Corazón


¿Qué es el amor en la tierra? ¡Es un misterio indescifrable, Señor! Es, o nube de humo que en espirales se esfuma, o charco cenagoso cuyas miasmas inficionan la atmósfera o terrible tormenta que todo lo arrasa, dejando tras de sí la desolación y la muerte.

¡Oh! si, sí; el amor en la tierra o tiene la vida de las rosas, que únicamente sonríen dos crepúsculos, el matutino y el vespertino, o es causa de pasión nefanda que hace ruborizar al que la siente, o una horrible tragedia cuyo desenlace es la muerte.

¡Y aún dudan los impíos, Señor! ¡y niegan con tenaz empeño que tú guardas para tus hijos otros mundos, donde las almas pueden saciar la sed ardiente de tu inmenso amor!

¡Yo te amo, Señor, yo que espero y creo en tu infinita misericordia, yo que sé que tú escucharás mi ruego, y que mañana sonreiré dichoso amando con delirio a una mujer!

¡Era tan bella! ¡Aún la veo, con su frente pálida coronada de blancos jazmines, con sus negros rizos, y con sus ojos irradiando amor! ¡Y sólo la vi tres veces, ¡Señor! ¡y en ninguna de ellas le pude decir que mi alma era suya…! ¡mis labios enmudecieron, pero no sé si mis ojos hablaron…!

¡Triste planeta tierra! Y este episodio de amor es el más santo, es el más puro; eran afecciones sacrificadas en aras de la religión y de la verdad.

Nunca podré olvidar a la niña de los rizos negros, pues era una criatura de las que dejan tras sí un perfume, una fragancia que nunca se evapora: el placer del dolor deja impreso en nuestro ser una sonrisa inmortal.

Estoy contento de mi sacrificio, estoy gozoso de no haber gozado, porque el goce de la tierra no deja más herencia que luto y lágrimas.

Ahora lo he visto, ahora lo he tocado, ahora me he convencido que el placer en este mundo es la fuente abundante del dolor.

Hace algún tiempo que sentía una especie de dulce envidia contemplando a dos seres dichosos. Al verlos sonreír yo decía: ¡Señor! ¿por qué yo no he podido sonreír así? ¿Por qué he tenido que vivir tan solo…? Mas ¡ay! ¡cuan breves días tuve que envidiar!

—¡Pobre Lina! ¡Infeliz Gustavo! ¡Aún me parece que soy víctima de una horrible pesadilla! pero no, es verdad, ¡es una horrible verdad! ¡Yo los he visto crecer!… ¡quién me dijera que los había de ver morir…! ¡Y hoy duermen junto a ella, al lado de la niña de los rizos negros…! ¡Mi familia del alma está en el cementerio!… ¡Perdóname, Señor! En mi dolor soy egoísta y olvido que la familia del hombre es toda la humanidad.

Todos los desgraciados son mis hijos, todos los desvalidos mis hermanos, todos los hombres mis amigos, pero… estoy muy lejos de la perfección y aún tengo la debilidad de tener mis preferidos.

¡Hijos míos! ¡Gustavo! ¡Lina! ¡Aún os veo cuando erais pequeñitos!

Hace veinte años, en una mañana de abril, vino a buscarme un niño que tendría siete primaveras; era hermoso y risueño como la primera ilusión del hombre.

«A la hermana de mi madre le han traído una niña, ¡es tan bonita! Ya la verá usted. Padre, queremos que se llame Lina. Venga usted, que ya la traen».

Y el niño me hizo correr para salir al encuentro del ángel que venía a pedirme con su llanto el agua del bautismo. Durante la ceremonia Gustavo miraba a la niña y me decía con sus hermosos ojos: «¡Qué bonita es!» Y el niño no mentía, porque la recién nacida era una criatura preciosa, que crecía entre flores y santas alegrías.

Todos los habitantes de la aldea queríamos a Lina, todos nos disputábamos sus caricias y éramos dichosos cuando la niña se sonreía, por que había en aquella sonrisa un destello celeste.

Nada más dulce y más conmovedor que ver a aquella infantil pareja.

Como Gustavo era mayor, cuidó de ella mientras era pequeñita; él la dormía en sus brazos; él le enseñó a andar y a pronunciar mi nombre, pues Gustavo, como todos los niños de la aldea, me quería mucho, y su mayor placer era traerme a Lina y sentarla sobre mis rodillas, y él se recostaba en mi hombro y me decía con tierna admiración: «¡Qué bonita es Lina! ¡Tengo unos deseos de que se haga mujer…!»

