
¡Vosotras, mujeres felices, que habéis tenido la dicha de la fecundidad!; ¡vosotros, hombres afortunados que os habéis visto renacer en vuestros hijos!, nunca obliguéis a éstos a que sean sacerdotes, jamás se os ocurra decirles: ¡Conságrate a la Iglesia!, porque la Iglesia no es madre, únicamente es madrastra, y el sacerdote que quiere cumplir con su deber es profundamente desgraciado. Yo lo sé por mí.
El hombre o la mujer que se consagra a la iglesia romana comete un suicidio que aplaude la sociedad, porque la sociedad en masa se parece a la multitud del pueblo en día de revolución, que grita porque oye gritar, y pide porque oye pedir; pero no sabe por qué grita, no comprende lo que pide; del mismo modo cuando una mujer entra en el convento se dice: «¡Dichosa de ella! ¡Ya dejó las fatigas de este mundo! ¡Imbéciles! La fatiga, el anhelo, el afán, lo lleva el espíritu consigo, es su patrimonio; el espíritu tiene que vivir y lo mismo siente en medio de las multitudes que en el rincón oscuro de una celda; no hay ayuno, no hay penitencia, no hay cilicio que agote las fuerzas del alma; ésta es potente mientras conservan perfecto equilibrio sus facultades mentales.
¡Si los muros de los conventos hablaran…! ¡si sus piedras carcomidas pudieran acudir a un lugar donde las muchedumbres acudieran para escuchar lo que dijeran las piedras de los monasterios, parecería que había sonado la trompeta del juicio final, y que habían llegado los días del Apocalipsis! ¡Todo sería confusión y espanto! ¡qué revelaciones tan horribles! ¡qué relatos tan interesantes y tan patéticos! ¡qué episodios tan dramáticos, y qué desenlaces tan verdaderamente trágicos…!
¡La mujer!, hermosa flor de la vida que crece lozana en el invernadero del hogar doméstico.
¡La mujer!, nacida para amamantar al niño, para rodearle de tiernos cuidados, para aconsejarle en su juventud, para consolarle en su vejez… ¡Un ser tan útil por voluntad de Dios… y tan inútil como se torna en el seno de algunas religiones… condenando a la esterilidad a la que es la fuente de la reproducción!
Y el hombre… un ser tan fuerte y animoso que lleva consigo la emanación, de la vida, que atraviesa los mares, que cruza los desiertos, que sube a la cumbre de las montañas, que domina a las fieras, que con sus inventos y sus descubrimientos utiliza todo lo que le ofrece la naturaleza, ese ser tan grande que dice con legítimo orgullo: «Dios me hizo a su imagen y semejanza», ¿a qué ve reducido todo su poderío cuando se postra ante un altar y pone en sus labios la hostia consagrada, y bebe el vino que simboliza la sangre de Dios?
¿Qué es aquel hombre? Es un autómata, es un esclavo, no tiene voluntad propia; el último mendigo de la tierra tiene más derechos para ser dichoso.
Él tiene que mirar a las mujeres, que son la mitad de su ser, como elementos de tentación; él tiene que oírse llamar padre sin poder estrechar a su hijo contra su corazón; sin poder decir: «Miradle, ¡qué hermoso es! ¡Ya me conoce! Cuando siente mis pasos levanta la cabeza y se vuelve para mirarme».
Estos goces supremos, estas alegrías divinas, están negadas para el sacerdote.
Si cede a la ley natural, tiene que ocultar sus hijos, como oculta el criminal el objeto robado, dejando caer sobre la frente de aquellos inocentes la mancha de un nacimiento espurio, pues la sociedad tiene sus leyes, y el que vive fuera de filas cumple mal.
El goce ilícito no es goce, es la fiebre del alma, y la calentura languidece el cuerpo y fatiga el espíritu.
El sacerdote, gozando de las expansiones de la vida, infringe la ley que juró, y nunca la infracción fue la base de esa felicidad, de esa felicidad noble, santa y pura que engrandece al espíritu que le crea una verdadera familia en el mundo espiritual.
¡Oh, el verdadero sacerdote es inmensamente desgraciado! ¡Iglesia, Iglesia, qué mal has comprendido tus intereses! Te has rodeado de árboles secos, tus comunidades religiosas se asemejan a bosques arrasados por el incendio, cuyas calcinadas raíces no tienen savia para alimentar a sus retoños.
