
I
Tenemos la inveterada costumbre de reírnos de todo aquello que no comprendemos: todo lo que traspasa los estrechísimos límites de nuestra inteligencia, lo creemos absurdo, inverosímil, ridículo, y cometemos mil tonterías, imprudencias y desaciertos, impulsados por nuestra ignorancia.
Habitaba en Guanabacoa un padre misionero de muy buenas costumbres, y de muy pocas palabras; muy dado a la contemplación y al estudio de la naturaleza, le gustaba pasear por el campo, donde pasaba la mayor parte de su vida, preguntando a las plantas el secreto de su existencia, sus virtudes medicínales y sus influencias nocivas.
Con este modo de vivir, retirado y contemplativo, ya tuvo la gente bastante para fijarse en él; unos lo creían santo, otros loco, aquellos simple, esos otros bueno, y entre tan encontradas opiniones, iba pasando su vida el padre Moreno perdonando las malas pasadas, y las jugarretas que le hacían los campesinos divirtiéndose a su costa, ya extraviándole por los bosques, apedreándole cuando encontraban ocasión, y llamándole para preguntarle necedades; pero él, siempre tranquilo, seguía su camino imperturbable, contestando a todas las preguntas, curando a muchos enfermos, y escuchando a todos los penitentes que lo llamaban, unos en chanza, y otros en veras.
Hombre ocurrente y discreto, tenía contestaciones verdaderamente felices. Un día, una pobre anciana llena de llagas y de agudos dolores, se paró delante de él, diciéndole:
—Padre mío; ¿Ud. que es tan bueno y tan sabio, no me podría curar a mí? El misionero la miró sonriéndose compasivamente, al ver tan dolorosa decrepitud.
—¡Hay hija mía! a ti solo te curarán las raíces del cementerio.
Magnífica contestación, porque a los viejos enfermos solo la muerte los liberta del peso de su envoltura, destrozada en mil pedazos.
El padre Moreno siempre acudía cuando lo llamaban, y se comprende que un hombre de su ciencia bien conocerla cuando se mofaban de él, más él impasible y sereno, lo mismo contestaba al justo que al pecador.
Una tarde estaban sentados a la puerta de su casa una familia que había ido a tomar baños minerales a Guanabacoa: jóvenes de ambos sexos, se entretenían en sabrosas pláticas, dispuestos por su buen humor a reírse hasta de su sombra.
Cuando estaban en lo mejor de su broma, dijo un chico que veía a gran distancia: Señores, señores, el Padre Moreno viene a lo lejos, vamos a reírnos un poco con él; le llamaremos y le diremos que tenemos un enfermo de suma gravedad, que sí lo quiere confesar; y como él es tan bobalicón, dirá que sí; y pasaremos un rato divertido, viéndole encaminar al cielo a cualquiera de nosotros.
—Yo seré la enferma, dijo una hermosa niña que aún no contaba 17 primaveras, y corriendo y riendo como una loca se fue a su cuarto, se echó en su lecho, y se cubrió con la colcha, tratando de dar a su rostro una expresión compungida y doliente.
El inventor del chasco y otros amigos salieron al encuentro del misionero, diciéndole:
—¡Ayl Padre Moreno, viene Ud. como llovido del cielo: mí prima Inés se ha puesto mala de pronto; no sabemos que será, pero pide un confesor con urgencia: venga Ud. con nosotros.
—Vamos allá, contestó el misionero. Dios siempre espera a sus hijos con los brazos abiertos, y nuestra obligación es acudir donde nos llaman.
Los muchachos a duras penas contuvieron la risa, y entraron en la casa donde las señoras trataban de aparecer tristes, pero haciendo visages y contorsiones, con lo cual los chicos se divertían a más y mejor.
El padre Moreno se dejó conducir a la habitación de la supuesta enferma, y se quedó solo con ella. Un cuarto de hora duró la confesión; al salir el misionero del cuarto de Inés, encontró a todos reunidos que le abrieron paso, tratando de contener la risa. El no hizo caso de aquellas pantomimas, únicamente dijo, deteniéndose un instante:
—Que traigan el viático enseguida, que la enferma se muere.
