujer la que tenía ante mis ojos el niño; era ella la que me lo presentaba. He viajado, me he lanzado a todos los vicios; ora me arrepentía y pasaba días y días en las iglesias, pero si estaba en los garitos ella pasaba junto a mí; si iba al templo ella se colocaba delante de todas las imágenes; y siempre ella… No sé por qué no he tenido valor para matarme, y al no encontrarse el matador de ese pobre hombre, di gracias a Dios, porque así podría morir acusándome del delito de su muerte.
—¿Y cómo no habéis declarado vuestro crimen anterior?
—Porque no hay pruebas convincentes, porque yo supe ocultar tan diestramente mi asesinato que no quedó el rastro más leve; pero lo que los hombres no han visto lo he visto yo. Aquí está ella, aquí, y parece que me mira con menos enojo. ¿No la ve usted, padre? ¿No la ve usted? ¡Ay! ¡Ay! ¡Qué ganas tengo de morir para dejar de verla!
En el instante de subir al patíbulo, me dijo el reo; «En lugar del verdugo está ella. Padre, pídale usted a Dios que no la vea después de morir, si es que se ven los muertos en la eternidad».
Para descansó del juez homicida, le dije a éste cuanto me había dicho el otro Caín, y al terminar mi relato me dijo tristemente: «¡Ay, padre!, ¿qué vale la justicia humana comparada con la justicia divina? La muerte de ese hombre, está vengada ante la sociedad; el reo quizá descansa en la eternidad, pero yo, ¡padre mío!, ¿dónde descansaré…?
Un año después entró el juez en un manicomio para no salir más de él; y yo… depositario de tantos secretos, testigo moral de tantos crímenes, confidente de tantas iniquidades, ¡vivo abrumado bajo el peso de las culpas humanas!
¡Oh, tranquilas tardes de mi aldea! ¿Dónde estáis? Ya no resuenan mis oraciones al pie de la cruz de piedra. ¿Dónde están aquellos niños que jugaban con Sultán? Este último ha muerto, los primeros han crecido… Ya son hombres… y quizá algunos de ellos criminales.
Dicen que soy bueno; muchos pecadores me vienen a contar sus cuitas; y veo que el remordimiento es el único infierno del hombre.
¡Señor, inspírame! ¡Guíame por el camino del bien, y ya que me entristezco por culpas ajenas, que no pierda la razón recordando las mías! Porque ¿qué hombre habrá en este mundo que no tenga remordimientos?
Amalia Domingo Soler