«¿Para qué?», le decía yo. «Para casarme con ella —contestaba Gustavo gravemente—; y cuando estemos casados viviremos con usted. ¡Ya verá usted , Padre, ya verá usted qué contentos estaremos!»

Y yo me complacía en hacer hablar al niño, porque me extasiaban sus planes de felicidad. Lina escuchaba silenciosa, porque fue un ser que habló muy poco y sintió mucho. Al final de nuestras conversaciones yo salía ganancioso, porque los dos niños me abrazaban con la más tierna efusión. ¡Horas de sol! ¡momentos de júbilo! ¡Cuan breves fueron…!

¡Con qué placer eduqué a Lina! ¡era tan buena! ¡tan humilde! ¡tan cariñosa! No sé qué lazo misterioso la unía a mí que sus horas de fiesta siempre las pasaba en mi huerto; y su familia, como la adoraba, venía tras ella.

Como cuidaba de los pájaros que anidaban en el viejo ciprés y cultivaba mis flores predilectas, Gustavo a veces le decía, para hacerla hablar: «Mira que tengo celos; creo que quieres al padre Germán más que a mí». Lina, al oírle, sonreía dulcemente y murmuraba: «Tú me has enseñado a quererle».

Y en estos tiernos diálogos pasábamos las tardes de los domingos. Otras veces me sentaba a leer y le decía a Lina y a Gustavo: «Pasead, hijos míos, pero a corta distancia, para que yo os vea; vuestra felicidad me hace dichoso; no me privéis de ella». Y los dos jóvenes paseaban; él hablaba siempre, ella sonreía con una sonrisa celestial; y yo en aquellos instantes veía a la niña de los rizos negros y decía entre mí: «Yo también le hubiera hablado así, yo también hubiera sabido expresar mi inmenso amor.

¡Gustavo vive…! ¡Yo no he vivido!… Todos tienen su asiento en el festín eterno de la vida, pero mi sitial ha quedado vacío…»; mas esta ráfaga de egoísmo pasaba pronto, y exclamaba: «¡Perdóname, Señor! Yo confío en ti; yo también viviré, porque al dejar la tierra encontraré a la niña de los rizos negros».

Los días pasaron. Lina iba a cumplir 17 años, y en el día de su natalicio yo debía bendecir su unión con Gustavo y constituir una familia, pues los jóvenes esposos debían habitar en una casita que habían hecho junto a mi huerto.

Mi viejo Miguel estaba contentísimo: yo ya me veía rodeado de dulces cuidados, y todos hacíamos planes para las largas noches de invierno, que estaríamos reunidos en torno del hogar; y nuestro corazón latía de gozo, cuando una mañana los habitantes de la aldea se despertaron sobresaltados, porque en todas las casas resonaron fuertes golpes dados con las alabardas en las puertas; más lejos se oía el relinchar de los caballos que repetían los ecos de las montañas, y mil voces gritaban a la vez: «¡A las armas! ¡A las armas! ¡Guerra al extranjero! ¡Guerra!»

Lina fue la primera que entró en la iglesia gritando: «¡Padre mío! ¿Qué quieren esos hombres?

Han entrado en todas las casas… las mujeres lloran… los soldados blasfeman… los jóvenes corren, los ancianos hablan entre sí… ¡Venid, venid conmigo!

Parece que ha llegado el día del juicio para esta aldea». Salí con ella y pronto me hice cargo de lo que pasaba. ¡La guerra! ese dragón de voracidad insaciable, pedía carne humana, y los capitanes venían por ella a nuestra aldea.

En menos de dos horas aquella risueña población quedó como si hubiese pasado la peste por ella: los bueyes mugían en los establos extrañando su forzoso reposo, las ovejas lanzaban lastimeros balidos dentro del aprisco, las mujeres lloraban sin consuelo, los ancianos hablaban entre sí y lanzaban tristes miradas al camino en el cual densa nube de polvo denunciaba que algunos pelotones habían pasado por allí.

Todos los jóvenes, todos los hombres fuertes para sostener un arma fratricida, fueron arrebatados de la aldea para que regaran con su sangre generosa los infecundos campos de batalla.

Gustavo también se fue, sólo tuvo tiempo para dejar a Lina en mis brazos y decirme: «¡Padre, a vos os entrego la vida de mi vida! ¡Velad por ella y velaréis por mí!» Con doloroso frenesí, acerqué la cabeza del noble joven a mi corazón y cubrí de lágrimas sus cabellos, en tanto que Lina, sin voz, sin lágrimas, con la mirada extraviada, perdió el sentido con la violencia del dolor.

