-¡Qué hermosa mañana…! ¡Mamá! ¡Papá! ¿No estáis vestidos todavía?
-Muchacho -le dijo su padre, -tu madre ha pasado muy mala noche, y ahora está descansando, no alborotes.
-¿Y me quedaré sin paseo, sin almuerzo al aire libre y sin historia? Eso no puede ser.
-Vaya si podrá ser; saldrás conmigo: Por complacerte, te acompañaré a la fuente que tú quieras, beberemos un buen vaso de agua fresquita y así se nos aumentará el apetito, y volveremos a casa con más hambre que veinte cesantes juntos; tu madre ya estará levantada y almorzaremos en paz y en gracia de Dios y mañana será otro día.
-No me conformo; yo quiero que mamá se levante.
-Eres muy exigente; pues yo no quiero que se levante.
-No os enfadéis; haya paz entre los príncipes cristianos, como dicen los predicadores católicos -dijo la señora, saliendo de su alcoba, a medio vestir, y abrazando a su esposo y a su hijo.
-Siempre serás la misma, siempre te dejarás gobernar por este muchacho tan malcriado.
-No te enfades, hombre, no te enfades; ¿A quién mejor puedo complacer que a mi hijo?
-Sí, papá, no te pongas serio conmigo. Anda, mamá, anda; vístete pronto y vámonos por esos campos de Dios.
Poco después salieron los tres y pasearon por el bosque, almorzaron, y junto a una fuente se sentaron muy contentos, en particular el niño, que tan pronto acariciaba a su padre como a su madre diciendo alegremente: “¡Qué bien se está en el campo!
¡Nunca me pude figurar que no teniendo compañeros de mi edad estuviera tan divertido y me parecieran los días tan cortos, deseando siempre que llegue mañana!”
-Pues, es muy natural lo que te sucede -dijo el padre.
-Ya lo creo -replicó la madre, -como que todo el año estás en el colegio, menos el corto plazo de las vacaciones; no disfrutas de nuestro cariño, que es inmenso.
-¿Y por qué me tenéis en el colegio? Yo, creo, mamá, que aprendo más una hora hablando contigo, que toda una semana hablando con el maestro; y si es con papá, me sucede lo mismo: cuando me habla de Historia Natural, de Geometría, de Aritmética y de cuanto me enseñan en el colegio, le entiendo a él mucho mejor que a los profesores.
-Por una temporadita todo marcha bien; pero después los niños tomáis demasiada confianza y se pierde todo lo ganado; los padres no servimos para enseñar.
-Ni las madres tampoco; el amor no es buen maestro.
-¿Qué dices, mamá?
-Lo que oyes.
-Las madres y los padres somos demasiados indulgentes; ¿No ves que somos los que más y mejor queremos en la Tierra? Está demostrado que el hombre más rudo y degradado se regenera ante la cuna de su hijo; cuenta, creo que Catalina, que conocía a un borracho incorregible, que vivía en una de las buhardillas de su casa, que diariamente se embriagaba y diariamente daba una paliza a su pobre mujer, que sufría en silencio la brutalidad de su marido. En aquel hogar, sin fuego, nació un niño, y el borracho se quedó asombrado mirando a su hijo, sin dejar por esto de apalear a su compañera; mas llegó una noche en ocasión que la pobre mujer tenía al niño dormido en sus brazos, y como estaba tan acostumbrada a los malos tratos de su marido, instintivamente cubrió al pequeñuelo con su delantal y con sus brazos, y le dijo a su esposo: “¿Qué té pasa? Acaba de una vez” y el borracho, apoyando el dedo índice en sus labios, murmuró: “¡No, no; hoy no quiero pegarte, que se despertaría el niño!”.
-¡Ay, qué bonito es eso, mamá…!
-Tienes razón, hijo mío -dijo el padre muy conmovido-. Se quiere a los hijos sobre todas las cosas de este mundo; por eso dice tu madre muy bien: “El padre no es buen maestro”.
