
¡Me parece un sueño… pero un sueño horrible…!
Mi mano tiembla convulsivamente, mis sienes laten con violencia, mis ojos se nublan por el llanto; y lloro, sí; lloro como un niño; lloro como si hubiera perdido todas las ilusiones de mi vida; y bien considerado, en realidad, ¿Qué me queda de ellas? ¡Nada…!
Yo también tuve mis sueños; que cuando me consagré al Señor, creí firmemente que cumpliendo su santa ley sería grato a mis superiores, que me amarían y me protegerían y me impulsarían al bien.
Yo creía entonces que la religión y las religiones formaban un solo cuerpo; para mí la religión era el tronco del árbol del progreso; y las religiones las ramas frondosas a cuya sombra podía descansar tranquila la humanidad; pero aún no hacía un mes que había pronunciado mis votos, y ya me había convencido de mi error: la religión es la vida, pero las religiones producen la muerte.
Sí, la muerte; y ya no tiene remedio, tengo que morir envuelto en mis hábitos, que es mi sudario, pues verdaderamente viste a un cuerpo muerto; yo no puedo vivir en este mundo, yo me asfixio entre tanta iniquidad.
¡Señor, Señor…! ¡Qué horrible es la vida en este planeta!
Yo tiemblo cada vez que un desgraciado viene a pedirme que le escuche en confesión, y quisiera no saber nada, quisiera hasta huir de mí mismo, porque mi sombra me causa miedo.
Perdóname, Señor; yo deliro porque estoy loco de dolor.
¡Si será grande mi locura cuando rechazo mi progreso! ¡Pero sufro tanto, y el hombre es tan débil, que yo creo, gran Dios, que es perdonable mi abatimiento!
Tengo ante mí un trabajo inmenso, superior en mucho a mis gastadas fuerzas.
¿Cómo podré vencer? ¡Imposible…! Pero no, imposible no hay nada ante la firme voluntad del hombre.
En este momento siento que corre por mis venas una corriente de fuego, mi cabeza arde, mil ideas luminosas acuden a mi mente y veo crecer y agigantarse mi figura, y me contemplo grande y potente, y escucho que alguien me dice: vencerás; y mi razón responde: venceré.
Esta mañana, una mujer de mediana edad se acercó a mí en la iglesia, y me dijo:
—Padre, tengo que hablaros sin pérdida de tiempo.
—Comenzad—le contesté.
—Aquí no—replicó la mujer con espanto—; vámonos muy lejos.
—Salimos de la iglesia y anduvimos largo trecho.
Cuando a ella le pareció, se detuvo, y dejándose caer sobre una piedra, se cubrió el rostro con las manos y lloró amargamente, diciendo con voz entrecortada:
— ¡Hija mía! ¡Pobre hija mía!
— ¿Qué os sucede?—le pregunté.
—Que estoy loca, que no sé lo qué me pasa, y si vos no me amparáis, mi mal no tiene remedio y la mujer lloraba con verdadera desesperación.
Apoyé mi diestra en su frente y le dije con voz imperativa:
—Cálmate, cese tu llanto, pues con sollozos no se salva a nadie, pero con explicaciones y razonamientos sí.
—Y agregué sentándome a su lado—: Habla; habla firmemente convencida de que si está el remedio en mi mano cesará tu agonía.
—Lo sé. Padre, lo sé; por eso vengo. Vos no me recordáis, de consiguiente no me conocéis.
—No; pero ¿Qué importa? Todos los desgraciados son mis hijos.
—Lo sé. Padre, lo sé; os conozco hace más de veinte años; soy la nodriza de Clotilde, la hija de los duques de San Lázaro.
Vos bautizasteis a esa niña a quien quiero más que a mi vida—y la mujer comenzó a sollozar de nuevo.
—Haces bien en quererla; es un ángel.
—Y tuve miedo de seguir preguntando, porque presentía algo horrible. Ella prosiguió:
—Clotilde no debía haber nacido hija de tales padres.
