Al considerar la Luna y los otros astros, ¿Quién no se ha preguntado si esos globos están habitados?

Antes que la Ciencia nos hubiese iniciado en la naturaleza de esos astros, se podía dudar; hoy, en el estado actual de nuestros conocimientos, por lo menos existe la probabilidad; pero a esta idea, verdaderamente seductora, se hacen objeciones extraídas de la propia Ciencia.

Se dice que la Luna parece no tener atmósfera, y quizás tampoco agua.

En Mercurio, dada su proximidad con el Sol, la temperatura media debe ser la del plomo fundido, de manera que, si hay allí plomo, debe correr como el agua de nuestros ríos.

En Saturno, es todo lo opuesto; no tenemos un término de comparación para el frío que debe reinar allí; la luz del Sol debe ser muy débil, a pesar de la reflexión de sus siete lunas y de su anillo, porque a esta distancia el Sol no debe parecer sino una estrella de primera magnitud. En tales condiciones, se pregunta si sería posible vivir allí.

No se concibe que semejante objeción pueda ser hecha por hombres serios.

Si la atmósfera de la Luna no ha podido ser percibida, ¿es racional inferir que no exista? ¿No puede estar formada por elementos desconocidos o lo suficientemente enrarecidos como para no producir refracción sensible? Diremos lo mismo del agua o de los líquidos allí existentes.

Con respecto a los seres vivos, ¿no sería negar el poder divino el creer imposible una constitución diferente de la que conocemos, cuando bajo nuestros ojos la providencia de la Naturaleza se extiende con una solicitud tan admirable hasta el más pequeño insecto, y da a todos los seres los órganos apropiados al medio en que deben habitar, ya sea el agua, el aire o la tierra, que estén sumergidos en la oscuridad o expuestos a la claridad del Sol? Si nosotros nunca hubiésemos visto peces, no podríamos concebir seres que viven en el agua; no nos haríamos una idea de su estructura.

¡Quién hubiera creído, hasta hace poco tiempo, que un animal pudiese vivir un tiempo indefinido en el seno de una piedra!

Pero sin hablar de estos extremos, ¿podrían existir en los hielos polares los seres que viven bajo el fuego de la zona tórrida?
Y no obstante en esos hielos hay seres que poseen un organismo para ese clima riguroso, y que no podrían soportar el ardor de un Sol vertical.

Por lo tanto, ¿por qué no admitiríamos que existan seres constituidos para vivir en otros globos y en un medio totalmente diferente del nuestro?

Seguramente, sin conocer a fondo la constitución física de la Luna, sabemos lo suficiente como para estar ciertos de que, tal como somos, no podríamos vivir allí, como tampoco podríamos hacerlo en compañía de los peces en el seno del océano. Por la misma razón, si los habitantes de la Luna pudiesen venir a la Tierra –ya que constituidos para vivir sin aire o en un aire muy enrarecido, tal vez completamente diferente del nuestro– se asfixiarían en nuestra atmósfera espesa, al igual que nosotros cuando caemos en el agua.

Una vez más, si no tenemos la prueba material y de visu de la presencia de seres vivos en otros mundos, nada prueba que no puedan existir con un organismo que sea apropiado a un medio o a un clima cualquiera.

Al contrario, el simple buen sentido nos dice que debe ser así, porque repugna a la razón creer que esos innumerables globos que circulan en el espacio no sean más que masas inertes e improductivas.

La observación nos muestra allí superficies accidentadas –como aquí– de montañas, valles, hondonadas, volcanes extintos o en actividad; ¿por qué entonces no existirían seres orgánicos? Está bien –dirán; que haya plantas y hasta animales, puede ser; pero seres humanos, hombres civilizados como nosotros, que conozcan a Dios, que cultiven las artes, las ciencias, ¿eso es posible?

