Todo tiene su causa, y tu tristeza y abatimiento la tiene también; te envuelve con su denso fluido un Espíritu de sufrimiento, que no hace muchos días dejó su envoltura en esa inmensa tumba, donde las religiones no han podido encender sus cirios funerarios, ni el orgullo humano ha levantado pirámides ni mausoleos; el mar es la gran fosa común, donde se confunden el suicida que negó la Omnipotencia del Eterno, y el náufrago que llamó a Dios en sus momentos de agonía.
El Espíritu que pretende comunicarse contigo, no tuvo tiempo en su última existencia de ser creyente o ateo, pues a las seis horas de haber nacido, su madre, su infeliz madre, desesperada, loca, huyendo de sí misma, le arrojó lejos de sí, y para estar segura de su muerte ella le lanzó al mar; y cuando las olas, compasivas, le abrieron sus brazos, y le durmieron con sus cantos y caricias, aquella mujer respiró mejor, miró en torno suyo, diciendo:
“¡Nadie me ha visto, nadie!…
Pero lo he visto yo…
“Y entonces, horrorizada, se inspiró espanto, y pidió con acento delirante a las revueltas olas la restitución de aquel pobre ser entregado a su voracidad; pero aquéllas, semejantes a la calumnia, que no suelta su presa, rugiendo con enojo, levantaron una montaña de espuma, y huyeron presurosas llevándose una víctima de las preocupaciones sociales.
El Espíritu de ese niño vaga de continuo por estos lugares, a los cuales acude su madre para rezar con su amargo llanto.
¡Si vieras qué historias tan tristes tienen su epílogo en el mar!
¡Se cometen tantos crímenes ante el inmenso espejo de los cielos!
-Parece imposible –replicamos, porque mirando el mar se cree en Dios.
¿Crees tú que no hay más ciegos que los que tienen los ojos cerrados?
Esos son los menos; los más, son los que ven las estrellas sin comprender que en aquellos mundos lejanos se agitan otras humanidades, sintiendo, pensando y queriendo.
Los que reducen la vida al estrecho círculo de sus pasiones, y para satisfacerlas cometen toda clase de desaciertos, esos ciegos de entendimiento, hace muchos siglos que ellos y la categoría de legisladores, han escrito unos códigos donde, en nombre de la ley, se trucan las leyes naturales que son las leyes divinas.
¡Pobre, pobre humanidad!
El Espíritu que reclama nuestra atención, ha sido uno de esos ciegos que ha tropezado y ha caído repetidísimas veces; al fin vio la luz y reconoció sus errores, y si valeroso y pertinaz fue en el mal, no se le puede acusar de cobarde en su expiación. Con ánimo sereno miró el cuadro de su vida, vio, en primer término, las multitudes que formaban sus víctimas, más lejos un lago inmenso formado con las lágrimas de todos los que por él sufrieron persecución y muerte o deshonra y miseria; pesó uno por uno todos los dolores que había producido su ferocidad, analizó todo el mal que por su causa se había enseñoreado de ese mundo, comprendió las fatales consecuencias de su inicuo proceder, buscó en el mar, teatro de sus horrendas hazañas, todos sus actos de barbarie, se vio señor de los mares, siendo el terror y el espanto de mar y tierra; vio los niños sacrificados, las vírgenes violadas, los ancianos atormentados, y ante tantos horrores no tembló, sino resueltamente comenzó a sufrir su condena sin murmurar; mucho lleva pagado; pero aún le queda mucho más que pagar; una de las existencias en que demostró un valor a toda prueba, fue indudablemente la que te voy a referir.
Nació en la mayor miseria, creció en medio de toda clase de privaciones, mendigó su pan hasta que tuvo edad para entregarse a los trabajos rudos, entrando de grumete en una galera, que fue apresada en las aguas de la India, en el mismo paraje donde en otras existencias había sembrado el horror y la muerte, el pirata que decía:
“¡Todo el Universo es mío!”