A estas palabras la hilaridad se hizo general, el sacerdote se fue, y todos en tropel se precipitaron en el cuarto de Inés, diciendo alegremente:
—¡Qué bien has hecho tu papel ¡Pues no dice que te traigan el viático!…. y todos se inclinaron sobre el lecho de Inés, pero su risa se trocó en espanto y un grito horrible se escapó de todas aquellas bocas.
¡Inés ya no necesitaba el viático! ¡Inés …….estaba muerta…….!!!
Aquella familia y sus amigos quedaron como heridos por un rayo, y por algunos momentos reinó entre toda una confusión inexplicable: por último), se les ocurrió lo que debía habérseles ocurrido primero, ir a buscar a un médico.
Salieron a buscarle, vino este, examinó a Inés detenidamente y declaró que la pobre niña estaba muerta, pero que no podía decir que causa lo había motivado, porque no que no se encontraba lesión alguna que le indicara la causa de la muerte.
Inés parecía que estaba dormida, tenía los ojos cerrados, su rostro pálido no conservaba la menor contracción. Decir que este suceso dio lugar a mil comentarios, lo creemos inútil, y estamos seguros que todos estarían muy lejos de la verdad.
Por supuesto, que no faltó su parte maravillosa y milagrosa.
Unos dijeron que el padre Moreno era un brujo, que había hechizado a la traviesa niña.
Otros que era un santo, y que había hecho aquel triste y ejemplar milagro para escarmiento de infieles y herejes, que se reían de las cosas más santas; y gracias que como no encontraron ninguna señal en el cadáver, no pudieron acusar al misionero de asesinato: hasta este extremo felizmente no llegaron las hablillas, y lo único que hizo la familia de Inés fue marcharse a Nueva-York, aterrados y avergonzados de sí mismos, y el padre Moreno ganó con este lance que lo dejaran tranquilo, sin que nadie se volviera más a meter con él.
Seguramente que la muerte de Inés tuvo una terrible oportunidad, y se comprende todo el horror, todo el espanto que produciría en aquella caterva de individuos entregados a la burla y a la broma, dejar a Inés riéndose como una loca, y encontrársela dormida con los brazos de la muerte.
Para los creyentes, aquello fue un castigo del cielo; para los mal intencionados, fue el efecto de las malas artes del padre Moreno, y en realidad seria lo que son todas las muertes repentinas: el resultado de enfermedades lentas, que van destruyendo poco a poco el organismo, pero que en aquella ocasión causó una sensación aterradora, y dio pábulo a mil suposiciones, por mezclarse en aquella triste historia el buen misionero, que tenía fama de todo lo malo y de todo lo bueno, y realmente el padre Moreno, no era más que un hombre digno y virtuoso: un hombre que comprendía que un sacerdote debe ser un modelo de buenas costumbres, cariñoso, compasivo, instruido, porque ya que viven en el celibato, y que no tienen hijos que les pidan pan, justo es que empleen bien su tiempo; y de ningún modo se adora mejor a Dios, que estudiando en su obra inmortal, en la naturaleza, y con aquellos conocimientos ser útiles a la humanidad.
Esto hacia el buen misionero, consagrado a Dios y a la ciencia, su inteligencia tenía un gran desarrollo, que empleaba en bien de sus semejantes: y estos ingratos y desagradecidos como siempre son los hombres, pagaban con la burla su paternal solicitud, o le perjudicaban con una adoración estúpida, que es muy cierto lo que dice Castelar:
«Divinizad al hombre, y lo veréis convertirse en bestia.»
He aquí una gran verdad, el vulgo ignorante ha hecho mucho daño con su servil idolatría, porque muchos hombres hay en el mundo como el padre Moreno, que comprenden su sagrado ministerio, y el pueblo a fuerza de necios halagos, los va empequeñeciendo paulatinamente.
En el hombre domina sobre todos sus sentimientos la vanidad; esta, en su primer grado, se confunde con la dignidad natural que todo hombre debe tener; mas no la dejéis tomar vuelo, que se convertirá en ave de rapiña, y la inocente paloma será buitre voraz.
No todas las inteligencias pueden mantenerse en perfecto equilibrio, y se necesita un gran tacto para no humillarlas ni enorgullecerías.
Al padre Moreno, alma fuerte, no lograron desviarle de su camino, y la providencia se encargó de impresionar fuertemente con un hecho natural a los habitantes de Guanabacea.
La noticia de la muerte de Inés fue una flecha que a todos los puntos de Cuba llegó; y el buen misionero siguió consolando a los afligidos, que era su gran misión en la tierra.
