Libertad, igualdad, fraternidad.

Estas tres palabras constituyen de por sí el programa de todo un orden social que habría de promover el más absoluto progreso de la humanidad, en caso de que el principio que ellas representan recibiera una aplicación integral. Veamos cuáles son los obstáculos que en el estado actual de la sociedad se oponen a eso y, ante el mal, busquemos el remedio.

La fraternidad, en la rigurosa acepción del término, resume todos los deberes recíprocos de los hombres; significa devoción, abnegación, tolerancia, benevolencia, indulgencia. Es la caridad evangélica por excelencia y la aplicación de esta máxima: “Obrar para con los otros como nos gustaría que los otros obraran para con nosotros”.

Su opuesto es el egoísmo.La fraternidad sostiene: “Uno para todos y todos para uno”. El egoísmo sostiene: “Cada uno para sí”. Como estas dos cualidades son la negación una de otra, es tan imposible para el egoísta obrar fraternalmente en relación con sus semejantes, como para un avaro ser generoso, así como para un hombre de pequeña estatura alcanzar el tamaño de un hombre alto.

Ahora bien, dado que el egoísmo es la llaga que predomina en la sociedad, mientras este impere soberanamente será imposible el reino de la verdadera fraternidad. Cada uno la querrá para su provecho, y no querrá practicarla en provecho de los otros, o si lo hiciere, será después de haberse asegurado de que no perderá nada.

Considerada desde el punto de vista de su importancia para el logro de la felicidad social, la fraternidad está en primera línea: es la base. Sin ella no podrían existir la igualdad ni la libertad auténtica.

La igualdad proviene de la fraternidad, y la libertad es consecuencia de las otras dos.

En efecto, supongamos una sociedad de hombres suficientemente desinteresados, buenos y benévolos para que vivan fraternalmente, sin que haya entre ellos privilegios ni derechos excepcionales, pues de otro modo no habría fraternidad. Tratar a alguien de hermano es tratarlo de igual a igual; es querer para él lo que se querría para uno mismo. En un pueblo de hermanos, la igualdad será la consecuencia de sus sentimientos, de la manera de obrar, y se establecerá por la fuerza misma de las circunstancias.

Pero ¿cuál es el enemigo de la igualdad? El orgullo.

Ese orgullo, que en todas partes busca la primacía y el dominio, que vive de privilegios y excepciones, puede soportar la igualdad social, pero no la implantará jamás, y la destruirá en la primera ocasión que se le presente. Ahora bien, dado que el orgullo es también una de las llagas de la sociedad, mientras no sea destruido pondrá obstáculos a la auténtica igualdad.

Hemos dicho que la libertad es hija de la fraternidad y de la igualdad.

Aludimos a la libertad legal y no a la libertad natural que, por derecho, es imprescriptible para toda criatura humana, desde el salvaje hasta el hombre civilizado. Al vivir como hermanos, con idénticos derechos y animados de un sentimiento de benevolencia recíproca, los hombres practicarán entre ellos la justicia y no tratarán de causarse daño alguno, de modo que no tendrán nada que temer unos de otros.

La libertad no ofrecerá ningún peligro, porque ninguno pensará en abusar de ella en perjuicio de sus semejantes.

Pero el egoísmo, que todo quiere para sí, y el orgullo, que siempre quiere dominar, ¿cómo habrían de darle la mano a la libertad que los destronaría? El egoísmo y el orgullo son, pues, los enemigos de la libertad, como lo son también de la igualdad y la fraternidad.

La libertad lleva implícita la confianza mutua. Ahora bien, no puede haber confianza entre personas dominadas por el sentimiento exclusivo de la personalidad. Al no poder cada una satisfacerse a sí misma si no es a costa de otros, todas están constantemente en guardia unas contra otras. Siempre temerosas de perder aquello a lo que denominan sus derechos, la dominación constituye la condición misma de su existencia, razón por la cual armarán continuamente celadas contra la libertad, y la reprimirán mientras puedan.

Esos tres principios son, pues, de conformidad con lo expuesto, solidarios entre sí y se prestan mutuo apoyo; sin su confluencia, el edificio social no estaría completo.

La fraternidad no puede ser practicada en toda su pureza si se excluye a las otras dos, del mismo modo que sin la igualdad y la libertad no existe la verdadera fraternidad.

La libertad sin la fraternidad equivale a dar rienda suelta a todas las pasiones malas, que a partir de entonces quedan sin freno. Con la fraternidad, el hombre no hace mal uso -por menor que sea- de su libertad: tal es el orden.