Ya sabréis que el duque de San Lázaro es capaz de todo; últimamente era el jefe de una conspiración que ha fracasado, porque Clotilde, indignada al ver las perversas intenciones de su padre, sin delatar al autor de sus días ni a ninguno de sus cómplices, dio aviso al rey para que estuviera en acecho, porque algunos descontentos querían atentar contra su vida.
Con este motivó el rey mandó prender a algunos revoltosos, pero no sospechó del duque de San Lázaro, por ser éste más taimado que los demás.
Todo esto me lo contaba mi Clotilde, que yo he sido siempre su única confidente, porque su madre es tan infame como su padre.
Éste, que había tenido grandes reyertas con su hija, sospechó que ésta pudiera ser la que hubiese avisado al rey; y una noche (no me quiero acordar) entró en el oratorio donde rezábamos Clotilde y yo, y cogiendo a su hija por el brazo la sacudió brutalmente, diciéndole: «Ya sé que tú eres quien ha dado aviso al rey».
«Yo he sido —dijo la niña—, porque quiero demasiado a mi padre y no puedo tolerar que sea un asesino».
Al oír estas palabras el duque se cegó y si no es por mí mata aquella noche a mi amada Clotilde; pero de nada me sirvió salvarla entonces si la perdí después, que pasados algunos días se la llevaron y volvieron sin ella.
Yo me eché a los pies de la duquesa preguntándole por la niña de mis entrañas, y el duque dijo: «Puedes dar gracias a Dios que no has tenido su misma suerte, que tan culpables eres tú como ella.
Ya sabrá mi hija quién es su padre, que no se me frustran los planes impunemente; ya le enseñarán los penitentes negros la obediencia que le debe a, mis mandatos».
No sé por qué me quedé muda, nada contesté, y maquinalmente me fui a mi cuarto, recogí cuanto dinero tenía, pensé en mi confesor y luego me acordé de vos, y dije: «Aquél es más bueno».
Salí del palacio y emprendí el camino, y aquí me tenéis para suplicaros en nombre de lo que más améis en este mundo que me averigüéis dónde está mi Clotilde.
Unos dicen que sois brujo, otros que sois un santo.
Yo creo que sois muy bueno, y que no dejaréis morir a una pobre niña; acordaos que vos la habéis bautizado.
¡Es un ángel! ¡Si supierais!… ¡Es tan buena!…
—Y la infeliz lloraba de un modo que me hacía estremecer.
Tan conmovido me puse que nada le contesté; apoyé mi frente entre las manos y me quedé Sumido en tan profunda meditación, que no sé cuántos minutos permanecí en aquel estado.
Al fin desperté y me encontré bañado en sudor.
Miré en torno y vi a la pobre mujer que me miraba con ansiedad, diciéndome:
— ¡Padre! ¿Qué tenéis? Os habéis puesto pálido como un difunto.
¿Estáis enfermo?
—Sí, estoy enfermo, pero del alma; mas no te apures, tranquilízate, que o perderé el nombre o Clotilde volverá a tus brazos.
Y de pronto me levanté y me sentí fuerte; experimenté esa extraña sensación que experimento siempre que tengo que entrar en lucha.
Vi delante de mí sombras aterradoras y exclamé: «Ya sé quiénes sois, os conozco: sois las víctimas de los penitentes negros.
Ya sé cómo habéis muerto.
Vosotros me ayudaréis, ¿es verdad? Os dará compasión aquella pobre niña… ¡es tan joven! …
Aún no ha visto la escarcha de veinte inviernos y ya gemirá en un oscuro calabozo.
Ayudadme vosotros, ¿verdad que me ayudaréis?» Y las sombras se inclinaron en señal de asentimiento.
«Padre —dijo la pobre mujer—, ¿Qué estáis diciendo?
Habláis no sé con quién y yo no veo a nadie».
Aquellas sencillas palabras me hicieron volver a la vida real, me dejé caer sobre la piedra y me puse a reflexionar; porque si existe el imposible es, sin duda, el arrebatar una víctima a los penitentes negros, asociación poderosísima, apoyada por los soberanos, terrible en sus sentencias, misteriosa en sus procedimientos, cuyos agentes están en todas partes.
