La generalidad de los hombres fijan su atención en esas grandes figuras que dejan su nombre en la historia por sus proezas en los campos de batalla, por su sagacidad maquiavélica en el terreno político, por su ingenio en las bellas artes, por sus estudios, descubrimientos e inventos científicos; y dejan pasar desapercibidos a un sin número de seres cuya vida es una heroicidad continuada, un sacrificio perpetuo, donde la abnegación irradia con sus más hermosos resplandores.

Nosotros, sin tener un carácter amigo de contradecir con nuestras palabras la opinión general, con nuestros hechos llevamos casi siempre la contraria a la humanidad; porque ella mira a los hombres que parecen grandes, y nosotros miramos con inexplicable afán a los pequeñitos de la tierra, a los que parecen pequeñísimos por su posición social.

Cuando hemos visto desfilar ante nosotros grandes cuerpos de ejércitos victoriosos que volvían del campo de batalla, no han buscado nuestras miradas a los jefes más renombrados, sino que hemos contemplado a los pobres soldados y hemos dicho: ¡cuántos héroes sin gloria!…

Respecto a los grandes políticos nos dijo una vez un conocido hombre de Estado: Crea usted, amiga mía, que el alma de los ministerios no son los ministros, sino sus secretarios particulares; que en el teatro del mundo son con frecuencia primeros actores los que sólo figuran como comparsas.

Convencidos nosotros de esta verdad, siempre hemos buscado en las clases humildes a esos mártires del trabajo y del sufrimiento cuyo nombre no repite la fama y en cuya memoria no se levantan mármoles ni bronces. Pero, ¿Qué importa que aquí, al parecer, nada quede de sus hechos, si todo queda fotografiado en la luz inacabable de su eternidad?

¿Quién pone su atención, por ejemplo, en uno de esos muchachos que venden periódicos por las calles; quién, al oírles, pregonando su mercancía, se acuerda de considerar que aquella voz puede ser el eco de un corazón magnánimo?

Nosotros, antes de saber que el célebre Edison, el inventor del fonógrafo, de la pluma eléctrica, del microsatímetro, el que ha dividido en diez mil mecheros una sola luz eléctrica, ese genio mecánico, el primero en nuestro siglo; antes de saber, repetimos, que Edison fue vendedor de periódicos en un camino de hierro, mirábamos con cierta simpatía a los pequeños expendedores de ideas. Y entre ellos hemos encontrado un héroe de laboriosidad, de abnegación y sacrificio.

Cuando vivíamos en Madrid, teníamos la costumbre, que tienen casi todos los habitantes de la Corte, de comprar «La Correspondencia de España». Un chicuelo de nueve a diez años era el encargado todas las noches de traernos el periódico, dejándolo además en todos los cuartos de la casa; y siempre veíamos con gusto aquella carita risueña, adornada de grandes ojos, brillantes y expresivos.

Una mañana, al entrar en una capilla evangélica, nos sorprendió ver al pequeño repartidor, al simpático Antonio, sentado en un banco, escuchando con una atención superior a sus cortos años el discurso del Pastor.

Por la noche al verle le dijimos: -Oye, ¿tú eres protestante, o es que vendes algún periódico luterano?
-Mi madre es de la grey de la capilla, y yo también -replicó el chico con cierta gravedad-; ya lo sabe usted, somos hermanos en Jesucristo.

Esta igualdad de ideas nos hizo intimar más con el pequeño Antonio, y siempre le hacíamos preguntas por el gusto de oír sus juiciosas contestaciones.

Una noche que llovía a torrentes, no vino Antonio a traer «La Correspondencia» a la hora acostumbrada. A las diez cerraron la puerta de la casa; pero a poco rato oímos llamar a la puerta de nuestro piso, salimos a ver quién era, y vimos a Antonio acompañado del sereno. El primero nos dio el periódico, y no pudimos menos de decirle:
-Muchacho, ¿Dónde vas con esta noche tan cruel? ¿No podías dejarlo y traerlo por la mañana?
-Por la mañana tengo yo otras cosas que hacer.
-Este hombre tiene muchas obligaciones -dijo el sereno riéndose-; ya ve si tendrá cuando me obliga a que le acompañe para ir abriendo las puertas.
-Y tantas como tengo -dijo Antonio-; bien lo sabe usted, mejor que nadie.
-Sí, hombre, sí; ya lo sé. Aquí donde usted le ve -nos dijo el sereno-, se ha encargado de mantener a una niña.
-¿A una niña?
-Sí, señora, a una niña.
-¿Y cómo es eso? Cuénteme usted.
-Muy sencillo. Hará unos tres meses que una noche a las doce y media, estando yo cerca de la casa de Antonio, vino éste y me dijo: «Mire usted, junto a la puerta del convento han dejado un niño que llora». Fui con él, y efectivamente, muy envuelta en un pañuelo negro había una niña que contaría unos ocho días, y estaba muy bien vestidita. Antonio la tomó en brazos y me dijo: «Venga usted conmigo a mi casa, que yo me quiero quedar con esta niña.