Fue pasada a cuchillo toda la tripulación del buque apresado, y sólo le concedieron la vida al joven grumete, que fue conducido al interior de la India, sometiéndole a los más horribles tormentos. CUARENTA Y CINCO AÑOS vivió sufriendo alternativamente los horrores del agua y el fuego, recibiendo el dardo de agudísimas flechas, siendo arrastrado por caballos indómitos, y no había sufrimiento que le causara la muerte.
Siempre se curaba de todas sus heridas; parecía un esqueleto, una momia escapada de su sepultura; nadie le amó, nadie le quiso, nadie tuvo compasión de aquel infortunado; no puede recordar el beso de su madre, ni la protección de su padre; nació entre abrojos, creció entre espinas, murió en medio de agudísimos dolores…
¡Qué malo es ser malo!…
¡Qué bueno es ser bueno!
El héroe de nuestra historia, al que llamaremos Wifredo, después de aquellos “Cuarenta y cinco años” de irresistibles tormentos, ha tenido varias encarnaciones, y en todas ellas ha muerto en el mar, que es donde él ha cometido todos sus crímenes, donde ha adquirido mayores responsabilidades.
Ahora, por la ley natural, tiene que escoger padres sin corazón o dominados por azarosas circunstancias, las que influyen poderosamente en el destino adverso de Wifredo, que siempre se propone luchar y vencer, pero que no siempre puede conseguirlo, y esta contrariedad entra en su expiación, porque el Espíritu decidido a sufrir, casi goza en el martirio, y ese goce no puede tenerlo Wifredo en todas sus existencias; por eso su vida se trunca en sus primeros años, y últimamente ni un día le ha sido dado permanecer en la Tierra, contratiempo que hoy lamenta porque quiere avanzar y no avanza lo que desea.
Ha lanzado al mar tantos niños que le estorbaban en sus viajes, que justo es, muy justo, que sucumba, entre las olas quien no escuchó los ruegos y los lamentos de las madres desoladas.
Pues si es justo que así suceda -preguntamos, no tendrá mucha responsabilidad la mujer que le arrojó lejos de sí; si hay hechos que fatalmente tienen que suceder, preciso será que haya seres que los ejecuten.
No tal; estáis en un error gravísimo; nunca el mal es necesario, porque el mal no es la ley de la vida; la ley eterna es el bien, y para que un ser muera no es indispensable que haya asesinos.
El hombre muere por sí solo cuando tiene necesidad de morir, y cuando se ha de salvar, aunque se encuentre en medio de los mayores peligros, se salva milagrosamente, como dicen unos, providencialmente, como aseguran otros, casualmente, como creen la mayoría; y tened entendido que no hay milagro, no hay providencia, ni casualidad; lo que ha habido, hay y habrá eternamente, es justicia, justicia infalible.
Tenéis una sentencia vulgar que dice así: no hay hoja del árbol que se mueva sin la voluntad de Dios. Y en verdad es así; pero falta explicar lo que es la voluntad de Dios, que no es lo que entre los hombres se llama voluntad, cuyos actos son querer y no querer, la potencia de admitir o rehuir alguna cosa, y si Dios quisiera o no quisiera, sería hacerle susceptible de encontrados sentimientos, habría lucha en sus ideas, y en Dios sólo puede haber inmutabilidad, infalibilidad, suprema perfección; su voluntad es la ley de gravedad que regulariza el movimiento de los seres y de las cosas; es la fuerza centrífuga y centrípeta, es el efecto respondiendo a la causa, es la lógica, es la justicia, es dar a cada uno según sus obras.
Dios hizo las leyes inmutables y eternas; éstas funcionan en la Creación sin cambio alguno; para todas las estaciones hay sus flores y sus frutos, sus lluvias, y sus vientos, sus días de sol y sus noches de borrasca; para todas las especies sus idilios de amor.