-Ni la madre es buena maestra, porque es demasiado indulgente; y si no, Bartrina, que era un Espíritu tan desengañado, tan enemigo de sensiblerías, mira lo que refiere pintando el amor de una madre.
-¿Qué dice, mamá? ¿Qué dice?
-Que un joven tenía una novia tan celosa y tan exigente, que le dijo un día a su prometido: “Creo que a tu madre la quieres más que a mí, y no me casaré contigo si no matas a tu madre y me traes su corazón”; y el joven, ciego por su pasión loca, mató a su madre, le arrancó el corazón y echó a correr para llevar a su amada el sangriento presente; mas en su vertiginosa carrera se cayó y le dijo el corazón de su madre: “¿Te has hecho daño hijo mío…?”
-¡Ay, mamá! ¡Qué grande es el amor maternal!
-En la Tierra no hay otro que le iguale; el padre educa, el padre instruye, al padre aconseja; ¡La madre ama! Ama incondicionalmente; tanto le da que su hijo sea un santo o un criminal; ella no sabe más que amarle, mejor dicho, sólo quiere amarle; el padre, a veces, si su hijo es un miserable, le delata a la justicia para que ésta le castigue y le haga entrar por vereda y le impida cometer nuevos desaciertos; la madre no delata nunca a su hijo, y madre ha habido que le ha dicho a su hijo: “¡Huye! ¡Sálvate!
Dame esa arma homicida y yo apareceré como la única culpable”.
-¿Y ha habido hijo que lo ha consentido?
-Sí; hay hombres que son peores que las fieras.
-¡Ay! ¡Qué desgracia tan grande será el nacer malo!
-Sí, hijo mío; no cabe mayor infortunio.
-Lo que yo no comprendo, es cómo Dios consiente que esos seres tan malos tengan madres tan buenas…
-Porque los enfermos más graves son los que necesitan los mejores médicos, y un criminal es un enfermo gravísimo, es un ciego que no llegaría a ver la luz si no tuviera quién le amara. ¿Te acuerdas el año pasado, cuando estuvimos visitando aquel Penal de mujeres? Tú me digistes, mirando a una señora que estaba bordando junto a un balcón: “Mamá, ¿Cómo está aquí esta señora? ¡Si tiene cara de santa!” Y yo te dije: “¡Quién sabe si lo será!”
-Sí, sí que me acuerdo.
-Pues, no te equivocabas en tu juicio; aquella mujer, criada en la opulencia, rodeada de todas las comodidades y de todos los honores, casada, y madre de un libertino, de un desequilibrado, de un malgastador, que mató a disgustos a su padre y arruinó completamente a su madre, coronó su obra robando y matando a un rico banquero, y su madre hizo huir al matador, y con el puñal ensangrentado se presentó al juez, diciendo: “Yo soy la culpable; mi hijo necesitaba oro; yo no tenía ya nada que vender ni que empeñar; quería que él se fuera lejos, muy lejos, para que así no deshonrara el ilustre apellido de su padre, y robé y maté para salvar a mi hijo; él ya está lejos; aquí estoy yo”.
La justicia, como es muy natural, se apoderó de ella; la familia del banquero asesinado empleó toda su influencia para conseguir lo que consiguió, que la matadora sufriera la condena de prisión perpetua, y ella entró en la Galera tranquila y serena.
Como era tan buena, sus carceleras y sus compañeras decían siempre: “Esta mujer ha mentido; esta mujer no es criminal; no puede ser, es imposible que lo sea”. Y hace más de un mes que cayó enferma, y al médico y al confesor les dijo: “Voy a morir, y no quiero mentir en mis últimos momentos; y además, hago esta confesión porque no sé dónde está mi hijo, y no lo sé, porque le dije: No me digas nunca dónde estás, no sea que en un momento de delirio pueda perderte; sírvate mi sacrificio de ejemplo para saber hasta dónde llega el heroísmo de una madre”; y murió aquella, infeliz rodeada de sus compañeras, que decían a voz en grito: “¡Era una santa! ¡Era una santa…!”