I I
La muerte, o sea la disgregación de la materia, suele ser amiga de efectos dramáticos, y algunos seres consiguen al dejar este mundo, que tras ellos se forjen historias y leyendas, y que algún fanático se sacrifique en aras de su ignorancia.
Conocimos en Sevilla a un matrimonio, que formaba una pareja encantadora.
Los dos eran jóvenes, hermosos, y buenos; se habían unido por amor, y su vida era un ensueño de felicidad. Inmensamente ricos, gozaban do todos los encantos de la existencia terrenal; pero cansados de la vida pacifica que disfrutaban en la oriental Sevilla, se trasladaron a Madrid, donde desplegaron todo el lujo que su holgada posición les permitía, sin que por esto aquellas dos almas se desunieran, juntos se les veía en todas partes, en los paseos, en los teatros y en los salones.
Llegó el carnaval, y el feliz matrimonio se dispuso a disfrutar de la popular fiesta, diciéndole Gustavo a su esposa: —Etelvina, en tanto que tú te vistes, yo me echaré un dominó y me iré en el coche a dar una broma con los amigos; dentro de media hora vendré a buscarte.
Etelvina ayudó a vestir a su marido, poniéndole un dominó de raso negro y cubriendo su rostro con un antifaz de terciopelo azul, diciéndole: vuelve pronto.
Se fue Gustavo, y Etelvina se dejó vestir con esa impaciencia del que desea no perder ni un segundo del placer que le espera: y asomada al balcón, en cuanto desde bien lejos divisó su carruaje, con el afán de una niña caprichosa, bajó la escalera ligeramente.
—¿Cómo traéis el coche cerrado? le preguntó Etelvina al lacayo al abrir este la portezuela.
—Por que el señor se quejó que sentía frio.
La joven subió a la carretela diciendo; al prado, y se sentó junto a su esposo, que estaba más que sentado, reclinado entre los almohadones; tenía puesta la careta, y no hizo el menor movimiento al sentarse Etelvina, ni la dijo una sola palabra.
Esta creyó que su esposo le daba una broma haciéndose el dormido, o fingiendo quo no la conocía, y le dijo alegremente:
—¿Duermes, o no me conoces, porque estamos en carnaval? pues yo si te conozco y te diré que eres casado, y que quieres mucho a tu mujer; ¿no es verdad? y al decir esto Etelvina, que era cariñosa por excelencia, reclinó su cabeza en el hombro de Gustavo, que permaneció insensible a tan expresiva demostración.
—»Vamos, no te hagas el dormido, dijo Etelvina con dulce impaciencia: no quiero verte así que me das miedo, y movió la cabeza de su esposo, la que cayó pesadamente sobre su seno.
La joven instantáneamente comprendió que algo le pasaba a Gustavo, y le arrancó la careta, presa de una angustia horrible, llamándole con esa desesperación suprema que nos da la certidumbre de una inmensa desgracia.
¡Gustavo Gustavo, responde! ¡Dios mío! y Etelvina perdió el conocimiento, por que comprendió que su marido estaba muerto.
Sí; Gustavo había muerto.
¡Qué contraste se ofreció entonces! aquellos dos jóvenes, momentos antes estaban llenos de juventud y de esperanzas, y por una metamorfosis violentísima, el uno se había convertido en cadáver, y el otro había perdido la vida de relación.
Cuando Etelvina recobró la memoria, se encontró en su lecho rodeada de los mejores médicos de la corte, que con su ciencia la volvieron a la vida del dolor.
Su aflicción no tuvo límites, y solo su profunda fe en Dios la salvó de no apelar al suicidio; pero aquella fe, era fe ciega, acompañada de la más completa ignorancia de la vida futura, creía ciegamente en el cielo y en el infierno, y le parecía que se aplacaba la cólera de Dios con sacrificios y funciones religiosas; pobre creencia que convirtió la vida de Etelvina, en un martirio continuo.