Sin la fraternidad, el hombre emplea la libertad para dar curso a todas sus torpezas: tal es la anarquía, el desenfreno. A eso se debe que las naciones más libres se vean obligadas a crear restricciones a la libertad.

La igualdad sin la fraternidad conduce a los mismos resultados, visto que la igualdad demanda la libertad. Con el pretexto de la igualdad, el pequeño rebaja al grande para tomar su lugar, y por su parte se vuelve tirano; todo se reduce a un cambio de lugar del despotismo.

¿Se sigue de ahí que hasta que los hombres no se encuentren imbuidos del sentimiento de la verdadera fraternidad, será necesario mantenerlos en estado de servidumbre? ¿Acaso las instituciones fundadas en los principios de igualdad y libertad no son aptas? Semejante opinión más que equivocada sería absurda. Nadie espera que un niño complete su crecimiento para enseñarle a caminar.

Por otra parte, ¿quiénes suelen tenerlos bajo su tutela? ¿Se trata de hombres de ideas elevadas y generosas, guiados por el amor al progreso? ¿Son hombres que aprovechan la sumisión de sus inferiores para desarrollar en ellos el sentido moral, y elevarlos poco a poco a la condición de hombres libres? No; se trata en su mayoría de hombres celosos de su poder, a cuya ambición y codicia otros hombres sirven de instrumentos más inteligentes que los animales; de modo que en vez de emanciparlos los conservan, durante el mayor tiempo posible, subyugados y en la ignorancia.

Pero ese orden de cosas cambia por sí mismo, gracias al poder irresistible del progreso. Algunas veces la reacción es violenta y tanto más terrible cuanto que el sentimiento de la fraternidad, imprudentemente reprimido, no consigue interponer su efecto moderador.

La lucha se establece entre los que quieren tomar el poder y los que quieren retenerlo; y de ahí resulta un conflicto que muchas veces se prolonga durante varios siglos.

Finalmente, se establece un equilibrio artificial. Las condiciones mejoran, pero se siente que las bases sociales no son sólidas; el suelo tiembla a cada paso porque aún no se ha establecido el reinado de la libertad y la igualdad bajo la égida de la fraternidad, y porque el orgullo y el egoísmo continúan empeñados en prevalecer por encima de los esfuerzos de los hombres de bien.

Vosotros, que soñáis con esa edad de oro para la humanidad, trabajad primero en la construcción de la base del edificio, antes de pensar en el coronamiento; dadle como cimiento la fraternidad en su más pura acepción. Pero para eso no basta con decretarla y escribirla en un emblema; es preciso que esté en el corazón, y no se cambia el corazón de los hombres por medio de decretos. Del mismo modo que para hacer que un campo produzca es necesario extraerle las piedras y los espinos, también aquí debéis trabajar sin descanso para extirpar los virus del orgullo y del egoísmo, porque en ellos está la causa de todo el mal, el verdadero obstáculo al reinado del bien.

Eliminad de las leyes, de las instituciones, de las religiones, de la educación, hasta los últimos vestigios de los tiempos de barbarie y privilegios, así como todas las causas que alimentan y desarrollan esos eternos obstáculos para el verdadero progreso, los cuales por así decirlo hemos bebido junto con la leche, y aspirado por todos los poros en la atmósfera social.

Sólo entonces los hombres comprenderán los deberes y los beneficios de la fraternidad; y al mismo tiempo se consolidarán por sí mismos, sin conmociones ni riesgos, los principios complementarios de la igualdad y la libertad.

¿Llegará a ser posible la destrucción del egoísmo y del orgullo? Respondemos a viva voz y con firmeza: SÍ. De lo contrario, sería establecer un tope para el progreso de la humanidad. El hombre crece en inteligencia: es un hecho indiscutible. No obstante, ¿habrá llegado al punto culminante más allá del cual no pueda seguir?

¿Quién osaría sostener esa tesis absurda? ¿Progresará en moralidad? Para responder esta pregunta basta con que se comparen las épocas de un mismo país.

¿Por qué habría este llegado al límite del progreso moral y no al del progreso intelectual? Su aspiración a un orden de cosas mejor es un indicio de la posibilidad de alcanzarlo.

Cabe a los hombres progresistas activar ese movimiento por intermedio del estudio y de la práctica de medios más eficaces.

 

 

Allan Kardec

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