Hablando hace algún tiempo con el Espíritu que más me guía en mis trabajos, refiriéndose a las oraciones fúnebres, a las sesiones necrológicas, me dijo, entre otras cosas, lo siguiente: no deis a los que se van virtudes que no tuvieron; hablad únicamente de las buenas cualidades que poseían, sin aumentar su número ni disminuir la suma de aquellas.

Hablad sobre terreno firme, con conocimiento de causa, sobre una sola virtud si más no poseía el ausente, pero no saquéis a pública subasta sus debilidades y sus defectos, ¿Para qué? ¿Os hace falta acaso, el acíbar de los crímenes o de los desaciertos? No; desgraciadamente los terrenales sois condenados (con raras excepciones), a trabajos forzados; lleváis el grillete de la imperfección y la cadena del crimen os enlaza los unos a los otros como los penados de vuestros presidios; con la sola diferencia de que a aquellos les veis la pesada cadena de hierro y vuestra cadena no se ve, pero quizá sea más fuerte y más difícil de romper.

No se hace el plan de un crimen, sin encontrar inmediatamente quien lo apoye, quien lo secunde, quien lo patrocine, quien emplee toda su astucia para orillar dificultades y dejar expedito el camino que han de seguir los asesinos o los estafadores; en cambio, para hacer una buena obra, para facilitar la divulgación de un invento, que ha de reportar bienes sin cuento a un pueblo o una nación, ¡Desdichado del inventor!… ¡Cuántas dificultades! ¡Cuántos obstáculos! ¡Cuántas barreras encuentra en su escabroso camino! ¡Todos se ríen de él! ¡Todos le creen loco!… y hasta sus más íntimos amigos, su propia familia, es la primera que arroja leña a la hoguera del ridículo, en el cual se quiere hundir a un hombre superior a la generalidad: y el sabio o el filántropo que ama a sus semejantes, con un amor que está a mayor altura de los conocimientos y de la sensibilidad de la masa común, es crucificado moralmente, si la barbarie de sus contemporáneos no consigue destruir su cuerpo para solaz y satisfacción de la humana ingratitud.

Os sobran todavía los asesinos, los envidiosos, los hipócritas, los acaparadores de riquezas, los usureros sin corazón, los que sólo piensan en sí mismos.

¿Para qué aumentar el catálogo de las viciosidades humanas, con la relación de los vicios que tuvieron los que ya dejaron la Tierra?

Si los que un día compartieron con vosotros los azares de la vida, tuvieron en medio de sus liviandades un pensamiento delicado, si se conmovieron ante la desnudez de un niño o de un anciano, si temblaron ante la mujer desesperada, que vendió su cuerpo para dar pan o sepultura a uno de sus deudos más queridos: agarraos como se agarra el náufrago a una pequeña tabla, agarraos vosotros a aquella virtud en capullo y haced que se abra su corola para que su embriagador perfume embalsame el ambiente y aquella delicada esencia sirva para enseñanza de los terrenales y para consuelo del Espíritu, que en medio de sus muchos vicios tuvo una virtud; porque verá que el único sentimiento que le ennobleció, es un astro cuya pálida luz ilumina suavemente, el obscuro sendero de su eterna vida.

No os canséis, no de dar a los cuatro vientos la fausta nueva de una virtud, que quizá para muchos pasó completamente desapercibida, por eso en vuestras sesiones necrológicas no empleéis nunca la hipócrita alabanza para el que no fue digno de ser alabado, pero abrid el libro de su existencia, examinad todas sus hojas y como indudablemente encontraréis una hoja orlada de flores, sobre ella haced vuestros comentarios y no leáis en ninguna otra página; ¿Para qué? De sobra tenéis volúmenes que sólo cuentan historias terroríficas.

Los espiritistas no os convirtáis jamás en historiadores de crímenes, de este penoso y repugnante trabajo, ya se han ocupado gran número de sabios; vosotros debéis hacer otra clase de trabajo, dando a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.

Dad al silencio y al olvido los desaciertos de vuestros compañeros de cautiverio y no temáis porque no sean castigados por el mal que hicieron.

¡Ay! del que enciende la hoguera para en ella arrojar a su hermano, que si nadie la enciende para arrojarle a él, él mismo buscará las llamas, él mismo producirá el incendio y perecerá carbonizado.

Si el ser a quien consagráis vuestros recuerdos tuvo una sola virtud, hablad sobre ella sencillamente, el bien se recomienda por sí mismo, sed vosotros los historiadores de las buenas obras, ya que os sobran historias de crueles tiranos y de pueblos brutalmente oprimidos.

Siguiendo los buenísimos consejos del Espíritu del Padre Germán, voy a consagrar unas cuantas líneas, a una mujer que yo he admirado en silencio hace muchos años; pasé en su agradable compañía cuatro meses y nunca he podido olvidar a mi hermana en creencias, porque Amparo se hacía querer y admirar de todos.

