
Recuerdo que dijo un poeta:
«Mientras exista una mujer hermosa, ¡habrá poesía!»
Y yo creo que debe decirse:
Mientras existan almas que se amen, ¡habrá poesía!
Porque el amor, semejante al sol y al viento, lo mismo penetra en el regio alcázar que en la humilde choza, su influencia la sienten todos los habitantes de la Tierra, aun en medio de las mayores torturas, y de esto me acabó de convencer y persuadir la conversación que tuve con una pobre mujer de la cual me he ocupado en varios artículos, porque su triste historia da suficiente para escribir muchos tomos en folio.
Juana vino a contarme sus cuitas hace algunos días y yo le dije:
-Parece hasta imposible que puedas sufrir tanto, porque cada día trae un nuevo dolor.
-Ya lo puede usted decir; gracias que él me sostiene con sus palabras, con sus consejos. ¡Ay, si no fuera por él!, ¿dónde estaría yo?
-Y, ¿quién es él?
-¡Toma! Pues mi marido.
-¡Tu marido!… ¿Pues, no se suicidó?
-Sí, señora, que se ahorcó; pero… no se ría usted de lo que voy a contarle, porque es tan cierto y tan verdad, como lo es que usted y yo estamos hablando aquí.
-No temas que me burle.
-Así lo creo; pues, verá usted: él y yo nos casamos enamoradísimos, nos queríamos con delirio; él no podía estar sin mí, ni yo sin él; jamás tuvimos una riña: si había un pan él lo partía y me daba la mayor parte, diciendo:
-Come, come, que yo soy más fuerte que tú, y no necesito tanto alimento. Tengo más resistencia física.
Nuestros seis hijos eran su encanto, pero yo sobre todo, para él, era la más hermosa de todas las mujeres. Cuando me apuraba porque él no tenía trabajo, siempre me decía:
-Mujer, ten paciencia, hazte cargo que la desgracia es como una tormenta: se pone el cielo muy negro, llueve, relampaguea, truena, caen rayos, y luego sale el sol y todo recobra nueva vida. Pues lo mismo nos sucede a los pobres, viene una temporada sin trabajo, se empeña lo poco que hay, se vende lo que estorba, se ayuna aunque no se esté en cuaresma; pero si un matrimonio se quiere, el amor que los une es el sol que puede más que todas las nubes del infortunio, y salen adelante venciendo a la desgracia.
Mira, Juana, me decía muy serio; yo te quiero tanto, tantísimo, que si me muero antes que tú, aunque me vaya al cielo, como yo no pueda verte desde allí, no estaré tranquilo y ¡ay de ti si te casaras!, porque yo te juro que no quedarías viva la segunda noche de novios; yo te amaré después de muerto lo mismo que ahora, tenlo por seguro.
Y he de advertir a usted que mi marido ni era espiritista, ni creía que hubiera nada después de muerto, y se reía de los milagros, de las apariciones, y de todo lo sobrenatural; él decía: «el pan es pan y el vino es vino, dejarse de cuentos»; y al mismo tiempo, siempre que se hablaba de la muerte, me decía:
-Acuérdate, Juana, que yo no te dejaré nunca y que me verás siempre para que no puedas querer a nadie más que a mí.
Yo me reía, porque la verdad es que nunca he creído que se pudiera ver a los muertos, y como mis convicciones religiosas eran muy arraigadas, fuera de ellas no he buscado nunca saber más de lo que buenamente sabía.
Cuando menos lo esperaba, cuando más aliento y esperanza me daba mi marido para sobrellevar las muchas penas y escaseces que nos rodeaban, por la falta de trabajo, se levantó una madrugada, como usted sabe, me arropó muy bien, y diciéndome:
-Duerme, que hace mucho frío, se fue al taller y allí se mató sin hacer el menor ruido. Ya usted sabe cómo yo me quedé, no solamente por haberle perdido sino que no volvía de mi asombro recordando sus constantes consejos de que tuviera resignación y no perdiera la esperanza, que tras de un día nublado brillaba el sol.
Pasó mucho tiempo sin que yo supiera darme cuenta de lo que sentía, pero la muerte de uno de mis hijos, la separación, aunque momentánea de mi hija más pequeña que, como usted sabe, la puse en la Casa de Caridad y la saqué a los pocos días, la ingratitud de mi hijo mayor que me ha abandonado por completo, la continua zozobra que me atormenta sin dejarme un minuto de tranquilidad pensando en el casero, que de todas partes me arrojan porque no tengo dinero para pagar más que el primer mes, los accidentes que me dan cada lunes y cada martes, que no me dejan ni un hueso sano, todo este cúmulo de angustiosas penalidades, me han hecho pensar y decir: «Mi marido era muy bueno; era el hombre más honrado que había bajo la capa del cielo; si él, con toda su bondad, cuando no pudo resistir más se mato, yo que estoy muy lejos de ser tan buena como era él, bien me puedo matar sin tener el menor remordimiento; a mis hijos no les saco de ningún apuro, les queda Dios que mirará por ellos; yo no puedo resistir más; las deudas me agobian, no tengo más que mi vida, pagaré con mi muerte a tantos acreedores que viva me llenarán de improperios, y muerta quizá me encomienden a Dios».