¡Ay del cuitado que cae en sus garras!
Más de una vez nos hemos visto frente a frente sus primeros jefes y yo.
Les he dicho lo que creo que no les ha dicho nadie, y la última vez que me entendí con ellos me advirtieron: «si tienes otra vez la osadía de salir de tu aldea para espiar nuestras acciones, cuenta que será la última, no harás más excursiones, y no olvides que los penitentes negros cumplen lo que prometen».
¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Luchar, y en la lucha morir o vencer.
Y volviéndome a la mujer, que lloraba en silencio, le dije:
—No llores, espera en Dios, espera en su justa ley; lo que falta en este mundo son hombres de voluntad.
Tú la tienes y yo también; trabajemos, pues, en bien de la humanidad.
Hoy reflexionaré y mañana comenzaremos a trabajar.
Y aquí me tienes. Señor: la nodriza de Clotilde ya está en casa de María, donde debe permanecer esperando los acontecimientos, y yo a solas contigo, manuscrito querido, me pierdo en un mar de confusiones.
¡Cuánta iniquidad, Señor! ¡Cuánta iniquidad!
Esa comunidad religiosa, esos penitentes negros a quienes la generalidad cree unos humildes siervos del Señor, que acuden a velar al enfermo, que lo mismo ayudan al labriego en sus rudas faenas que al gran político en sus combinaciones de Estado, que a estos capitanes en sus estratégicas operaciones; esos hombres que parece» los enviados de la Providencia son los verdugos invisibles de la humanidad.
Donde la ambición decreta la muerte de un rey, ellos dirigen el brazo del asesino; donde se combina una venganza de familia, ellos encienden la tea de la discordia hasta que consiguen la consumación del hecho; donde hay oro allí acuden ellos para explotar la mina de la credulidad, y mientras unos obligan a los moribundos a firmar la carta de donación de una cuantiosa fortuna en favor de la Orden, otros entierran a los muertos pobres, y ellos mismos cavan su sepultura, diciendo que así practican la fraternidad universal… ¡Cuánta hipocresía! ¡Cuánta falsedad!
Esto los hace invencibles; no hay nadie que pueda creer que los penitentes negros son unos explotadores, que son los primeros egoístas de las religiones.
¿Cómo hacerle comprender su fraude al pueblo, si éste los ve en todas partes, acude a ellos para que les entierren sus muertos o les ayuden a labrar sus tierras?
¡Imposible! Sin embargo, es verdad.
Y lo peor del caso es que para luchar con ellos no se puede combatir frente a frente, que es lo que más me apena: para hacer un bien tendré que trabajar cautelosamente, tendré que urdir mi trama en la sombra cuando yo soy tan amante de la Luz.
¡Pobre Clotilde! ¡Quién hubiera imaginado el trance por que pasas cuando te trajeron para que te bautizara, cuando en años sucesivos entrabas en la iglesia y te arrojabas a mi cuello diciendo!:
«¡Padre, mi madre dice que no me quiere porque soy mala; dile tu que soy buena para que me quiera…!»
¡Pobre niña! Aún la veo, blanca, rubia y delicada, hermosa como la primera ilusión, sonriente con la felicidad, y hoy estará en un sombrío y hediondo calabozo.
Conozco mucho al duque de San Lázaro, dócil instrumento de los penitentes negros.
Ellos le habrán dicho: «Dadnos tu hija, que merece un ejemplar castigo por su delación».
Él, ebrio de ira, les habrá entregado a Clotilde, sin saber que ha firmado su sentencia de muerte, porque veo claramente el plan de la Orden.
¡Conozco tanto a los penitentes…!
Harán que el rey haga un escarmiento con toda la familia del noble rebelde; se apoderarán de la gran fortuna de Clotilde; diciendo que son los tutores de la huérfana, le harán firmar a ésta una donación en toda regla… y después… ¡pobre niña…! ¡qué horror! ¿y aún dudo? ¿y aún tiemblo…? ¿y aún no he pedido al Señor que me inspire para evitar un nuevo crimen?