Por cierto, nada prueba matemáticamente que los seres que habitan otros mundos sean hombres como nosotros, ni que estén más o menos avanzados que nosotros, moralmente hablando; pero cuando los salvajes de América vieron desembarcar a los españoles, tampoco sospechaban que más allá de los mares existía otro mundo que cultivaba las artes que les eran desconocidas.

La Tierra está salpicada de una innumerable cantidad de islas, pequeñas o grandes, y todo lo que es habitable es habitado; no surge una roca en el mar sin que el hombre haya plantado al instante su bandera. ¿Qué diríamos si los habitantes de una de las más pequeñas de esas islas, conociendo perfectamente la existencia de otras islas y continentes, pero no habiendo tenido jamás relaciones con sus habitantes, se creyesen los únicos seres vivos del globo? Nosotros les diríamos: ¿Cómo podéis creer que Dios ha hecho el mundo sólo para vosotros? ¿Por qué extraña peculiaridad vuestra pequeña isla, perdida en un rincón del océano, tendría el privilegio de ser la única habitada?

Lo mismo podemos decir de nosotros con respecto a otras esferas. ¿Por qué la Tierra –pequeño globo imperceptible en la inmensidad del Universo, que no se distingue de los otros planetas ni por su posición, volumen o estructura, porque no es el menor ni el mayor, ni está en el centro o en los extremos–, por qué, digo, sería entre tantas otras la única residencia de seres racionales y pensantes? ¿Qué hombre sensato podría creer que esos millones de astros que brillan sobre nuestras cabezas sólo han sido hechos para recrear nuestra visión?

Entonces, ¿Cuál sería la utilidad de esos otros millones de globos imperceptibles a simple vista y que ni siquiera sirven para alumbrarnos? ¿No habría orgullo y a la vez impiedad en pensar que debe ser así? A los que les importa poco la impiedad, les diremos que es ilógico.

Por lo tanto, con un simple razonamiento que muchos otros han hecho antes que nosotros, hemos arribado a la conclusión de la pluralidad de los mundos, y este razonamiento se encuentra confirmado por las revelaciones de los Espíritus.

En efecto, ellos nos enseñan que todos esos mundos están habitados por seres corporales apropiados a la constitución física de cada globo; que entre los habitantes de esos mundos los hay más o menos avanzados que nosotros, desde el punto de vista intelectual, moral e incluso físico.

Además, hoy sabemos que podemos entrar en relación con ellos y obtener de los mismos informaciones sobre su estado; también sabemos que no sólo todos los globos están habitados por seres corporales, sino que el espacio está poblado de seres inteligentes, invisibles para nosotros a causa del velo material arrojado sobre nuestra alma, y que revelan su existencia por medios ocultos o patentes.

De esta manera, todo está poblado en el Universo, la vida y la inteligencia están por todas partes: en los globos sólidos, en el aire, en las entrañas de la Tierra y hasta en las profundidades etéreas.

¿Hay en esta Doctrina algo que repugne a la razón? ¿No es a la vez grandiosa y sublime? Ella nos eleva de nuestra propia pequeñez, muy diferentemente de ese pensamiento egoísta y mezquino que nos coloca como los únicos seres dignos de ocupar el pensamiento de Dios.


Júpiter y algunos otros mundos

Antes de entrar en los pormenores de las revelaciones que los Espíritus nos han hecho sobre el estado de los diferentes mundos, veamos a qué consecuencia lógica podremos llegar por nosotros mismos y únicamente mediante el razonamiento.

Quiérase ahora remitirse a la Escala espírita que hemos dado en el número anterior; a las personas que deseen seriamente profundizarse en esta nueva ciencia, les pedimos que estudien con cuidado ese cuadro, compenetrándose bien del mismo; allí encontrarán la clave de más de un misterio.

El mundo de los Espíritus está compuesto por almas de todos los humanos de esta Tierra y de otras esferas, despojadas de los lazos corporales; de la misma manera, todos los humanos están animados por los Espíritus encarnados en ellos.