Cuando volvió en sí, sus padres y los de Gustavo lloraron con ella su inmensa desventura.

¡Qué días tan tristes se sucedieron! La aldea parecía un cementerio: los trabajos del campo, única industria de aquel lugar puramente agrícola, quedaron poco menos que paralizados; la miseria tendió sus negras alas, el desaliento se fue apoderando de todos los corazones, y más de una joven venía a confesarme sus pecados, diciendo con angustia: «¡Padre!, ¿me castigará Dios porque quiero morir?» Lina, en la que el inmenso dolor había despertado la energía del alma, me decía con vehemencia: «¡Padre! ¿Es verdad que si no viene, nosotros iremos a buscarle? Yo no quiero que se muera solo; creería que lo he olvidado y no podría dormir tranquilo en su sepultura. ¿Es verdad que iremos?» Y al decir esto me miraba de una manera que me hacía llorar como un niño.

Pasaron tres años, y en ese tiempo Lina perdió a sus padres, y los de Gustavo se hicieron cargo de ella; pero la joven siempre estaba en mi huerto hablándome de él; parecía un alma en pena.

De aquella preciosa criatura no quedaba vida más que en los ojos, que siempre tenía fijos en mí. ¡Cuánto me decía con aquellas miradas! Había momentos que no las podía resistir, porque sus negras pupilas se convertían en agudas flechas que atravesaban mi corazón.

¡Quién no se angustiaba viendo el mudo dolor de Lina!, porque no hablaba desesperada, no; su palabra era tranquila, pero su mirada era desgarradora.

Una tarde vino a buscarme al cementerio, y con el delicado instinto y fina perspicacia que distingue a la mujer, aunque yo no le hubiera contado la historia de mi vida, ella comprendió que en aquella tumba estaba mi felicidad, y por eso vino a buscarme a ella convencida de que en aquel lugar sagrado yo no le negaría nada de cuanto me pidiera.

Me miró de un modo que me hizo temblar y me dijo: «¡Padre! Gustavo me llama, yo lo he oído, y en nombre de la muerta que aquí duerme, yo os ruego que vengáis conmigo, ella os bendecirá y Gustavo también».

No sé qué pasó por mí, no sé qué visión luminosa me pareció ver que se alzaba del fondo de la tumba. Miré a Lina como fascinado y le dije: «¡Iremos!» En los ojos de la joven brilló una lágrima de gratitud, y a la mañana siguiente salimos de la aldea acompañados hasta larga distancia por los ancianos padres de Gustavo.

Después de mil azares llegamos al lugar donde se había librado la última batalla, y entre montones de cadáveres y de heridos buscamos a Gustavo, pero inútilmente; al fin entramos en el campamento, donde se había improvisado un hospital, y Lina con una mirada abarcó aquel horrible conjunto, y con la rapidez del deseo la vi dirigirse a un extremo de aquel anchuroso recinto y caer de hinojos ante un herido.

Cuando pude llegar junto a ella, me costó gran trabajo reconocer a Gustavo, el cual, al verme, me alargó su diestra buscando la mía; los tres nos unimos en estrecho abrazo y ninguno pronunció una palabra: sólo Lina hablaba con los ojos.

Gustavo quería hablar, pero la emoción le ahogaba, y los tres permanecimos largo rato en una situación muy difícil de explicar.

Las tropas enemigas, que habían ganado la batalla, vinieron a incautarse de los vencidos y a recoger en carros los heridos.

Lina, al ver aquel movimiento, se apoderó de una mano de Gustavo y me miró, diciéndome con su ademán: «Yo no le dejo». Comprendiendo su heroica resolución, me incliné hacia ella y le dije: «Tranquilízate; no le dejaremos».

Le tocó por fin el turno a Gustavo, y cuando ya le iban a levantar, el oficial que dirigía aquella tristísima maniobra, miró fijamente a Lina y a mí, que tratábamos de incorporar a nuestro herido; se acercó más, me miró y exclamó con asombro:
—¡Vos aquí, padre Germán! ¿Cómo habéis dejado vuestra aldea?

En breves palabras le expliqué la causa que motivaba mi presencia en aquel paraje, y él, entonces, me dijo:
—Hace algunos años que os debí la vida; vos, sin duda, ni me conocéis ni me recordáis, pero yo nunca os he olvidado, y quiero de algún modo pagar la deuda que con voz tengo contraída.