¡Perdóname, gran Dios!; pero tú me ves, mi cuerpo decae.
Vigorízale, que lo necesito.
Adiós, manuscrito querido; pasarán algunos, días antes de que yo pueda comunicarte mis impresiones.
Adiós, tranquila aldea, ¡tú guardas la tumba de la niña de los rizos negros!
¡Señor! concédeme volver a este lugar, donde quiero que mi cuerpo se disgregue a la sombra de los sauces que se inclinan sobre esa sepultura que encierra la felicidad de mi vida.
Tres meses han pasado… ¡Qué días tan horribles! ¡Cuánto he tenido que luchar!
¡Me parece mentira cuando considero todo lo que he conseguido! ¡Gracias, Señor! ¡Cuan bueno eres para mí! ¡Cuántos obstáculos me allanas! ¡Si no fuera por tu poder yo no podría vencer! ¡Tú permites que algunos seres no hayan olvidado los beneficios que les hice un día; y como la gratitud en acción es el primer motor del universo, yo he podido obtener, auxiliado por un hombre agradecido, lo que cien reyes con sus ejércitos no hubieran podido alcanzar!
Un noble, un magnate poderoso, me debió, hace muchos años, la vida, y más que la vida la honra y la consideración social, que a mí me valió profundos disgustos producidos por infamantes calumnias.
Yo todo lo calló para que él quedara libre.
Compañero de mi niñez, le quería con toda mi alma, y le di pruebas de mi cariño cuando tuve ocasión propicia.
Afortunadamente, él no ha sido ingrato, me lo acaba de demostrar.
Yo llegué a la Corte sin saber a quién dirigirme, porque los penitentes negros en todas partes tienen espías y familias; se parecen al viento: no hay lugar en donde ellos no penetren.
Me acordé de Cesar, y fui a verle.
Me recibió con los brazos abiertos, y cuando se enteró de la causa que me obligaba a pedirle auxilio, no me ocultó su triste asombro diciéndome: «Pides poco menos que un imposible, y, sobre todo, pides tu sentencia de muerte y la mía; pero…tengo una gran deuda contraída contigo, y muy justo es que te la pague; así como así, hace muchos años que si vivo es por ti.
Si ahora muero, siempre te habré debido más de veinte años de vida».
Y durante dos meses César y yo hemos trabajado a la desesperada, hemos puesto en revolución el orbe entero, hasta conseguir el saber dónde estaba Clotilde encerrada.
Todo ha pasado como yo me figuraba: los duques de San Lázaro y su hijo han muerto en el cadalso para escarmiento de traidores, y no le ha cabido igual suerte a Clotilde porque el general de la Orden de los penitentes negros ha pedido gracia para ella, y el rey se la ha concedido por consideración al demandante.
¡Cuánta iniquidad! ¡Esto es horrible! El asesino ha pedido gracia para su víctima…
¡Cuánto he sufrido, Señor, cuánto he sufrido!
Pero César me decía: «Ten paciencia; si nos impacientamos, lo perderemos todo; desengáñate: nos vence el número.
Esa asociación es como la hidra de la fábula, que de nada sirve que se le cercene una cabeza, porque se reproducen otras mil.
Lo que necesitamos, créeme, es mucho oro; de otra manera nada conseguiremos».
Yo, pobre de mí, no tenía oro, pero lo tenía Rodolfo, que, gracias al cielo, ha entrado en la buena senda y puso a disposición de César sus cuantiosos tesoros, y al fin una noche pudimos penetrar en una sombría fortaleza, César, veinte hombres de armas y yo.
Cada hombre de aquéllos había exigido una fortuna para su familia, porque entrar en una de las prisiones de los penitentes negros es jugarse la cabeza con todas las probabilidades de perderla.
Después de recorrer varios subterráneos, debajo del depósito del agua, en un lugar cenagoso a causa de las continuas filtraciones, distinguimos un pequeño bulto contra la pared.
Al inclinarnos, me costó gran trabajo reconocer en aquel esqueleto de una mujer a Clotilde.
César fue el primero que la reconoció.
