¿Sabéis quién era Carolina?

¡Era una especie de pequeña librepensadora, que ha dejado la tierra después de haber visto florecer cinco veces los almendros!

Era una niña de semblante simpático y expresivo, de dulce y risueña mirada, de paso ligero.

¡Toda ella reflejaba la vida, la exuberancia de la vida!

Parecía que adivinaba, que presentía que iba a estar aquí poco tiempo, y quería vivir aprisa, muy aprisa, muy aprisa…

Le gustaba mucho fijarse en las letras, y su entretenimiento más agradable, su recreo favorito, era hacer grandes sumas y escribir garabatos, los cuales miraba con encantadora complacencia.

Nada más gracioso que verla con su carita sonrosada, con sus ojos alegres, muy alegres, hablando con ellos, como se suele decir; sus rubios cabellos en encantador desorden, levantados continuamente por su pequeña manecita, apoyados los codos en una mesa, mirando a cuantos la rodeaban con una mirada investigadora, tan intencionada y tan significativa, que había que besar aquel lindo rostro de muñeca de color de rosa.

Era el encanto de su madre, que, queriendo educarla, desde muy temprano, la puso en un colegio católico situado muy cerca de su casa.

Carolina (no sabemos por qué coincidencia), fue un día a un colegio protestante; y desde entonces, con decidida voluntad dijo a su madre que quería ir al colegio de los protestantes.

Rehusaba su madre llevarla, por estar dicha escuela muy lejos de su morada; pero Carolina tuvo astucia bastante para hacerse insoportable en el colegio católico, pues cuando su madre la llevaba, a poco de estar en la clase, la pequeñuela comenzaba a entonar los cantos de los reformistas.

La directora, como es consiguiente, no podía tolerar aquella infracción de la ley, y la diminuta alborotadora consiguió su deseo de ser expulsada de la escuela católica y admitida entre los luteranos, donde la niña cantaba y rezaba y era acariciada por sus infantiles compañeras.

Carolina era uno de esos seres afectuosos por excelencia.

Conoció a una jovencita, la trató poco tiempo, y le tomó tanto cariño, que aunque la joven se fue a otra población, la niña siempre la recordaba y pedía ir a verla: era una de esas almas, muy raras en la tierra, que no saben olvidar.

Una mañana, conoció su madre que a la niña le faltaba aire para respirar; la pobre mujer, aterrada, vio un abismo abierto a sus pies, y corriendo como una loca fue a pedirle a un hombre sabio la vida de su hija.

El médico acudió solícito, y tembló; conoció que su ciencia era impotente, y no supo qué decir a aquella madre desesperada, que exclamaba con acento delirante:
-¡Salvad! ¡Salvad a mi hija! ¡Yo no quiero que se vaya! ¡Qué haré en el mundo sin ella!

– Pero la niña se agravó, sin perder por eso el conocimiento; miraba y besaba a su madre con tierna efusión, y por último le dijo: «Quiero pan, ¡madre mía!»

Trajeron lo que la enferma deseaba, y Carolina, al ver que su hermano le traía lo que con tanto afán había pedido, se sonrió amorosamente, partió el pan en dos mitades, y con tierna mirada le ofreció a su hermano un pedacito del último manjar que tomaba en la tierra.

Y llamando cariñosamente a su madre, exclamó: «¡Quiero dormir contigo!»

Carolina tenía la costumbre, siempre que sentía sueño, de decir a su madre: «Vámonos a dormir»; y cuando la niña moribunda se encontró reclinada en el seno materno, repitió la misma frase.

A la pobre mujer le horrorizó aquel deseo, porque comprendió que su hija se dormiría con el sueño de la muerte.

Así fue… Carolina cerró sus hermosos ojos, para despertar en el espacio ¡Pobre madre!

¡Ninguna esperanza sonríe en aquel pensamiento sombrío!

¡Ninguna creencia se alberga en aquella imaginación, exaltada por el dolor más horrible de la vida!

Quisiera ver por última vez a Carolina, y ¡qué cuadro tan desgarrador se presentó a nuestros ojos!

Sobre un níveo lecho estaba reclinada la niña, vestida con un traje blanco adornado con lazos de color de cielo.

Su graciosa sonrisa se dibujaba aún en sus pálidos labios; y parecía que reposaba soñando con su madre.

Ésta, de pie junto a ella, la miraba de hito a hito, y nos decía con voz entrecortada:
-¡Parece un sueño! ¡A mi hija la deben haber envenenado!

– Y la pobre mujer lanzaba en torno suyo una mirada amenazadora, buscando al enemigo invisible que le arrebataba su felicidad.

Después, con voz dulce, nos contó todo cuanto su hija le había dicho antes de dormirse; y nosotros murmurábamos por lo bajo: «¡Pobre madre!»

La angustia de aquella infeliz penetraba en nuestra mente como plomo derretido, y parecía que nos quemaba el cerebro, y sin dirigirle una palabra de consuelo, le dijimos:
-Sí, sí; llore usted mucho, ¡llore!… ¡Porque a la tierra no se viene más que a llorar!

Y aturdidos, abrumados con tan amargas sensaciones, espantados de ver aquel terrible sufrimiento, cuando nos vimos solos en la calle lloramos con profundo desconsuelo.

No conociendo el espiritismo, ¡Cuánto debería sufrir aquella pobre mujer, contemplando a su hija muerta!

¡Es tan triste ver a un niño dormido con ese sueño al parecer eterno!

¡Tanta vida! ¡Tanto movimiento! ¡Tanta actividad! ¡Todo reducido a un cuerpo inmóvil! ¡A un silencio aterrador! ¡Pobre madre!…

En cuanto a Carolina, ¡dichosa ella! Espíritu activa, amante del progreso, expresivo, cariñoso, muy cariñoso, ¡Cuánto hubiera sufrido!

¡Pobre niña!, hoy se ha dormido en los brazos de su madre, y dentro de algunos años, ¡quién sabe dónde hubiera reclinado su cabeza para morir!…

De pronto, mientras la contemplábamos, así que estuvimos un buen rato mirándola, entre la muerta y nosotros se presentó la imagen de una joven muy bella, a quien habíamos visto una vez en la cárcel de Barcelona, y pensamos: para ver a Carolina en tan triste lugar… ¡más vale que hoy llore su madre!

Después se nos apareció la sombra de una mujer que se suicidó en Madrid, joven elegantísima, de larga historia, que tuvo que morir para hacerle comprender a un hombre que sabía amar; y, al verla con su amarga sonrisa y su triste mirada, comparamos aquel rostro violentamente contrariado, con el risueño semblante de la niña muerta y dijimos: ¡Para llegar a sucumbir así… es preferible que hoy la llore su madre!

Pero nuestras reflexiones nos guardamos muy bien en aquellos instantes de comunicárselas a nadie.

Donde no hay creencia, ¡el dolor se convierte en hidrofobia!

El amor de la tierra, que es el más sublime de los egoísmos, pero al fin egoísmo, no transige con ninguna clase de consideraciones; se rebela ante todo; es la más inofensiva de las locuras, pero al fin… ¡locura!

Por esto enmudecimos, y al salir de aquel aposento, lloramos abrumados con el peso del dolor ajeno.

Aquella mujer sin creencias nos torturaba el alma; porque es horrible vivir en la tierra sin creer, sin libar los dulces consuelos que el espiritismo nos brinda.

Esta creencia es la única que puede quitarle el horror a la muerte.

Sin ella, el corazón se tritura en mil pedazos cuando se ve el cadáver de una niña simpática como Carolina.

Amalia Domingo Soler

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