Pertenecía a la clase media, se casó por amor, cuando la vistieron de largo dejó las muñecas para ceñir a su frente la simbólica corona de azahar y envolverse con su mente de virgen.

Amparo era casi niña cuando su primer hijo se abrazó a su cuello y le dijo: ¡Madre mía!.

Yo la conocí veinte años después de su casamiento y nunca he visto en ninguna mujer, el perfecto equilibrio que guardaban en Amparo, su maternal ternura y su amor conyugal.

Por regla general, en el corazón de la mujer casada, no ocupan el mismo lugar el amor inmenso que da a sus hijos y el amor apasionado que prodiga a su marido; y las mujeres que quieren ser francas suelen decir en el seno de la más intima confianza: ¡Mis hijos ante todo! (dice una); ¡Mi marido es mi vida!… (dice otra); sin él, poco me importa morirme… ¿Pero y tus hijos? Le preguntan: ya están criados, Dios no abandona a nadie; sólo en Amparo he visto equilibrados los dos amores, el conyugal y el maternal.

Su Pepe, como ella le decía, siempre estaba fuera de su hogar, era comisionista y la mayor parte del año viajaba y había que verla los días que esperaba carta de su marido; lloviera o venteara, esperaba al cartero en el balcón, como la niña enamorada que espera la primera carta de amor.

¡Qué angustias! ¡Qué inquietudes!… ¡Qué zozobras! Si el cartero se retardaba o no venía.

¡Qué horribles presentimientos asaltaban la mente calenturienta de Amparo!

Ya en su imaginación enferma veía a su Pepe rodando por los despeñaderos, no quedando de su cuerpo ni un miembro sano, bien envuelto en torbellinos de nieve o asesinado en medio de las montañas y lloraba silenciosamente con el mayor desconsuelo la imaginaria muerte de su marido, y en medio de aquella angustia llegaban sus hijos del colegio, preguntando:
¿Qué dice papá? Y Amparo contestaba, demostrando la mayor tranquilidad: no ha venido el cartero, es que yo equivoqué la fecha, hasta mañana o pasado no habrá carta y así ahuyentaba de la mente de sus hijos todo temor y recelo, y lo mismo cuando era dichosa, que cuando temblaba ante sus horribles visiones, siempre que se iban sus hijos al colegio, salía al balcón y los despedía con sus amorosas miradas, hasta que los niños daban la vuelta a una lejana esquina.

No podía pedirse más ternura para sus hijos, más tiernos cuidados, más solícitos desvelos, ni más amor para su marido; no se podía pedir más a una mujer de la Tierra.

Hablando con ella aprendí mucho y viendo su plan de vida mucho más; en nadie he visto equilibradas tan admirablemente la economía y la prodigalidad.

Amparo economizaba en gastos superfluos para acostumbrar a sus hijos a ser generosos ya que miraban en los pobres a sus hermanos menores, iban varios pordioseros a recoger limosna, y en particular niños, y Amparo les decía a sus hijos: no os contentéis con darles la mitad de vuestra merienda y algún juguete roto, invitadles a jugar con vosotros, ¡Pobrecitos! ¿No veis que cara ponen tan contentos cuando los tratáis con cariño?

Recuerdo una tarde, que yendo de paseo encontramos a un pequeñuelo que diariamente venía a casa de Amparo, el chicuelo, acostumbrado a jugar con el niño más pequeño, se acercó familiarmente a su compañero de juegos y le dio un golpecito en el hombro, el otro, que iba con su traje nuevo le miró desdeñosamente: Amparo lo notó y no dijo nada entonces, pero al volver a casa, al desnudar a su hijo le dijo sencillamente, Pepe, no te pondrás más ese traje.

¿Por qué? Preguntó el niño con enojo.

Porque te hace ser malo, ya he visto con el desprecio que has mirado al pobre chicuelo con quien juegas todos los días cuando estás en casa, luego, tú no eres el malo, es el traje el que te hace orgulloso y yo no quiero que mis hijos desprecien a los pobres.

De esta manera educaba Amparo a sus hijos, sin enojosos sermones, sin riñas violentas, al contrario, era la compañera inseparable de sus hijos, con ellos salía diariamente para que estos disfrutaran de un rato de asueto, hacía agradable la vida de cuantos la rodeaban, porque hay personas muy buenas que sólo son buenas para su familia, pero Amparo lo era para todo el mundo: tenía una gracia especial para consolar a los desgraciados, y era tan modesta, tan sencilla y tan enemiga de llamar la atención en ninguna parte, que hacía el bien por el bien mismo; cuando me separé de ella sentí un dolor sin nombre, sentí frío en el alma, mucho frío, mi Espíritu presentía que no volvería a encontrar en la Tierra otra mujer como Amparo; y en realidad mis presentimientos fueron fundados… ¿Y como no habían de serlo?