Yo cogí una de sus manos, diciéndole:
«¡Clotilde, hija mía, ven que tu nodriza te espera!»
La infeliz me miró con espanto, miró mi traje, y al ver mi hábito negro, me rechazó con las pocas fuerzas que le quedaban, diciendo:
«¡Acaba de matarme, pero no conseguirás que me vaya contigo, monstruo execrable! ¡Te odio, te odio con todo mi corazón! ¿Quieres atormentarme como la otra noche? ¿Quieres que muera nuevamente de vergüenza y de dolor? ¡Te odio! ¿Me entiendes? ¡Te odio! ¡Maldito seas!», y la infeliz lloraba y reía al mismo tiempo, y no era posible convencerla.
César le hablaba, ella le escuchaba por un momento, pero luego me miraba y le decía: «¡Mientes! Si no mintieras no vendrías con ese hombre negro», y a viva tuerza, ahogando sus gritos, temiendo a cada momento que sus gemidos nos perdieran a todos, al fin salimos de la prisión y nos fuimos deslizando como sombras a lo largo del bosque hasta salir al valle, donde nos esperaban briosos caballos que a galope tendido nos condujeron a la casa de un guardabosque, fiel servidor de César.
Allí colocamos a Clotilde sobre un lecho y la dejamos al cuidado de la mujer del guarda, que se encargó de volverla a la vida, porque la infeliz, dominada por el terror, enmudeció, y si bien no perdió el sentido, se quedó sin movimiento.
César y yo estábamos en una habitación contigua escuchando atentamente lo que pasaba en el cuarto de Clotilde.
Al fin la oímos sollozar, después habló y por último pidió ver a sus libertadores.
Entramos en su aposento César y yo, y la pobre niña, al verme, juntó las manos diciendo:
«¡Perdón, yo estaba loca, perdonadme!».
¡Desgraciada criatura! Parece increíble que un cuerpo tan frágil como el suyo haya podido resistir tantos tormentos: sus revelaciones fueron horribles, la pluma se cae de la mano y no tengo valor para hacer un relato de ellas.
Estuvimos en aquel retiro algunos días para que Clotilde se reanimara un poco.
Luego se disfrazó de aldeana y emprendimos el camino de mi aldea.
Llegamos de intento a medianoche.
Rodolfo, avisado de antemano, nos esperaba en la avenida de su castillo, acompañado de María y de la nodriza de Clotilde, que al ver a su amada niña sintió tal alegría que llegó al delirio, y hasta creí que se volvía loca.
Clotilde, por su parte, se reclinó en sus brazos y se dejó conducir hasta el interior del palacio.
Cuando quedamos tranquilos, convencidos de que nada malo podía sucederles, nos separamos de las tres mujeres, y llamando la atención de César y Rodolfo, le dijimos a este último lo siguiente:
—Rodolfo, gracias al cielo antes de morir comienzo a ver tu regeneración.
Si no hubiera sido por tu generoso desprendimiento, Clotilde hubiese muerto en la más horrible agonía.
Hoy ya está libre. ¿Pero de qué manera? Como ave sin nido.
En mi casa no puede estar, porque los penitentes negros no me perdonarían la jugada que les he hecho.
César vive en la Corte, y no puede tenerte a su lado.
El único que puede hacerse cargo de ella eres tú.
Yo te la entrego, y tu conciencia me responde de su seguridad en todos sentidos.
—Os juro que le serviré de padre —dijo Rodolfo solemnemente—, y quedaréis contento de mí.
Clotilde y su nodriza quedan bajo mi amparo, y como su cuantiosa fortuna está en poder de los penitentes y fuera locura hacer reclamaciones, pues yo creo que en este asunto lo mejor es echar tierra, yo dotaré a la huérfana. ¿Estáis contento de mí?
Mi contestación fue estrecharle contra mi corazón; veía realizado mi sueño, y en aquellos momentos fui feliz.
¡Con cuánto placer contemplo a Clotilde reclinada en el hombro de su nodriza!