Por lo tanto, hay solidaridad entre estos dos mundos: los hombres tendrán las cualidades y las imperfecciones de los Espíritus a los cuales están unidos; los Espíritus serán más o menos buenos o malos según los progresos que hayan hecho durante su existencia corporal.

Estas pocas palabras resumen toda la Doctrina.

Como los actos de los hombres son el producto de su libre albedrío, llevan el sello de la perfección o de la imperfección del Espíritu que los practique.

Por lo tanto, nos será muy fácil hacernos una idea del estado moral de cualquier mundo, según la naturaleza de los Espíritus que lo habiten; de cierto modo, podríamos describir su legislación, trazar el cuadro de sus usos, costumbres y de sus relaciones sociales.

Supongamos, pues, un globo exclusivamente habitado por Espíritus de la novena clase: por Espíritus impuros, y transportémonos hacia allá a través del pensamiento.

Allí veremos todas las pasiones desencadenadas y sin freno; el estado moral en el último grado de embrutecimiento; la vida animal en toda su brutalidad; ausencia de lazos sociales, porque cada uno vive y obra solamente para sí mismo y para satisfacer sus apetitos groseros; allí reina el egoísmo como soberano absoluto, llevando en su séquito el odio, la envidia, los celos, la codicia y el crimen.

Pasemos ahora a otra esfera, donde se encuentran Espíritus de todas las clases del tercer orden: Espíritus impuros, Espíritus ligeros, Espíritus pseudosabios, Espíritus neutros.

Sabemos que en todas las clases de este orden el mal predomina; pero sin tener el pensamiento del bien, el del mal decrece a medida que se aleja del último rango.

El egoísmo es siempre el móvil principal de las acciones, pero las costumbres son más suaves, la inteligencia más desarrollada; el mal se encuentra un poco enmascarado, adornado y maquillado.

Estas mismas cualidades negativas engendran otro defecto: el orgullo; porque las clases más elevadas son bastante esclarecidas como para tener conciencia de su superioridad, pero no lo suficiente como para comprender lo que les falta; de ahí su tendencia a la esclavitud de las clases inferiores o de las razas más débiles que tienen bajo su yugo. Al no tener el sentimiento del bien, sólo poseen el instinto del yo y ponen su inteligencia al servicio de la satisfacción de sus pasiones.

En una sociedad de ese tipo, si domina el elemento impuro aplastará al otro; en el caso contrario, los menos malos buscarán destruir a sus adversarios; en todos los casos, habrá lucha, lucha sangrienta, lucha de exterminio, porque son dos elementos que tienen intereses opuestos.

Para proteger los bienes y las personas, han de necesitarse leyes; pero estas leyes serán dictadas por el interés personal y no por la justicia; es el fuerte que las hará en detrimento del débil.

Ahora supongamos un mundo donde, entre los elementos malos que acabamos de ver, se encuentren algunos del segundo orden; entonces, en medio de la perversidad veremos aparecer algunas virtudes.

Si los buenos están en minoría, serán víctimas de los malos; pero a medida que aumente su preponderancia, la legislación será más humana, más equitativa y la caridad cristiana no será para todos una letra muerta.

De esta misma situación ha de nacer otro vicio. A pesar de la guerra que los malos declaren sin cesar a los buenos, aquellos no pueden dejar de estimarlos en su fuero interno; al ver el ascendiente de la virtud sobre el vicio, y al no tener la fuerza ni la voluntad de practicarla, tratarán de parodiarla, de ponerse la máscara, surgiendo de ahí los hipócritas, tan numerosos en toda sociedad donde la civilización es imperfecta.

Continuemos nuestro recorrido a través de los mundos, y detengámonos en éste, que nos dará un poco de reposo del triste espectáculo que acabamos de ver.

Solamente está habitado por Espíritus del segundo orden. ¡Qué diferencia! El grado de depuración al que han llegado excluye entre ellos todo pensamiento del mal, y sólo esto nos da la idea del estado moral de este lugar dichoso.