Tú has infringido la ley natural, tú has martirizado a los hombres, tú has estacionado a los espíritus, tú te llamas la señora del mundo… pero tu pueblo no sirve para sostener tu trono.
Tus vasallos se dividen en dos fracciones: los buenos, son autómatas, son hombres convertidos en dóciles instrumentos, son cosas; y los malos, son impostores, son hipócritas, son sepulcros blanqueados.
¡Ah! ¿por qué me afilié a ti? ¿por qué fui tan ciego?
Porque la soledad es muy mala consejera; ¡y yo he vivido tan solo…!
Abandonado de mi madre, busqué en la Iglesia el cariño maternal; pero esta segunda madre también me rechazó cuando le dije lo que sentía, cuando me proclamé apóstol de la verdad.
Ella me llamó hijo espurio, me calificó de apóstata, y me arrojó de su seno como arroja la prostituta al hijo que la estorba.
Sin duda en otras existencias yo habré sido un mal hijo cuando ahora me he visto condenado a vivir sin madre.
Y yo amo a la Iglesia; sí, la amo; porque la amo quisiera verla despojada de sus ricas y perecederas vestiduras.
Y no quisiera ver a sus sacerdotes con trajes de púrpura y en marmóreos palacios; preferiría que habitasen en chozas; que fueran felices rodeados de una familia amorosísima, y que a la faz del mundo pudieran decir sus individuos: Ése es mi padre, y aquélla es mi madre.
Y porque a mis superiores les dije mis deseos, porque el día de mi primera misa me presenté diciendo la verdad, al día siguiente de la ceremonia me dijo el general de los penitentes negros: ¡Vete, huye, porque tu palabra está inspirada por el enemigo de Dios! Tú recibes inspiraciones de Luzbel y no puedes estar entre los siervos del Altísimo; mas porque no se diga que tu madre la Iglesia te abandona, irás a ocupar la vacante de un curato en un pueblo.
Antes de ir a mi destino, sufrí el destierro, el hambre, la calumnia, y sin saber por qué, cuando llegó el momento de ir a tomar posesión de mi pequeña iglesia, sentí frío.
Llegué al lugarejo, que estaba situado en un valle rodeado de altísimas montañas, y no se veía más que un pedazo de cielo siempre cubierto de espesa bruma; allí la naturaleza no hablaba al alma, no había hermosos paisajes que elevaran al espíritu y lo condujeran a la contemplación del infinito; pero, en cambio, había hermosísimas mujeres que guardaban en sus ojos todo el color azul que faltaba en su cielo.
Me recibieron con palmas y olivos, y acudieron presurosas a confiarme sus secretos todas las jóvenes de aquellos valles, y al escucharlas, al ver cómo las dominaba el fanatismo, que le decían a un hombre joven que no conocían lo que les daba vergüenza de confiar a sus madres; al ver aquella profanación que autorizaba la costumbre; al verme joven, depositario de tantas historias, sin más derecho para desempeñar tan delicado cargo que ser un hombre como los demás, lleno de pasiones y de deseos, que temblaba emocionado ante aquellas mujeres jóvenes y bellas, que me abrían el libro de su corazón y me decían: «¡Leed…!»; cuando yo calculaba todo lo absurdo, todo lo comprometido de aquellas confidencias, decía: «¡Señor, esto no lo manda tu ley, imposible! ¡Tú no puedes pedir que se convierta en piedra un corazón de carne!».
¿Por qué me has dado juventud? ¿Por qué me has dado sentimiento? ¿Por qué me has dado vida si me habías de condenar a muerte…? ¡Esto es insufrible…! esto es superior a las débiles fuerzas del hombre.
La confesión, si existiera el demonio, diría que éste la inventó.
Hablar con una mujer sin reticencia alguna, saber uno por uno sus pensamientos, sin que le oculte su menor deseo; dominar su alma, reglamentar su método de vida… y después… después quedarse solo… o cometer un crimen abusando de la confianza, de la ignorancia de una mujer, o ver pasar los goces y las alegrías como visión fantástica de un sueño.
Yo creo firmemente que la religión, para ser verdadera, debe proceder en todos sus actos en armonía con «la razón, y la confesión no lo está, especialmente en individuos de ambos sexos en cuya frente no hayan dejado los años copos de nieve.