-¡Estás loco!, le dije yo. Para aumento de familia está tu madre…»
-No importa, no importa -insistió Antonio-, venga usted conmigo que lo demás corre de mi cuenta.

-Fuimos a su casa, y la madre de Antonio ( que es ayudanta de lavandera), al vernos con la embajada que llevábamos cogió la niña, la besó, y Antonio se abrazó a ella, y se las supo arreglar tan bien que su madre se quedó con la niña, y Antonio se comprometió a pagar el ama de cría con lo que ganara. Por eso tiene tanto que trabajar. Aun no tiene diez años y ya se ha convertido en padre de familia.
-Vamos, hasta mañana, que tengo prisa -dijo Antonio; y se fue con el sereno.

Si el pequeño repartidor antes nos era simpático, desde aquella noche sentimos por él admiración y cariño.

A la noche siguiente, en cuanto llegó, le preguntamos por la niña y le dijimos:
-Queremos que nos hables despacio de todo eso.
-Bueno, mañana, si va usted a la capilla temprano, se lo contaré.

No faltamos a la cita, y ya nos esperaba Antonio leyendo su Biblia. Parecía un hombrecito. Le preguntamos por su protegida, y le hicimos algunas reflexiones por la gran obligación que había contraído.
-Jehová me protege, porque lee en mi corazón -replicó el niño-, y me parece que Jehová puso a Raquel en aquel sitio para que la recogiera yo; porque al oírla llorar, sentí una pena tan grande, como cuando se murió mi padre, lo mismo; y no estuve tranquilo hasta que mi madre buscó quien la criara.
Justamente una vecina de casa se ha encargado de ello dándole yo dos duros todos los meses.

¡Si viera usted, cuán hermosa está!… Yo le he pedido ropita a la señora del Pastor, y me ha dado muchas cosas; mi madre le lava los vestiditos, y va siempre mi Raquel más blanca que una paloma.

¡Si viera usted cómo me conoce! ¡Pobrecita! – y la mirada de Antonio irradiaba felicidad.
-Pero tú tendrás que trabajar mucho…
-Y ¡qué importa! De noche vendo «La Correspondencia», y otros periódicos por la mañana; luego voy a casa de un editor a doblar y repartir entregas. Desde que tengo a Raquel en casa, todo me va bien; vendo doble que antes y de noche, cuando me retiro, que a veces es muy tarde, no tengo miedo como solía, que siempre me parecía ver sombras y fantasmas; parece que me dicen al oído: ¡Jehová está contigo!… ¡Y me rodea una luz tan hermosa!… ¡Veo mi camino tan claro!… Se lo he dicho a mi madre, y se ríe; me replica que eso no puede ser; pero yo estoy persuadido de que es verdad, porque me pasa todas las noches; ni una sola dejo de ver la luz; estoy seguro de que no me engaño.

-No, hijo mío, no te engañas; a las almas buenas, como la tuya, Jehová las acompaña siempre. No lo dudes, no; Jehová está contigo.
-Me alegraría -añadió Antonio sonriéndose-, que mi madre la oyera a usted; así vería que es ella la que se engaña, y no yo.

Y viendo aparecer al Pastor, se dispuso a escuchar su discurso atentamente.

Mientras permanecimos en Madrid seguimos viendo a Antonio y admirando cada vez más la grandeza de su alma.

¡Quién diría, al ver aquel niño corriendo por la calle pregonando su mercancía, que fuese el amparo de un pobre ser abandonado en la tierra!

¡Quién diría que aquel niño era un héroe por su abnegación y su caridad!

¡Quién diría, al verlo con su blusita azul y su gorrita gris, que la misma irradiación de su espíritu alumbraba su camino, y la voz de su guía indudablemente murmuraba en su oído: «Jehová está contigo»!

¡Antonio! ¡Alma buena! Tu recuerdo vive en nuestra memoria, y siempre que vemos a un pequeño repartidor de periódicos nos acordamos de ti y de tu amada Raquel.

¡Qué acción tan hermosa! Un hijo del trabajo, un pequeñuelo que no tuvo infancia, convertirse en protector de un ser abandonado en medio de la calle.

¡Qué espíritu tan adelantado! ¡Qué instintos tan generosos! ¡Qué abnegación tan pura!
¡Bendito seas, Antonio! ¡Bendito seas!

Amalia Domingo Soler

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