Se deja comprender que Gustavo , por su carácter poco pensador, no tendría la más leve idea de la supervivencia de ultra tumba, y como su repentina muerte no le dejó tiempo de pensar en nada, se calcula que su espíritu quedó en gran turbación y no se separaba nunca de su esposa; ésta, médium vidente sin duda alguna, lo veía siempre a su lado, gesticulando con impaciencia, nada más natural; porque Gustavo se creería vivir aún en la tierra, y no se daría explicación del llanto incesante de Etelvina, ésta, al ver a su esposo en actitud desesperada, las más de las veces, creía que su marido le pedía sufragios; y la pobre joven gastaba sumas inmensas en misas y en novenarios, pero el alma de Gustavo siempre estaba en pena, como decía Etelvina, la que no perdonaba medio para tranquilizar a su marido, imponiéndose las más duras privaciones, rodeándose de un luto exageradísimo, hasta en sus muebles enfundados de negro, hasta en las cortinas de su lecho que eran negros crespones, y mientras más hacia menos conseguía, porque la sombra de Gustavo siempre estaba delante de ella.
A más de un espíritu le hemos oído decir, que nunca podremos concebir el tormento que les damos con las exequias y el dolor desesperado; dicen que los envolvemos en una confusión espantosa, y experimentan una angustia inexplicable, y están unidos a la tierra porque nuestra pena los conmueve, y sufren nuestra presión, sin podernos consolar, y sin descansar ellos.
Esto le pasaba a Gustavo y a Etelvina, ésta última realmente enamorada de su marido, único ser que había amado, porque al salir del convento donde estuvo hasta, los 18 años, había pasado enseguida a los brazos de su esposo; para ella, muerto él no le quedaba más puerto que la religión que la habían enseñado, y hacia cuanto sabia para redimir al compañero de su vida.
¡Fatal ignorancia de las leyes eternas! Etelvina se sacrificaba, para atormentar más a su marido, ¡oh! si ella lo hubiese sabido… pero nada sabia; y lo que más la atormentaba era ver siempre a Gustavo; su confesor lo encargó que se hiciera esposa de Dios, que así se tranquilizaría; ella no titubeó ni un segundo, y se encerró en un convento, a cuya comunidad legó su inmensa fortuna, creyéndose siempre indigna esposa del señor, porque veía constantemente a Gustavo.
Su confesor declaró que Etelvina no tenía su juicio cabal, pero como era muy buena, muy sencilla y muy humilde, no la mortificaron con su manía.
Afortunadamente murió a los cinco años de haber profesado, y no faltó quien dijera que en su lenta agonía había extendido sus brazos para abrazar al diablo, que con la figura de su marido le persiguió durante su vida para atormentarla.
¡Cuántas, cuántas historias hay así!
Sí Etelvina hubiera sido espiritista, ¡cuánto más feliz hubiese sido ella, y cuánto bien le hubiera hecho a la humanidad!
Se vive verdaderamente a la mitad, no conociendo el Espiritismo, y se le dan proporciones gigantescas a los hechos sencillos y naturales.
La muerte de Inés le valió al padre Moreno el temor de unos, y la adoración de otros, y no era digno ni de una cosa, ni de otra.
La muerte de Gustavo sacrificó a una mujer, y su sacrificio fue estéril para la humanidad.
Al Espiritismo le está reservado en nuestros días, difundir la luz en la tierra, porque el Espiritismo nos pone en relación directa con los seres que hemos perdido, y desapareciendo la muerte, aceptaremos la vida con todas sus manifestaciones.
Con todas sus crisis y sus misterios que no son otra cosa que evoluciones de la misma vida.
¡Avanza en tu carrera! ¡avanza Espiritismo!
Difunda resplandores la luz de tu verdad;
Ten compasión del hombre, que en el oscurantismo.
Su triste vida pasa la pobre humanidad.
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Dile que Dios es grande; que Dios no necesita
Horribles sacrificios, sino humildad y amor:
Y que el progreso eterno en el amor gravita
Que, a amarnos mutuamente, nos enseñó el Creador,
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¡Espiritismo! extiende tus alas en un mundo
Donde unos a los otros se quieren destruir;
Que los espiritistas con un afán profundo:
A los errores digan; ¡dad paso a porvenir!
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A un porvenir de gloria, a un porvenir de vida,
¡Humanidad! ¡despierta! ves del progreso en pos;
¡Que tienes por herencia un tiempo sin medida
Y libertad suprema para llegar a Dios:
AMALIA DOMINGO Y SOLER
Año IX. Setiembre de 1877. Núm. 9. REVISTA DE ESTUDIOS PSICOLÓGICOS