En aquel reducido lugar me ahogaba; las costumbres dejaban mucho que desear, adoraban a un Dios de barro, les cegaba el fanatismo, y comprendí que yo no era a propósito para vivir entre ellos.
Temía caer, dudaba de mis fuerzas, y en la duda me abstuve de luchar; quería engrandecer mi espíritu, quería purificar mi alma, y para esto necesitaba más soledad, menos incentivos; porque si bien nuestro ser siempre se agita, resultaba más fácil de dominar y vencer un deseo que resistir a una tentación continua.
No quiero la soledad de los anacoretas, porque el aislamiento absoluto estaciona al hombre, pero tampoco quiero luchar con enemigos cuyo número pueda vencerme; para salir del riesgo es necesario dominar la situación, conservando con sumo cuidado el perfecto equilibrio de nuestros sentidos.
Pedí a mis superiores que me trasladaran; mas por lo mismo que yo pedí me fue negado; y yo, entonces, como si algo me dijera «¡Vete!», decidí abandonar aquel paraje donde luchaban en toda su efervescencia las pasiones, la ignorancia y la juventud.
Cuando mi grey supo que los dejaba, emplearon todos los medios que puede sugerir el cariño para detenerme.
Me amaban, especialmente algunas mujeres me amaban demasiado; me llamaban su salvador, ¡su ángel de la guarda!, pero yo allí no vivía, ¡necesitaba de más pureza, de más sencillez, de más cielo, de más luz, de más aire, de más vida!; aquellas montañas eran demasiado áridas; la vegetación de aquellos valles, en los cuales apenas llegaban los rayos del sol, y eso tras larguísimos intervalos, era débil y enfermiza; y huí, porque estaba sediento, y en aquel pobre lugar no había encontrado ni agua para el cuerpo ni agua para el alma.
Miguel y Sultán me siguieron, y ambos me miraron, diciéndome con sus ojos: «¿Adonde iremos?».
Y yo les decía: «Allí donde encuentre agua, porque me muero de sed».
Caminamos días y días, deteniéndonos en las aldeas, pero en ninguna parte me encontraba bien, y decía a mis compañeros: «Sigamos adelante; el hombre tiene obligación de vivir, y para vivir yo necesito aire, espacio y luz».
Una mañana subimos a una montaña, y al verme en la cima lancé un grito de admiración: por una parte, el mar murmuraba a mis pies su eterno hosanna, el sol cubría la movible superficie de las ondas con una lluvia de deslumbradores diamantes, y por el otro lado valles floridos, verdes ribazos, alegres riachuelos que serpenteaban entre las colinas; mansos rebaños pastaban en sus orillas, y un enjambre de chicuelos, disputando su ligereza y su agilidad a los cabritillos, corrían unos en pos de otros, lanzando exclamaciones de júbilo a las cuales contestaban los innumerables pajarillos que anidaban entre el follaje.
Aquel paisaje encantador me impresionó tan profundamente, que durante largo rato permanecí sumergido en extática meditación.
Sultán se echó a mis pies, Miguel se entregó al reposo; todo en torno respiraba amor y paz.
Al fin exclamé, dirigiéndome a Dios:
«Señor, si tú lo permites, yo quisiera quedarme en este lugar, pues aquí encuentro ese algo inexplicable que me hace vivir. Una voz lejana me pareció que me dijo: ¡Te quedarás…!» Y yo, alborozado, les dije a mis compañeros; «Vamos, vamos a recorrer esa llanura.
En aquellas casitas que yo distingo a lo lejos me parece que vivirán seres virtuosos», Y comenzamos a descender de la montaña.
A la mitad de nuestro descenso, sentimos el agradable ruido que produce el agua de un abundantísimo manantial, que formaba una artística cascada, porque nada tan artístico como la Naturaleza.
Nos quedamos agradablemente sorprendidos, y todos bebimos afanosos el mejor líquido que se conoce en el mundo, el agua, que brotaba de una peña coronada de helechos y de musgo; me senté al pie de aquella hermosa fuente formada por la mano de Dios, diciéndole a Miguel: «Bebe, ésta es la fuente de la salud.
Desde que he bebido me encuentro mejor. Reposemos aquí».
Sultán, mientras tanto, reconocía el terreno.
Media hora habría pasado entregado a mis pensamientos, cuando vi llegar a un pobre hombre cubierto de harapos, que se apoyaba en un niño, cuyo rostro estaba desfigurado por los estragos que en él había hecho la lepra; al tenerlo cerca de mí, vi que el mendigo era ciego.