Este mundo no es un lugar de seres perfectos, y no podía yo, pobre penado de este planeta, estar en relación con seres como Amparo: la conocí como gracia especial, quizá porque en aquella época necesitaba mi Espíritu estar muy cerca de la Luz… ¡Tanta sombra me envolvía!… ¡Tantas penas me atormentaban!… ¡Tan sola me encontraba en la Tierra!

Amparo, hizo cuanto pudo por retenerme a su lado, tuvo para mí las dulzuras de la madre, la benevolencia de la hermana, la dulcísima compasión de la verdadera amistad, pero yo me alejé de ella convencida de que mi Espíritu, aún no era digno de vivir al lado de Amparo.

Han pasado muchos años, siempre he procurado saber qué hacía Amparo, y hace algún tiempo que supe con profunda pena que era inmensamente desgraciada.

Su Pepe, aquel hombre que ella tanto había amado, que después de veinte años de casada esperaba su carta con el delirio de la mujer enamorada, el compañero de sus sueños, de sus ilusiones, al que ella rendía en su mente verdadera adoración, y hacía que sus hijos vieran en su padre el hombre más perfecto de la Tierra, pues bien, aquel hombre tan amado, despreciando el inmenso amor de su esposa, se entregó a fáciles amores, y mató moralmente a la madre de sus hijos.

¡Pobre Amparo! ¡Cuánto habrá sufrido!… ¡Cuán inmenso habrá sido su desconsuelo!… ¡Qué deuda tan terrible habrá tenido que pagar en esta existencia!

Quizá su Espíritu esperó a tener grandes virtudes para resistir heroicamente prueba tan horrible, porque del modo en que Amparo quería a su marido, al convencerse de su infidelidad, habrá necesitado de una fuerza moral, desconocida en este mundo, para no matar al infiel o morir violentamente; porque la muerte era sin duda preferible al abandono de aquel hombre tan amado… ¡Qué energías habrá tenido que desplegar para no morir de pena!… Al fin ha muerto en brazos de sus hijos; si Amparo pidió en esta existencia el saldo de una cuenta terrible, ¡Qué contenta estará de sí misma! ¡Qué bien ha cumplido con todos sus deberes!

Es la mujer en la cual he visto reunidas más virtudes.

Si no hubiera más que una existencia, habría que volverse loco al ver tanta injusticia en los premios y castigos de este mundo, pero no, el mismo desnivel que se observa en los acontecimientos humanos, demuestra que una existencia es una hoja desprendida del libro de la vida, en la cual no hay ni el prólogo ni el epílogo de la historia del Espíritu, es un capítulo nada más, donde se desarrollan unas cuantas acciones más o menos interesantes.

¡Amparo! No por curiosidad, no por deseo pueril de saber algo de tu historia, te pido que cuando te sea posible me inspires o inspires a otro Espíritu para que éste me diga la deuda que has pagado en tu última existencia.

Merecen saberse y estudiarse esos grandes dolores, esas cuentas pendientes desde la noche de los siglos.

Merecías por tus virtudes ser amada de todos, porque eras muy buena, y buena dentro de tu hogar luchando con mil penalidades, y buena para tus amigos, y generosa para los desventurados, tú leías en el alma de los que sufrían y dabas la medicina de tu cariño, con tacto, con esmero, con un cuidado verdaderamente maternal, y tú… ¡Has tenido que sufrir el dolor que más podía herirte!… tantas heridas como has cicatrizado con tu ternura, y tuviste que recibir el dardo emponzoñado del desprecio, del abandono de aquél que fue para ti, ¡Tu Dios! ¡Tu religión!

¡Oh, Amparo! ¡Habla! Sí, habla, sé tan útil desde el espacio como lo fuiste en la Tierra. Es preciso hacer comprender porqué se llora cuando menos se espera, y cuando al parecer menos se merece el infortunio.

Han pasado muchos años, y no te he olvidado, demuéstrame que mi recuerdo tampoco se ha borrado de tu mente.

Reanudemos nuestras amistades de ayer, estoy muy lejos de ser tan buena como tú, pero mi Espíritu ávido de progreso, está hoy más valiente que ayer, y te pide tu concurso para su trabajo.

Sí, Amparo; acércate a mí, te necesito, si en la Tierra me querías, debes quererme más en el espacio, yo así lo creo y confío que al despertar me dirás: Amalia, escucha; yo prestaré atento oído y una nueva historia haré saber a las mujeres que sufren y lloran en este mundo.

Amparo, te espero, ¡Despierta! ¡Despierta y habla, hace tanto tiempo que no hablo contigo!…

Amalia Domingo Soler

La Luz de la Verdad