
En lo que a mí respecta, estos principios no existen solamente en teoría, puesto que los llevo a la práctica: hago el bien tanto como me lo permite mi posición; presto servicios cuando puedo; los pobres nunca fueron expulsados de mi casa ni tratados con dureza; por el contrario, siempre fueron recibidos con la misma benevolencia, a cualquier hora; jamás me quejé de los pasos que he dado para realizar algún beneficio; padres de familia han salido de prisión gracias a mis esfuerzos.
Por cierto, no me corresponde hacer el inventario del bien que he podido realizar; sin embargo, cuando pareciera que todo se olvida, considero que me es lícito traer a la memoria que mi conciencia me dice que nunca he hecho mal a nadie, que he practicado todo el bien que estuvo a mi alcance, y esto, lo repito, sin preocuparme de la opinión de nadie.
En ese sentido, tengo tranquila mi conciencia, y la ingratitud con que me han pagado en más de una ocasión no será motivo para que yo deje de practicarlo.
La ingratitud es una de las imperfecciones de la humanidad y, como ninguno de nosotros está exento de críticas, es preciso disculpar a los otros para que ellos también nos disculpen, a fin de que podamos decir como Jesucristo: Aquel que esté sin pecado, arroje la primera piedra.
Continuaré, pues, haciendo todo el bien que me sea posible, incluso a mis enemigos, porque el odio no me ciega; siempre les tenderé las manos para sacarlos de un precipicio, en caso de que se me ofrezca la ocasión.
Así entiendo la caridad cristiana, como una religión que nos prescribe retribuir el mal con el bien, y con mayor razón aún, que retribuyamos el bien con el bien.
Pero nunca entendería que nos prescribiese retribuir el mal con el mal.
(Pensamientos íntimos de Allan Kardec, registrados en un documento hallado entre sus papeles.)