Aman los leones en los desiertos, abrasados por el sol de los trópicos; aman las tórtolas y las palomas en los caseros nidos; aman los peces en su lecho de cristal; aman las avecillas en el ramaje de la selva umbría; aman las palmeras y todos sus vegetales; ama el hombre en los brazos de su madre; ama postrado ante el ángel de sus sueños; aman los planetas al sol que los seculariza; aman los soles a los cuerpos celestes que giran en torno suyo, pidiéndoles un ósculo de amor.
Todo ama, todo se relaciona con la vida; no hay hecho aislado ni hombre solitario; todo forma familia; el crimen se crea su atmósfera asfixiante; la virtud, su semblante purísimo.
Dios no quiere que el hombre sucumba al peso de su infortunio.
El hombre cae, desciende y muere en medio de agudísimos dolores en cumplimiento estricto de la ley; que aquel que se ha gozado en el dolor ajeno no tiene derecho a ser dichoso; la dicha no se usurpa; la felicidad se obtiene por derecho divino cuando se han cumplido todos los deberes humanos.
Por eso Wifredo no puede ser dichoso, porque siendo hombre no amó a la humanidad; siendo fuerte oprimió a los débiles; su talento lo empleó en el mal; nada más justo que su vida sea peregrinación y que cuanto encierra la naturaleza tenga para él punzantes espinas.
Me detengo en estas digresiones, porque es muy necesario que os convenzáis de que, el que comete un crimen no lo ejecuta porque inconscientemente secunda planes divinos para castigar al culpable, no; esto sería acumular crímenes y las leyes divinas sólo acumulan amor.
Cuando un hombre tiene que sucumbir en el fuego, porque necesita sentir sus dolores que hizo sufrir a otros en la hoguera, sucumbe en un incendio sin que nadie le arroje, y aun cuando se empleen todos los medios para salvarle, muere.
La ley de la vida es la ley del progreso, no de destrucción; amar a todo ser naciente, desde la florecilla del campo hasta el niño que llora al nacer para despertar el sentimiento de la compasión, es obedecer el mandato divino.
Amar es vivir, vivir es sentir; y todo aquel que mata, aunque a ello le induzcan diversas circunstancias, criminal es, porque se opone a las leyes de Dios.
Wifredo ha desperdiciado tantos siglos de vida, que ahora tiene sed de vivir en la Tierra; pero ha truncado tantas existencias, que irremisiblemente se han de truncar las suyas, y el trágico episodio de su última encarnación le ha entristecido profundamente.
Contempla a su madre que la odia y la compadece a la vez, y, si le fuera posible, inspiraría a cien médiums a un mismo tiempo para contar sus múltiples historias; tiene mucha prisa de trabajar, cree que se le ha hecho tarde en el camino de la vida, y desea ganar los siglos perdidos; pero como querer no siempre es poder, él no puede, mejor dicho, no merece el goce de la expiación, y no lo tiene: llama a distintas puertas y nadie le responde, uno de los muchos anacoretas que hay en el espacio; se acercó a ti, y como tu sensibilidad está en completo desarrollo por el activo trabajo de tu plan de vida, necesariamente sentiste su dolorosa influencia; y yo, en bien de los dos, de él y de ti, me he apresurado a desvanecer tus sombríos presentimientos y a transmitirte algo de lo mucho que se agita en la mente de Wifredo, que semejante a un río que se desborda, la abundancia de sus aguas, en vez de fertilizar con su riego, destruye los sembrados.
El agua encauzada da la vida a las plantas, pero invadiendo los valles en lluvia torrencial da su muerte.
Lluvia torrencial es por ahora la inspiración de Wifredo, y la comunicación de los espíritus no debe, en sana lógica, perjudicar en lo más leve al médium porque sería devolver mal por bien, y debemos devolver bien por mal.
La comunicación, para ser útil, ha de instruir, ha de moralizar, ha de procurar el Espíritu, que el médium no sufra alteración alguna, sino que, por el contrario, se reanime con su fluido y adquiera fuerza para trabajar en el taller del progreso; el médium, por su parte, ha de estar siempre alerta, propicio al trabajo, pero reservando su omnímoda voluntad, siendo dueño absoluto de sus actos; y de esta manera se establece una relación entre vosotros y nosotros que nos presta mutuo consuelo.