¡Pobre niña! Cuando recuerdo cómo la encontré… y la veo ahora, amparada, protegida por un hombre poderoso que me dice: «Padre, ¡qué bueno es ser bueno!, ya no escucho aquella maldita carcajada, ya no veo la montaña con la senda de la hierba seca; Clotilde ha traído la paz a mi hogar, mi esposa la quiere hasta el punto de velar su sueño», ¡todo sonríe en torno de mí!
Cuando escucho estas palabras mi alma también sonríe, y soy todo lo feliz que puedo ser en la tierra; pero turban mi contento las negras nubes que veo amontonarse en lontananza.
El general de los penitentes estoy seguro que vendrá a verme: no tardará, no, pues los latidos de mi corazón anuncian su llegada; siento ruido: alguien llega, veamos quién es.
Vuelvo a ti, manuscrito querido, después de haber tenido una entrevista con quien esperaba; el general de la Orden de los penitentes, acompañado de veinte familiares, entró en mi pobre iglesia, y Miguel, temblando como si ya me viera prisionero, se echó en mis brazos, diciendo: «¡Huid!»- «¿Huir? —le repliqué—. Tú estás loco; los criminales son los que huyen».
Y bajé a encontrar a mi enemigo.
Nos miramos y nos entendimos, y sin decirnos una palabra subimos a mi aposento el general y yo.
Le indiqué un sitial, y me senté en mi viejo sillón, diciéndole:
— ¿Qué queréis? ¿Cómo habéis dejado vuestro palacio para venir hasta aquí?
El general me miró de hito en hito y me dijo con voz irritada:
—Ya hace tiempo que nos conocemos, inútil es el disimulo: sólo uno podía haber en el mundo bastante osado para entrar en los santuarios de los penitentes.
¿Dónde está Clotilde? ¿No sabes que esa desgraciada debía ser severamente castigada por sus crímenes, y debía luego consagrarse a Dios?
— ¿Y qué crimen cometió esa niña?
—Delató a su padre.
—Mientes, no fue ella quien le delató.
Tú has recordado muy oportunamente que ya hace tiempo que nos conocemos: de consiguiente, es inútil el disimulo entre nosotros.
Ella dio el aviso, el rey dispuso que se hicieran algunas prisiones, pero sobre el duque de San Lázaro no recayó la menor sospecha.
¿Cómo? si era su favorito; mas la Orden de los penitentes quería la inmensa fortuna del duque, y tú, tú fuiste el que lo delató al rey, al que aconsejaste que para escarmiento de traidores matara a los tres individuos de la familia rebelde, dejando a Clotilde en rehenes para que firmara la donación de su herencia; y después… se corona la obra deshonrando a su víctima… que por último muere… porque los muertos no hablan.
—Ni tú hablarás tampoco, ¡miserable! —dijo el general, tratando de asirme por el cuello; pero yo entonces, con una fuerza hercúlea, impropia de mí, le cogí por los hombros y le hice sentar, quedándome de pie ante él y mirándole tan fijamente que tuvo que cerrar los ojos, murmurando—: ¡Siempre lo mismo! ¡siempre has de ejercer sobre mí un poder misterioso!
—No hay misterio que valga; te domino porque la luz domina a la sombra, porque aunque tú vas vestido de púrpura, te arrastras por la tierra como los reptiles.
Yo, en cambio, soy muy pobre, pero tengo la profunda convicción de que muchos hombres me llorarán cuando llenen mi fosa de tierra.
¿Te acuerdas? Desde niños nos conocemos, juntos emprendimos la carrera del sacerdocio; tú quisiste el poder y el crimen, yo la miseria y el cumplimiento de mi deber; y como la verdad no tiene más que un camino, hoy podrás ser dueño de un mundo, pero no eres dueño de ti mismo; tu conciencia te acusa; tú sabes que los muertos viven.
¿Y es verdad que tienes horas terribles? ¿Es cierto que miras con espanto más allá de la tumba?
Tú y yo tenemos doble vista, bien lo sabes; tú, como yo, verás en este momento sombras amenazadoras que señalándote con su diestra, todas te dicen:
¡Asesino…!
El general tembló convulsivamente y cerró los ojos.