Ahí la legislación es muy simple, porque los hombres no tienen que defenderse unos de otros; nadie quiere el mal para su prójimo; nadie se apodera de lo que no le pertenece; nadie busca vivir en detrimento de su vecino.

Todo refleja benevolencia y amor; como los hombres no buscan de forma alguna perjudicarse, no existe el odio; el egoísmo es desconocido, y la hipocresía no tendría objeto.

Sin embargo, allí no reina la igualdad absoluta, porque la igualdad absoluta supone una perfecta identidad entre el desarrollo intelectual y el moral; ahora bien, a través de la escala espírita vemos que el segundo orden comprende varios grados de desarrollo; por lo tanto, habrá en ese mundo desigualdades, porque unos serán más avanzados que otros; pero como entre ellos sólo existe el pensamiento del bien, los más elevados no concebirán el orgullo, ni los otros los celos. El inferior comprende el ascendente del superior y a él se somete, porque este ascendente es puramente moral y nadie lo utiliza para oprimir.

Las consecuencias que extraemos de este cuadro, aunque presentadas de una manera hipotética, no dejan de ser perfectamente racionales, y cada uno puede deducir el estado social de cualquier mundo según la proporción de los elementos morales del que se supone compuesto.

Abstracción hecha de la revelación de los Espíritus, hemos visto que todas las probabilidades son para la pluralidad de los mundos; ahora bien, no es menos racional pensar que no todos están en el mismo grado de perfección y que, por eso mismo, nuestras suposiciones pueden muy bien ser realidades.

Nosotros no conocemos sino uno de manera efectiva: el nuestro.

¿Qué rango ocupa el mismo en esta jerarquía? ¡Ay! Basta considerar lo que aquí pasa para ver que está lejos de merecer el primer rango, y estamos convencidos de que al leer estas líneas ya se le ha marcado su lugar.

Cuando los Espíritus nos dicen que nuestro mundo se encuentra, si bien no en la última categoría, por lo menos entre las últimas, el simple buen sentido nos dice que desgraciadamente ellos no se equivocan; tenemos mucho que hacer para elevarlo al rango del que hemos descrito en último lugar, y teníamos mucha necesidad de que el Cristo viniera a mostrarnos el camino.

En cuanto a la aplicación que podemos hacer de nuestro razonamiento con referencia a los diferentes globos de nuestro torbellino planetario, tenemos la enseñanza de los Espíritus; ahora bien, para el que sólo admite pruebas palpables, seguramente que su aserción, en este aspecto, no tiene la certeza de la experimentación directa.

Sin embargo, ¿no aceptamos con confianza todos los días las descripciones que los viajeros nos hacen de regiones que nosotros nunca hemos visto? Si sólo debiésemos creer en lo que vemos, no creeríamos gran cosa.

Lo que aquí da un cierto peso a lo que dicen los Espíritus, es la correlación que existe entre ellos, por lo menos en cuanto a los puntos principales.

Para nosotros, que hemos sido cien veces testigos de esas comunicaciones, que hemos podido apreciarlas en sus mínimos detalles, que hemos escrutado al fuerte y al débil, y observado las similitudes y las contradicciones, encontramos allí todos los caracteres de la probabilidad; sin embargo, solamente las damos con la reserva de verificación ulterior y a título de información, para las cuales cada uno será libre de dar la importancia que juzgue conveniente.

Según los Espíritus, el planeta Marte estaría aún menos adelantado que la Tierra; los Espíritus allí encarnados parecerían pertenecer casi exclusivamente a la novena clase, a la de los Espíritus impuros, de modo que el primer cuadro que hemos dado más arriba sería la imagen de este mundo.

Varios otros pequeños globos están, con diferencia de algunos matices, en la misma categoría.