Al Espíritu le es grato comunicarse con los terrenales, si en la Tierra tiene seres amados y sagrados deberes que cumplir; y vosotros, que vivís como los infusorios en una gran gota de agua, encontráis en nosotros la fuente del infinito; adquirís verdaderas nociones de la vida, y aunque no os damos la ciencia infusa, os animamos a buscar en la ciencia el principio de todas las cosas, y en el amor universal el inmenso raudal del sentimiento que es lo que verdaderamente engrandece al Espíritu.
He sido intermediario entre Wifredo y tú, como te he dicho antes, para el bien de los dos; que harto necesitáis de consuelo los anacoretas del espacio y los solitarios de la Tierra.
¡Pobres hermanos míos! No os desaniméis; Wifredo, alma perdida en el embravecido mar de las pasiones, náufrago que en una roca solitaria, en un castillo formado por la naturaleza, desde sus altas almenas contempla el abismo donde tantas veces ha sucumbido, y no sabe si bendecir la perpetuidad de la vida, o desear el no ser de la muerte…
También para ti habrá una familia, también llegará un día que encontrarás una madre amorosa que vivirá esperando tus sonrisas y escuchando tus palabras; no hay invierno que no tenga por primogénita a la primavera, ni estío que no tenga por heredero el otoño: también la luz del alba lucirá para ti.
Viviste “cuarenta y cinco años” entre horribles tormentos, y fuiste tan fuerte, tan enérgico, tan decidido para sufrir, que pagaste en aquella encarnación grandes deudas.
La energía es un gran auxiliar para el rápido progreso del Espíritu; no desfallezcas, no lamentes nacer y morir en el breve plazo de seis horas, cuando puedes vivir eternamente.
No mires al presente; contempla el porvenir; no te apresures demasiado, que la carrera sólo produce cansancio y fatiga: ve despacio, muy despacio; no cambia el modo de ser de un Espíritu en cortos segundos; el hombre se despoja de sus vicios lentamente, que no se pierden en un día los hábitos de cien siglos.
Espera, reflexiona, y confía en una nueva época no muy lejana que encarnarás en la Tierra y tendrás una familia que te ame; los cuarenta y cinco años de tu martirio en la India merecen una tregua de algunas horas de reposo y las tendrás.
Y tú, Amalia, cenobita envuelta en el humilde sayal de una mujer, poeta de otros tiempos, cantor aventurero que huiste del hogar doméstico, porque no comprendías los derechos y los deberes de los grandes sacerdotes del progreso, mendiga hoy una mirada cariñosa, mira en torno suyo cómo nacen las generaciones, mientras que tú, planta estéril, no has podido besar la frente de un pequeñito, diciéndole: “¡Hijo mío!”
Trabaja en tu profunda soledad; busca en la contemplación de la naturaleza el complemento de tu pobre vida; ya que no tienes un ser íntimo a quien contemplar.
Mas lo mismo que le dije a Wifredo te digo a ti: no desfallezcas; eres pobre como las hojas secas, pero puedes trabajar y llegar a poseer una riqueza fabulosa; nadie puede llamarse pobre teniendo el infinito por patrimonio.
Tú lo tienes también, avanza; espíritus amantes del progreso te rodean solícitos; navega en el mar de la vida sin temor alguno; la victoria será para ti, como para todos los que trabajan en la viña de la civilización universal.
Lee afanosa lo que escriben las olas al dejar su espuma en la playa. ¿Sabes qué dicen? Esto:
“Humanidad, toma ejemplo de nosotras, que trabajamos incesantemente; si nos imitas, serás dichosa”.
No olvides el consejo de las olas; en el trabajo está la libertad; el trabajo es el que dice en todas las épocas: “Hágase la luz”, y la luz se hace; vive en la luz, y vivirás en la verdad.
Amalia Domingo Soler
La Luz del Futuro
14 diciembre, 2017