—Inútil precaución —continué diciendo—. ¿Qué importa que cierres los ojos del cuerpo, si te quedan los ojos del alma?
En vez de venir a pedirme cuentas preguntando qué he hecho de Clotilde, deberías bendecir a Dios porque no te he dejado acabar de consumar un nuevo crimen; hartas víctimas tiene esa asociación maldita, que para mengua de la verdadera religión sostiene la ignorancia de los pueblos; pero… caeréis, y no como las hojas secas en el otoño, que en la primavera vuelven a renacer, no; no caeréis como el árbol centenario que corta el leñador; vuestras profundas raíces se arrancarán del seno de la tierra, se quemarán, y las cenizas las esparcirá el viento y nada quedará de vosotros ni en la superficie ni en la profundidad de la tierra.
— ¡Calla, calla! —dijo el general— Razón tienen en decir que eres brujo y que Satanás tiene tratos contigo, yo lo creo así.
—Mientes como un bellaco, bien sabes tú que Satanás no existe; lo que existe es la eterna relación entre los vivos y los muertos; bien sabes tú que el hombre nunca muere.
— ¡Quién sabe!—murmuró el general.
— ¡Impío…! ¿Serás capaz de negar a Dios?
—Y si Dios existe, ¿Cómo permite tantos horrores?
—Él no los permite en el pobre sentido que se le ha dado a esa palabra; Él crea al hombre y le deja dueño de sí mismo: el progreso es la ley eterna y los espíritus progresarán cuando la experiencia les enseñe que el mal es la sombra, y el bien es la luz.
— ¿Y crees tú firmemente que hay un más allá? —me preguntó el general con voz apenas perceptible.
— ¿Qué si lo creo? ¡Desgraciado! ¿Cómo has podido dudarlo ni un solo segundo?
¿No te acuerdas cuando juntos veíamos aquellos cuadros tan horribles, y escuchábamos aquellas voces lejanas?
— ¿Y si todo eso hubiera sido una alucinación?
—La alucinación puede tenerse una vez, pero no toda la vida; yo estoy firmemente convencido de que los muertos se relacionan con los vivos.
El comienzo de todas las religiones ¿a qué es debido? A las revelaciones de las almas.
¿Qué son los grandes sacerdotes? ¿Qué son los profetas? ¿Qué son los Mesías sino intermediarios entre los espíritus y los hombres?
— ¿Has dicho los espíritus, no has dicho Dios? Luego, poco más o menos, estás conforme en que Dios no existe—y el general se sonrió con amarga ironía.
—He dicho intermediarios entre los espíritus y los hombres, porque yo no personalizo a Dios; yo no creo que Dios, el alma de los mundos, pueda tener la forma que la ignorancia le ha querido dar; yo veo a Dios en la Creación, yo le siento en mi conciencia, yo le adivino en mi aspiración a un más allá, yo vivo en él, y él vive en mí; pero no me habla; es como el sol: me da su luz, me da su calor, me da su vida; de este modo comprendo yo a Dios.
—Es decir, que tú no tienes la menor duda de que tras la tumba hay algo.
—Está en todo, créeme. ¿Sabes tú lo que es la vida, esa emanación de la suprema sabiduría?
¡Querrías encerrarla en los estrechos moldes de una existencia llena de crímenes…! ¿Crees tú que se puede nacer una sola vez para vivir como tú vives, y como viven millones de seres entregados al desenfreno de todos los vicios? Imposible, una sola existencia sería la negación de Dios.
Renacer es vivir, porque renacer es progresar; y renaceremos.
¿Crees tú que la tierra será siempre una mansión de horrores? No; las humanidades se sucederán como se suceden las olas, y llegará un día que la religión verdad hará desaparecer todas las religiones impostoras.
«Nosotros asistiremos a esa renovación, nosotros veremos amontonadas las piedras de los altares, y los ídolos rotos nos recordarán lo que somos hoy, es decir, lo que sois vosotros.
Yo me he anticipado a ese renacimiento, yo os llevo algunos siglos de adelanto, y soy uno de los centinelas de avanzada.