-Sí que lo fue; ¿Y tú qué dices, hijo mío?
-¡Ah, papá de mi alma! Yo pienso en el hijo y no sé qué siento por él.
-Compadécete hijo mío, compadécete; su madre, si pecó, pecó por amor; es verdad que dejó libre a un criminal; pero, ¡Ay!, ese criminal lo había llevado escondido en sus entrañas; había recibido su primera sonrisa, su primera mirada; había escuchado esa frase divina que suena en el oído de las madres más armoniosamente que todos los cantos de los ruiseñores, cuando él le dijo: “¡Mamá! ¡Mamá…!” Había sostenido sus primeros pasos; le había enseñado a rezar; le había preguntado: “¿Dónde está Dios, hijo mío?” Y el niño había extendido su diestra y señalado al cielo había dicho:
“¡Allí! ¡Allí…!” Aquella mano, luego, con el transcurso de los años, se había levantado armado de un puñal; más para su madre no existía el asesino, no existía más que su hijo, aquel niño que tantas veces se había refugiado en sus brazos, ¡Y salvó a su hijo…!
-Bien dices, mamá, bien dices, que sólo las madres saben amar.
-Sí, hijo mío; en la Tierra, madre y amor son sinónimos.
“Todo ama en la creación -decía Víctor Hugo;- de tal modo, que, si no existiera el amor, se apagaría el Sol.” Y es la verdad; la generalidad no cree que es amor más que el lazo que une al hombre y a la mujer, lazo por el cual se crea la familia, y el amor tiene tantas y tantas demostraciones, que éstas son innumerables; ¿Acaso pueden contarse las gotas de rocío y los granos de arena que hay en los arenales? No; pues tampoco se pueden contar las manifestaciones del amor, porque todo ama, desde los astros hasta los insectos. Creo que fue Flammarión el que dijo que “La atracción es el amor de los mundos, y el amor es la atracción de las almas”.
-¿Y cómo, reinando el amor, los hombres cometen tantos crímenes?
-¿Y acaso sabemos nosotros lo que aumentaría la criminalidad si el amor no reinara en la Tierra?
-También tienes razón.
-¿Tú sabes el gran papel que desempeñan las madres en este mundo? Por regla general, los criminales más empedernidos han nacido en medio del arroyo; se han criado en la inclusa; más tarde, en el hospicio; después…, en la calle… Luego, en la cárcel han completado su educación, y en el presidio se han doctorado.
-¡Infelices…! ¡Ay, qué feliz soy yo de haber nacido entre vosotros!
Y el niño abrazó a sus padres llorando de alegría.
-Sí, hijo mío, bien puedes llamarte dichoso; tu padre y yo no tenemos otra aspiración que educarte, que instruirte, que hacerte amar todo cuanto te rodea, porque amando serás bueno y la sabiduría te vendrá por añadidura, como premio a tu amor al prójimo.
-Y mañana, ¿Sobre qué hablarás?
-Sobre la caridad, que es una hija predilecta del amor.
-¿Y se practica la caridad, mamá?
-Sí, hijo mío; a medias.
-¿A medias?
-Sí, a medias, porque a su sombra se hacen muy malas obras; pero es aquello: “Del agua vertida alguna recogida”, y “Más vale algo que nada”.
-Yo quiero que tú me enseñes a ser caritativo de verdad.
-Descuida, de eso se encargará tu padre; ya irás con él a visitar pobres vergonzantes, y allí aprenderás a llorar con los que lloran.
-¡Ah!, sí sí; y entonces en vez de contarme tú historias, yo te las contaré a ti.
Amalia Domingo Soler
Relatos para Todos
2 julio, 2020