Luego vendría la Tierra; la mayoría de sus habitantes pertenece indiscutiblemente a todas las clases del tercer orden, y una parte muy reducida a las últimas clases del segundo orden.

Los Espíritus superiores –de la segunda y de la tercera clase– cumplen algunas veces aquí una misión de civilización y progreso, en donde son excepciones.

Mercurio y Saturno vienen después de la Tierra. La superioridad numérica de los Espíritus buenos les da la preponderancia sobre los Espíritus inferiores, de donde resulta un orden social más perfecto, con relaciones menos egoístas y, por consecuencia, con una condición de existencia más feliz.

La Luna y Venus son más o menos del mismo grado y, en todos los aspectos, más adelantados que Mercurio y Saturno. Juno 70 y Urano serían aún superiores a estos últimos.

Ha de suponerse que los elementos morales de estos dos planetas están formados por las primeras clases del tercer orden y en gran mayoría por Espíritus del segundo orden.

Los hombres son allí infinitamente más felices que en la Tierra, en razón de que no tienen que sostener las mismas luchas, ni soportar las mismas tribulaciones, y no están expuestos a las mismas vicisitudes físicas y morales.

De todos los planetas, el más adelantado en todos los aspectos es Júpiter. Allí, es el reino exclusivo del bien y de la justicia, porque sólo existen Espíritus buenos.

Puede hacerse una idea del estado feliz de sus habitantes por el cuadro que hemos dado de un mundo enteramente habitado por Espíritus del segundo orden.

La superioridad de Júpiter no está solamente en el estado moral de sus habitantes; está también en su constitución física.

He aquí la descripción que nos ha sido dada de ese mundo privilegiado, donde encontramos a la mayoría de los hombres de bien que han honrado nuestra Tierra por sus virtudes y talentos.

La conformación del cuerpo es aproximadamente la misma que en la Tierra, pero menos material, menos denso y de un peso específico más bajo. Mientras que aquí nos arrastramos penosamente, el habitante de Júpiter se transporta de un lugar a otro deslizándose por la superficie del suelo, casi sin fatiga, como el pájaro en el aire o el pez en el agua. Como la materia que forma su cuerpo es más depurada, se disipa después de la muerte sin ser sometida a la descomposición pútrida.

Allí no se conoce la mayoría de las enfermedades que nos afligen, sobre todo las que tienen su origen en los excesos de todos los géneros y en la devastación de las pasiones.

La alimentación está en relación con ese organismo etéreo; no sería lo suficientemente substancial para nuestros estómagos groseros, y la nuestra sería demasiado pesada para ellos; se compone de frutas y de plantas, y además extraen de algún modo la mayor parte en el medio ambiente del cual aspiran las emanaciones nutritivas.

La duración de su existencia es proporcionalmente mucho mayor que en la Tierra; el promedio equivale a alrededor de cinco de nuestros siglos. El desarrollo es también allí mucho más rápido, y la infancia dura apenas algunos de nuestros meses.

Bajo esta leve envoltura los Espíritus se desprenden fácilmente y entran en comunicación recíproca a través del pensamiento, sin excluir, no obstante, el lenguaje articulado; también la segunda vista es para la mayoría una facultad permanente; su estado normal puede ser comparado al de nuestros sonámbulos lúcidos; es por eso que se manifiestan a nosotros más fácilmente que aquellos que están encarnados en mundos más groseros y más materiales.

La intuición que tienen de su futuro y la seguridad que les da una conciencia exenta de remordimientos hacen que la muerte no les cause ninguna aprehensión; la ven llegar sin temor y como una simple transformación.

Los animales no están excluidos de este estado progresivo, sin por ello aproximarse al del hombre, incluso bajo el aspecto físico; su cuerpo, más material, se mantiene en el suelo, como nosotros en la Tierra. Su inteligencia es más desarrollada que la de los nuestros; la estructura de sus miembros se ajusta a todas las exigencias del trabajo; son los encargados de la ejecución de las labores manuales; son los servidores y los peones: las ocupaciones de los hombres son puramente intelectuales. El hombre es para ellos una divinidad, pero una divinidad tutelar que no abusa de su poder para oprimirlos.

