Hace algunos días que leyendo un artículo con la admiración que siempre me inspiran los escritos de Castelar, me detuve asombrada ante unas cuantas líneas, pareciéndome imposible que el gran tribuno las hubiese transcrito.

Refiriéndose al goce inmenso que debió experimentar Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo, y las penalidades que tuvo que sufrir por las naturales consecuencias de todas las obras humanas, pues por regla general se concibe con placer y se pare con dolor, así mismo debió suceder a Colón: tras del «período gozosísimo del descubrir, semejante a los primeros versículos del Génesis, donde surgen la virgen luz y el inmaculado paraíso, un período aunque subsiguiente por el tiempo contradictorio por necesidad, el período de administrar y gobernar y combatir, el período de las conquistas y apropiación, por fuerza lógica irremisible había éste de parecerse al segundo capítulo del Génesis, en que surge la culpa, y Dios mismo, cuya vista se complaciera contemplando la creación recién nacida en el espacio celestial, se arrepiente, cuando el pecado la obscurece, de haberla hecho, hasta concluir por aborrecerla y maldecirla».

Y yo pregunto:
¿Dios puede arrepentirse de su obra?
¿Dios, al ver que el pecado la obscurece, concluye por aborrecerla y maldecirla?

Y esta afirmación monstruosa, groseramente materialista, la aplica Castelar al goce y al dolor que Colón debió sentir con el descubrimiento maravilloso del segundo paraíso y las penas infernales que la ingratitud le proporcionó después.

Pero, ¿merecen acaso los primeros versículos del Génesis que se tomen en cuenta semejantes aberraciones?
¿Qué Dios es ese que puede arrepentirse de su obra, hasta aborrecerla y maldecirla?

La escuela atea no podrá tener en sus fundamentos mayores absurdos, ni principios más erróneos que los que sustenta el Génesis; pero lo que a mí me sorprende y me asombra, es que haya hombres sabios que mencionen semejantes atrocidades.

Si así tratan a Dios los primeros escritores de la escuela religiosa, prefiero mil veces la escuela materialista, los ateos, los escépticos, los que todo lo niegan, antes que creer en un Dios que aborrece y maldice su obra.

Vengo observando desde hace mucho tiempo, que todos los escritores que se ocupan de Dios, rivalizan en usar un lenguaje impropio, vulgar, falto de lógica; y no se sabe dónde hay más pequeñez, si en la forma de la frase, o en el fondo de la idea.

Desde muy niña, cuando he leído referente a Dios, me ha hecho sonreír, compadeciendo a aquellos espíritus que tienen ojos y oídos y no ven ni oyen.

Cuando entraba en los templos, éstos me parecían cavernas; sentía miedo, horror; me encontraba mal, muy mal, y mientras más suntuosas eran las funciones eclesiásticas, cuantos más servidores del Señor se prosternaban ante los altares con sus luengas capas y sus mitras, más deseo tenía de correr al campo, de internarme en los bosques, de buscar los riachuelos, en cuyos bordes encontraba florecillas de vivísimos colores y plantas aromáticas, y en las copas de los árboles bandadas de avecillas entonando el himno más hermoso, el canto más conmovedor que puede escuchar el hombre en este mundo.

Y allí, allí sí que yo encontraba a Dios; allí sentía su aliento acariciar mi frente; allí resonaba su voz en mi oído; allí sentía el contacto de su diestra que me guiaba en aquel paraíso; metafóricamente hablando, allí todo me hablaba de El, desde la hormiga hasta el águila, desde la escondida fuentecilla, hasta el sol, que difundía con su luz el calor y la vida.

Cuantos monumentos han levantado los hombres, por grandes, por anchurosos, por elevadas que hayan sido sus cúpulas, por bellezas artísticas que hayan contenido sus altares, sus arcos, sus columnas, su reja del coro, sus ventanales con cristalerías de colores, sus órganos llenando el espacio de dulcísimas armonías, todo me ha perecido más pequeño que las fortalezas que levantan los niños a la orilla de los mares, amontonando conchitas y piedrecitas y amasándolas con arena; frágil construcción que se deshace cuando las olas, impulsadas por la marea, extienden su manto de espuma sobre la playa. Pues ese mismo efecto me hacen a mí los templos de la Tierra, desde la Basílica de San Pedro, hasta la humilde torrecilla de la ermita escondida entre montañas.

Yo siento a Dios en mi cerebro; yo reconozco algo superior a mi inteligencia, sé que tengo que aprender durante la eternidad, miro los mundos que me envían sus resplandores desde distancias no medidas aún por los matemáticos, y exclamo: «Esos puntos luminosos son otros tantos templos donde las humanidades deberán adorar a Dios». El modo de adorarle no lo ha encontrado aún mi pensamiento, pues no hallo forma que me satisfaga, ni que interprete fielmente lo que debe sentir el espíritu.

Para mí, todas las humanidades que han habitado la Tierra han sido multitudes de ciegos o de espíritus enfermos que no han vislumbrado, que no han presentido, que no han adivinado, ni remotamente, lo que es Dios en su naturaleza, lo que es su esencia y su eterno ser, y locos dignos de compasión todos los fundadores de las escuelas religiosas: ¡qué modo de delirar!… ¡qué Códigos sagrados!… ¡qué imagen presentan de Dios tan raquítica! ¡tan inadmisible! ¡tan fuera de lógica!…

Por eso los hombres más grandes, los pensadores más renombrados, los sabios más profundos, al llegar al escollo religioso, todos caen al fondo de la sima; no hay ninguno que se salve de la caída del ridículo.

Por eso las escuelas científicas se han engrandecido; por eso Darwin, con su evolución eterna, ha encontrado tantos adeptos. Yo soy darwinista a mi modo; yo acepto el progreso de mi espíritu desde el fondo del átomo, pasando por todas las transformaciones hasta adquirir lo que hoy poseo: memoria, entendimiento y voluntad.

Dice la ciencia, y lo creo, que hay una distancia inconmensurable, distancia que aun no ha podido medir la vista humana, desde el cuadrúmano hasta el hombre. Yo hoy no puedo medirla; mi inteligencia no puede penetrar en la noche de los siglos que habrá necesitado el espíritu para adquirir su individualidad, para sentir, para querer, para soñar, para subir a la altura en que hoy se encuentra.

Yo creo en Dios, pero no en los paraísos ganados con dinero, ni en los infiernos con sus penas eternas; no en la primera pareja humana, sino en la evolución incesante de algo que no tiene nombre apropiado en nuestro lenguaje, durante su trabajo de transformación hasta llegar a construirse un aparato que se llama cuerpo humano en este mundo, con el cual el espíritu realiza trabajos asombrosos, haciéndose dueño paulatinamente de su patrimonio, que es inmenso, porque tiene el infinito para progresar.

El Dios de la ciencia no le podemos comprender todavía los habitantes de la Tierra, tan es su grandeza; en cambio, el Dios de las religiones con sus libros sagrados, con sus Códigos, con sus cielos y su primera culpa, con el arrepentimiento de su obra, concluyendo por aborrecerla y maldecirla, inspira al espíritu pensador profunda compasión, no amor inmenso, y hay que decir leyendo los primeros versículos del Génesis: ¡Cuánta pequeñez!

Amalia Domingo Soler

Sus más hermosos escritos.