¡Infelices! ¡cuánta compasión me inspiraron! Llegaron al manantial y bebieron con avidez, volviendo a emprender su camino.
Yo les seguí, y entablé conversación con el mendigo, que me dijo que iba a la vecina aldea, donde siempre le daban abundante limosna, tanto que a veces de lo que le sobraba daba a otros compañeros de infortunio, pues allí hasta los niños eran caritativos.
Al oír tan consoladoras palabras, no pude menos que exclamar: «¡Bendito sea este rincón de tierra! ¡Aquí se encuentra agua para el cuerpo y agua para el alma!»
Y como si algo providencial respondiera a mi pensamiento, un grupo de niños nos obstruyó el paso, y exclamó uno de ellos, dirigiéndose al ciego:
«¿Cómo has tardado tanto, buen Tobías? Hace más de dos horas que te aguardamos.
Toma, toma, que te traemos muchas cosas buenas».
Y se apresuraron a echar en las alforjas del pordiosero grandes panes, quesos y frutas, y lo que más me conmovió fue que el mayor de los niños le dijo al mendigo, con voz cariñosa: «Yo te llevaré la carga para que descanses, y apóyate en mí para que tu hijo quede libre y pueda jugar hasta que lleguemos a mi casa».
El pequeño leproso no se hizo de rogar, se apartó de su padre y comenzó a jugar con los niños y con Sultán, que pronto se hizo amigo de todos; y en tan agradable compañía entré en la aldea donde he permanecido 37 inviernos, y Dios sólo sabe cuántos años estaré aún.
Cuando me vieron, sus habitantes me hablaron todos con el mayor afecto, como si me conocieran desde mucho tiempo; y un anciano me dijo: «¡En qué momento tan oportuno llegáis, señor…! El cura de esta aldea se está muriendo, y cuando se muera, sabe Dios los meses y aun los años que estará este rebaño sin pastor.
Somos tan pobres, que ningún abad quiere venir aquí.
Jesús amó a los humildes, pero sus ministros no quieren seguir sus huellas».
Aquella misma noche, el buen cura del lugar dejó la tierra.
Yo recibí su última confesión, y a pocos seres he visto morir con tanta serenidad.
¡Nada más consolador que la muerte del justo!
¡Con qué tranquilidad deja este mundo! ¡qué sonrisa tan dulce anima su semblante!
Aquella muerte me hizo pensar mucho, porque parecía un suceso providencial.
Yo miraba en torno de mí y veía seres cariñosos, expansivos, pero no fanáticos ni ignorantes, y me pareció como imposible que yo pudiera vivir en un paraje donde había encontrado agua para el cuerpo y agua para el alma.
Yo pensaba, y decía: «¡Señor! ¿Seré egoísta si me quedo aquí?» Pero una voz lejana, muy lejana, repetía a mi oído:
—No, no eres egoísta. En cuanto a bienes terrenales, aquí vivirás tan pobre que serás enterrado de limosna; no es egoísmo querer practicar el bien, y es prudencia huir del peligro, huir del abismo donde se tiene la certeza de caer.
El hombre debe procurar siempre vivir en una atmósfera que no le asfixie, sino que al contrario le brinde paz y alegría; el espíritu no viene a la tierra a sufrir, porque Dios no le ha creado para el sufrimiento.
Viene para ensayar sus fuerzas, para progresar, pero no para sostener esos pugilatos que exigen las absurdas religiones.
Haz el bien, y en el bien vivirás.
La tierra no es un desierto estéril; hay manantiales de agua cristalina para saciar la sed que siente el cuerpo, y también hay raudales de virtudes para saciar la sed que siente el alma.
No me queda la menor duda de que los espíritus del Señor hablaban conmigo, porque yo siempre he dudado de mí, y siempre voces lejanas, muy lejanas, pero lo bastante perceptibles, me han fortalecido, me han aconsejado y han disipado todas mis dudas.
Mi única aspiración ha sido ser bueno.
He renunciado a la felicidad que me ofrecen las pasiones terrenales porque mi credo me ha negado crearme una familia; pero en cambio, gracias al Señor, he podido vivir en un paraje donde he hallado el agua del cuerpo y el agua del alma.
Entré en un mundo sediento de amor, y el amor de los desgraciados calmó mi sed.
Amalia Domingo Soler