Los Espíritus que habitan en Júpiter, generalmente se complacen bastante cuando consienten en comunicarse con nosotros sobre la descripción de su planeta, y cuando les preguntamos la razón, ellos responden que es para inspirarnos el amor al bien en la esperanza de ir allá un día.

Es con ese objetivo que uno de ellos, que ha venido a la Tierra con el nombre de Bernard Palissy –el célebre alfarero del siglo XVI–, ha emprendido espontáneamente, y sin haber sido solicitado a ello, una serie de dibujos tan notables por su singularidad como por el talento de ejecución, y destinado a hacernos conocer, hasta en los más mínimos detalles, ese mundo tan extraño y tan nuevo para nosotros.

Algunos retratan personajes, animales, escenas de la vida privada; pero los más notables son aquellos que representan viviendas, verdaderas obras maestras de las que no existe en la Tierra algo que podría darnos una idea, porque no se parecen a nada de lo que conocemos; es un género de arquitectura indescriptible, tan original y armonioso, de una ornamentación tan rica y graciosa, que desafía a la más fecunda imaginación.

El Sr. Victorien Sardou, joven literato de nuestra amistad, lleno de talento y de futuro, pero de ninguna manera dibujante, le ha servido de intermediario. Palissy nos ha prometido la continuación que, de algún modo, nos dará la monografía ilustrada de ese mundo maravilloso.

Esperemos que esa curiosa e interesante compilación, sobre la cual volveremos en un artículo especial dedicado a los médiums dibujantes, pueda un día ser entregada al público.

A pesar del cuadro atrayente que nos ha sido dado, el planeta Júpiter no es el más perfecto entre los mundos.

Existen otros –desconocidos para nosotros– que son muy superiores en lo físico y en lo moral, y cuyos habitantes gozan de una felicidad aún más perfecta; allá es la morada de los Espíritus más elevados, cuya envoltura etérea no tiene nada de las propiedades conocidas de la materia.

Se nos ha preguntado varias veces si pensamos que la condición del hombre en este mundo es un obstáculo absoluto para que él pueda pasar de la Tierra a Júpiter sin intermediación.

A todas las cuestiones que se relacionen con la Doctrina Espírita, nunca responderemos según nuestras propias ideas, ante las cuales estamos siempre precavidos. Nos limitamos a transmitir la enseñanza que nos ha sido dada, enseñanza que de ninguna manera aceptamos a la ligera o con un entusiasmo irreflexivo.

A la cuestión anterior responderemos claramente, porque ése es el sentido formal de nuestras instrucciones y el resultado de nuestras propias observaciones: SÍ, al dejar la Tierra el hombre puede ir inmediatamente a Júpiter, o a un mundo análogo, porque no es el único de esta categoría. ¿Puede tener la certeza de esto? NO. Él puede ir allí, porque existen en la Tierra –aunque en pequeño número– Espíritus lo suficientemente buenos y desmaterializados como para no ser desplazados a un mundo donde el mal no tiene ningún acceso.

No tiene la certeza, porque puede hacerse ilusiones sobre su mérito personal y porque puede, además, tener otra misión que cumplir.

Los que pueden esperar este favor no son seguramente los egoístas, ni los ambiciosos, avaros, ingratos, celosos, orgullosos, vanidosos, hipócritas, ni los sensualistas, ni ninguno de los que están dominados por el amor a los bienes terrestres; a ésos aún serán necesarias, quizás, largas y duras pruebas. Esto depende de su voluntad.

Allan Kardec


REVISTA ESPÍRITA PERIÓDICO DE ESTUDIOS PSICOLÓGICOS Año I – Marzo de 1858 – Nº 3