No creas que por esto me tenga ni por sabio, ni por virtuoso, no; pero he llorado mucho, tú lo sabes, pues desde niños nos conocemos, y he visto tal desequilibrio en mi vida, que no he podido menos que pensar y decir: Yo no he nacido ahora, yo vengo de muy lejos y quiero ir más allá; por eso, en lo que yo puedo, implanto en la tierra la religión de la verdad, y por eso os digo: «¡Penitentes negros!, os hundís en el caos; queréis oro, queréis poder, queréis ser los dueños del mundo, pero no podéis detener el paso de la muerte, y cuando vuestro cuerpo caiga en la fosa, ¿Qué quedará de vosotros? Una memoria maldita, nada más.
¡Cuánto os compadezco, pobres ciegos!
¡Podíais hacer tanto bien!… ¡Sois tan poderosos!… Manejáis a vuestro antojo a los monarcas, las minas de oro os ofrecen sus veneros, mucho se os ha dado, y a pesar de todo seréis por mucho tiempo los mendigos de los siglos».
—No lo seré yo —exclamó el general, poniéndose de pie—; es preciso que nos sigamos viendo, necesito convencerme de lo que dices. ¿Qué horas tienes disponibles?
—Las noches son las mejores para mí.
—Convenido; te confieso que vine con muy distintas intenciones de las que me llevo.
—Ya lo sé; son muchos los que desean mi muerte, pero son muchos más los que ruegan por mí, y estoy plenamente convencido de que si ha sido mi vida un prolongado gemido, mi muerte será una inefable sonrisa, mi porvenir una era de paz.
—Dichoso tú si abrigas tal creencia.
— ¡No la he de abrigar!… ¡Dios da a cada uno según sus obras!… Yo he tratado de cumplir con mi deber: he amparado a los huérfanos, he evitado la consumación de algunos crímenes, he difundido siempre la voz de la verdad. ¿Cómo quieres que yo espere vivir en tinieblas si las sombras no existen? Es el hombre el que las forma con sus iniquidades.
— ¿De manera que sí yo quiero podré decir un día lo que tú dices hoy?
— ¿Quién lo duda? Dios no hace a los redentores, todos los espíritus nacen iguales; únicamente el trabajo y la perseverancia en el bien le dan a algunos seres cierta superioridad moral, pero este privilegio no es alcanzado por gracia, sino obtenido por justicia.
—Yo la obtendré algún día.
—Así sea.
El general me tendió su diestra y por un segundo nuestras manos estuvieron en contacto, y confieso: me estremecí de horror al considerar que aquella mano había firmado más de una sentencia de muerte.
Ya estoy solo. ¡Gracias, Señor! Los temores que me asaltaban han desaparecido de mi mente como desaparece la niebla ante los rayos del sol.
Este hombre ha temblado, ha tenido miedo de su porvenir, su conversión es segura.
¡Cuánto tengo que agradecerte, Señor!, que me has concedido tiempo para progresar y he conseguido atraer hacia mí la protección espiritual; porque si yo no estuviera rodeado de espíritus fuertes, ¿Cómo podría, pobre de mí, hacer lo que hago?
He burlado la vigilancia de los sayones de los penitentes; he penetrado en sus prisiones, les he arrebatado más de una víctima, y cuando el general de la Orden venía dispuesto a estrangularme le he dominado con mis ojos, he conseguido que me escuchara, y confío que este Caín no volverá a sacrificar a ninguno de sus hermanos.
Y Clotilde recobrará su perdida lozanía, pues le daré un esposo para que pueda formarse una familia.
¡Qué hermoso es el difundir el bien! Cuánto consuela dejar al pensamiento que como libre avecilla vuele de recuerdo en recuerdo, y allí vea una familia dichosa, más allá un pecador arrepentido, a otro lado una casa de huérfanos donde los pequeñuelos sonríen entre flores; y de todo ese bien, de toda esa felicidad, haber sido uno el motor… ¡Oh!, considerada bajo este prisma, ¡qué hermosa es la vida! Quiero vivir, quiero progresar y progresaré.
Amalia Domingo Soler