Y persuadida que no podía hacer otra cosa mejor que matarme, una noche, sabiendo que al día siguiente me pondrían en medio de la calle los pocos trastos que tengo, decidí acabar de una vez; esperé a que mis hijos estuvieran bien dormidos en el primer sueño.
¡Qué noche! ¡Oh cielos, qué noche! Porque la niña más pequeña, abrazada a mi cuello, me miraba fijamente y me decía: !¡Duérmete, mamá, duérmete! Mientras tú no te duermas, yo no me dormiré», y me cerraba los ojos la pobrecita, arrullándome como si yo fuera un niño chiquito y ella la madre amorosa. Al fin se durmió y me desprendí de sus bracitos. Contemplé a mis hijos, los besé mil veces con el pensamiento para que no se despertaran, y descalza para no hacer ruido, me dirigí al balcón que de intento había dejado entreabierto, y cuando me disponía a tirarme a la calle, sentí que me tocaban en el hombro, volví la cabeza espantada pensando que era mi hijo y me encontré que era la sombra de mi marido, con su traje gris de los días de fiesta; era él, que cogiéndome del brazo me hizo retroceder diciéndome:
-¡Infeliz! ¿Y nuestros hijos? No tomes ejemplo de mí. ¡Fui un criminal!… ¡Y mi remordimiento es tan grande como mi culpa!
Yo me quedé que no sabía lo que me pasaba; pero no dudaba de que mi marido estaba allí; era su voz, sentía el calor de su aliento; di algunos pasos y abracé a mi pobre hija que se despertó con mis besos lanzando gritos, no sé si de espanto o alegría, y vi a mi marido que se alejaba, sintiendo sus sollozos.
Me quedé tan rendida que caí en un letargo del que me desperté a la mañana siguiente, gracias a mi hija que a fuerza de besos y abrazos me volvió a la vida real.
Me pareció al levantarme que había nacido de nuevo; mi cuerpo lo tenía más ligero, y, a pesar de tener las mismas penas, me encontré más fuerte, más animosa; recordé lo que tantas veces me había dicho mi marido, que no me dejaría nunca, y cuando llego la noche dije:
«¡Espíritus! Si no fue una alucinación, que yo vea otra vez al padre de mis hijos, que oiga su voz». Y se volvió a presentar la sombra de mi esposo, diciéndome:
«Siempre estoy a tu lado; mi castigo es ver tu infortunio, tu sufrimiento; no pretendas morir, que no se muere; llámame, mi amor me une a ti y jamás nos separaremos. ¡Jamás!»
Desde entonces muchas veces he visto a mi marido que se inclina para decirme muy quedito:
«¡Siempre estoy contigo!»
Yo, esto que le digo a usted, no se lo he dicho a nadie para que no se rían; pero yo sé que usted es espiritista y no le extrañará lo que me ha sucedido.
Ni mis penas, ni mi falta de tiempo, ni mi modo de ser, me inclinan a meterme en averiguaciones ni en estudios de muertos ni vivos; pero le puedo asegurar que he visto y veo a mi esposo con mucha frecuencia, y para cerciorarme de si no me engañaba a mí misma, dije una noche:
-¿Espíritus! ¿Si esto es verdad, mi madre que tanto me quería, por qué no viene a consolar mis penas?
Aquella noche no vino nadie, y cuando menos lo esperaba, estando una madrugada llorando mis angustias, vi de pronto una claridad que parecía como si estuviera amaneciendo, claridad que fue aumentando, llenando mi habitación de una niebla en la que parecía que nadaban chispas de fuego; se formó una nubecita muy blanca, después se rasgó aquella nube y vi la cabeza de mi madre que estaba rodeada de un vivo resplandor, y desde entonces no me queda la menor duda que los muertos velan por los vivos.
¡Mi marido me ha cumplido su palabra; su amor no me ha faltado ni después de la muerte!
¡Cuánto gocé escuchando la narración de Juana! Y gocé, porque en su relato encontraba la verdad. No es una imaginación soñadora, no es una mujer que apele a la ficción ni a la mentira para conmover ni interesar a nadie, es sencillamente una mártir de la miseria, que no ha tenido en este mundo más gloria que ser amada.
En medio de su actual abandono, enferma, cadavérica, al hablar del amor de su marido, aun sus ojos enrojecidos por el llanto se animaron y un relámpago de placer los iluminó; aun sus mejillas pálidas se colorearon suavemente, aun sus labios blanquecinos y secos se enrojecieron como si recibieran la impresión de un beso de amor, y la más dulce sonrisa dio a su semblante un tinte de felicidad. Yo la contemplé ávidamente sin perder el más leve detalle de aquella prodigiosa transfiguración, y cuando le dije adiós, murmuré al verla alejarse:
Mientras existan dos almas que se amen,
¡habrá poesía!
Amalia Domingo Soler