Los que alardean de sentir por la humanidad el más noble y desinteresado de los amores, los que predican por calles y plazas los mandamientos de la ley de Dios, cuando se los ve muy de cerca, cuando se los trata con alguna intimidad, semejantes a los castillos de naipes que con un solo soplo se deshacen, o a las burbujas de jabón que mientras más grandes se forman más pronto se rompe su cristal de espuma, así muchos predicadores, muchos apóstoles de nuevas y regeneradoras ideas quedan convertidos en entes hipócritas, en sepulcros blanqueados, en fariseos, o sea, rezadores de plazuela, no quedando de sus decantadas virtudes más que la triste y desconsoladora realidad de sus muchos defectos; y esto acontece en todas las clases sociales; y a semejanza de Diógenes que iba con una linterna por las plazas de Atenas a la luz del sol del mediodía, buscando un hombre, así el espíritu fatigado se deja caer, diciendo:

-¡Cuánta sombra!

Los rayos del sol, con ser tan potentes, no pueden iluminar los antros tenebrosos de tantas conciencias aletargadas en el sueño del crimen.

Por mi parte, confieso ingenuamente que no me canso de buscar almas buenas, no puedo convencerme de que sea la Tierra un criadero de víboras, pues creo que si así fuera, les sería imposible resistir la mala influencia de tantos espíritus perversos a las almas que, deseosas de progresar, no hayan cometido grandes desaciertos hace algunos siglos.

Yo creo que así como se buscan las minas de oro y de diamantes en las entrañas de la tierra, y las perlas y los corales en el fondo del mar, de igual manera, para encontrar las virtudes, no debe uno contentarse con las que aparecen en la superficie social; se debe ir más lejos, no ascendiendo a las alturas de los palacios y de las clases privilegiadas, porque los que viven hartos, si de lo que les sobra dan algunas migajas, no es ningún sacrificio, no es ningún hecho heroico que merezca grabarse en mármoles y en bronces.

En cambio, el pobre que carece de lo más necesario, de lo más indispensable, si se acuerda de los que no tienen pan y se apresura a partir con un desventurado su escasa ración, éste es digno de alabanza, éste se puede decir que cumple estrictamente con las leyes humanas y divinas.

Yo que en esta existencia rindo culto al progreso; yo que sueño con una humanidad regenerada, busco sin descanso a los seres virtuosos para seguir su ejemplo; y si no tengo su fuerza de voluntad, ni su generoso desprendimiento, me apresuro en cambio a relatar los hechos más culminantes de su ignorada historia, para que otras almas se impresionen y sigan por el mismo camino de aquellos héroes ocultos, porque hay almas muy buenas, buenísimas; pero que, semejantes a las violetas, que se ocultan humildemente entre las hojas, así pasan completamente desapercibidas en su modestísima posición social.

Conozco dos mujeres del pueblo a las que conceptúo dos almas vestidas de luz; las dos viven en la mayor miseria; las dos llevan la cruz de su expiación con la resignación del mártir; tienen hijos que reclaman sus caricias, y sin embargo de estar desarrollado en ellas el purísimo sentimiento de la maternidad de un modo admirable, las dos han dicho:

– Sean nuestros hijos todos los que lloran – y con una abnegación sin limites, con una constancia a toda prueba, ¡cuánto bien han hecho estas dos mujeres a los desvalidos!

Las dos acuden a los hospitales, las dos visitan a los niños y a otros enfermos, pero a los pequeñitos con preferencia. Las dos piden ropa para el desnudo y pan para el hambriento, las dos demandan auxilio para los desheredados; y lo hacen con tan noble afán y con tanto anhelo, que no hay quien resista a sus súplicas.

Últimamente hablé con una de ellas y ¡cuánto aprendí escuchándola!… ¡Qué lección me dio!

Se hablaba de la propaganda espiritista, y me dijo ella muy seriamente:
-Créame usted, el Espiritismo no está tan extendido como debiera, porque no hay espiritistas; no señora, no los hay. No le negaré que hay muchos que escriben, y escriben cosas muy buenas, de mucha instrucción, de gran enseñanza, pero a la palabra escrita hay que unir la acción. Yo que soy una ignorante, que para comprender lo que leo, he de leer un párrafo cien veces, cuando voy al Hospital y a la Cárcel, los enfermos de ambas partes, porque (para mí) un criminal es un enfermo como el que tiene tifus o las viruelas, y en peores condiciones todavía; porque de los males del cuerpo se suele ver uno libre de ellos, pero los del alma, ni en el campo santo se dejan; porque allí sólo queda un montón de huesos, y el espíritu se encuentra con todos sus vicios al llegar al espacio si no ha podido o no ha querido desprenderse de ellos.

Pues bien, cuando yo voy a la Cárcel o al Hospital, ¡si viera usted, con qué alegría me reciben aquellos infelices!… Y no será porque les lleve muchas cosas, pues ya sabe usted que a pobre no hay quien me gane; pero a los unos y a los otros les hablo del Espiritismo, les cuento las comunicaciones que escucho en el Centro espiritista, les digo según mis alcances lo que deben hacer para aligerar la carga de su expiación; y, ¡si viera usted qué contentos se ponen!… No quieren que les deje; siempre les parece que llego tarde y que me voy pronto.

¡Qué mirada la de aquellos desgraciados!… Yo creo que los enfermos y los presos miran de otra manera. ¡Dicen tanto con sus ojos!… Pues hágase usted cargo, si yo que soy una infeliz, que no tengo sobre qué caerme, que no les puedo llevar nada que valga una peseta, que no tengo instrucción ninguna, que no poseo el don de la elocuencia, les consuelo con mis visitas y les doy ánimo con mis palabras, ¿qué no harían los espiritistas que tienen bienes de fortuna y que poseen profundos conocimientos? Pues harían, créalo usted, una verdadera revolución social.

No le quede la menor duda; si los espiritistas quisieran, ¡cuánto bien harían a los desgraciados! Señora, si lo hago yo, que soy la última palabra del credo; pero yo digo: Si hablando y pidiendo puedo vestir a un desnudo y dar de comer a un hambriento, hablaré a tiempo, y fuera de tiempo, como decía San Pablo; la cuestión es servir de algo, y no irme al espacio lo mismo que he venido.

¡A cuántas consideraciones se prestan los argumentos de que hace uso esta mujer del pueblo!

¡Cuánta razón tiene! En los antros del dolor es donde los espiritistas debíamos ir a predicar la buena nueva; allí donde todo es sombra es donde debe brillar el sol esplendoroso de la verdad suprema; pero… ¡escasean tanto en la Tierra las almas vestidas de luz!

No es una penitenciaría la mansión predilecta de los justos; mas de nosotros depende sanear estos pantanos insalubres, abonar la tierra endurecida, abrir nuevos caminos cortando las malezas espinosas; tenemos a nuestra disposición tiempo sin fin, inteligencia perfectible en vías de completo desarrollo, y pruebas innegables de la vida de ultratumba.

Yo, por mi parte, haré cuanto me sea posible por seguir las huellas de dos mujeres del pueblo, que me han enseñado a sentir y a compadecer; siempre que las veo no aparecen a mis ojos con su humilde traje, no; sus virtudes las transfiguran; y cuando se alejan parece que van envueltas en flotantes túnicas de impalpable tul, el cual tiene todos los bellísimos colores del arco iris, y cuando desaparecen, cuando sólo queda de ellas un vago resplandor, escucho una voz que murmura dulcemente en mis oídos:

¡Benditas sean las almas vestidas de luz!

Amalia Domingo Soler

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