¿Qué queréis de mí?
—Que me deis ese herido, que en breves días será un cadáver, para que al menos ella pueda cerrarle los ojos.

Sin dilación accedió a mis deseos, y convenientemente acompañados regresamos después de mil penalidades a nuestra aldea.

El pobre Miguel, que diariamente salía al camino para ver si veníamos, al divisarnos corrió a mi encuentro y me dijo que el padre de Gustavo había muerto impresionado por una noticia falsa que corrió de la muerte de su hijo, y de su madre se ignoraba el paradero.

Ante aquel nuevo trastorno, hice conducir al herido a mi pobre casa y lo colocaron en mi oratorio; y desde que quedó instalado, comenzaron para mí unos días verdaderamente horribles.

¡Qué cuadro, Señor, qué cuadro! Yo lo comparaba con los primeros años de Lina, cuando Gustavo la dejaba sobre mis rodillas y me decía: «¡Padre! ¡Mírela usted! ¡qué bonita es…!» ¡Qué diferencia con el cuadro que tenía ante mis ojos! ¡Qué metamorfosis! Lina no parecía ella.

Hasta había encanecido. De Gustavo no hay que hablar; delgado, ennegrecido, con los ojos casi siempre cerrados, con la boca contraída para ahogar gemidos; pero si conseguía contener gritos, no podía en cambio ocultar la sangre que brotaba a intervalos de su boca; la cabeza envuelta en sangrientos vendajes, los cuales, por orden facultativa del médico, no podíamos tocar; sin poderle dar alimento porque la fiebre lo devoraba; y Lina, junto a él, muda, sombría, con la mirada siempre fija en el rostro del herido, diciéndome a intervalos con voz apagada:

—¡Cuánto le estamos molestando, Padre! pero… poco tiempo le queda de sufrir, porque Gustavo se irá… y yo me iré con él, porque en la tumba tendría miedo sin mí.

Sí, sí, yo me debo ir con él, yo sin él no quiero quedarme aquí.

Yo no sabía qué contestar; la miraba, veía en sus ojos una calma espantosa, un no sé qué que me horrorizaba; lo miraba a él y murmuraba por lo bajo: «¡Señor! ¡Señor!, ten misericordia de nosotros; aparta de mis labios este cáliz, y si he de apurar hasta la última gota, dame fuerza. Señor, dame aliento para soportar el enorme peso de mi cruz».

Gustavo, de vez en cuando, tenía momentos de lucidez: abría los ojos, miraba a su amada con santa adoración, después se fijaba en mí y decía con amargura: «¡Pobre! ¡pobre Lina…! ¡Padre, padre! ¿Es verdad que no hay Dios…?» Y el infeliz enfermo comenzaba de nuevo a delirar, y Lina me decía: «¡Padre! ¡Padre! roguemos por él…»

¡Qué días, Señor, qué días! Me horroriza su recuerdo: ni un momento de reposo… ni un segundo de esperanza, sin oír más que quejas e imprecaciones, y ver morir a Lina poco a poco.

Así pasaron tres meses, cuando una mañana que yo estaba en la iglesia cumpliendo con mi obligación, y Lina en el huerto cogía hierbas medicinales para hacer una tisana, Gustavo hubo de levantarse en un momento de fiebre y buscar en su uniforme una pequeña daga, la cual se clavó certeramente en el corazón, sin proferir ni un grito, pues Lina nada oyó.

A poco entramos en la habitación Lina y yo; al acercarnos a la cama, ¡qué triste espectáculo, Dios mío! No lo podré olvidar jamás: Gustavo estaba con los ojos desmesuradamente abiertos, la boca contraída por amarga sonrisa; en su mano izquierda tenía vendajes que se había arrancado de la cabeza y la daga la tenía clavada en el corazón.

Lina, sin proferir una queja, cerró piadosamente sus ojos, y al querer arrancarle la daga experimentó una violenta sacudida y lanzó una estridente carcajada, que siempre resonará en mis oídos.

Después se levantó, se abrazó a mí, y durante cuarenta y ocho horas no hizo más que reír, presa de terribles convulsiones. En aquellas cuarenta y ocho horas agotó cuarenta y ocho siglos de sufrimiento.

¡Qué agonía! ¡qué angustia! ¡qué suplicio! ¡No hay frases que puedan describir mi horrible tormento! Al fin resonó la carcajada postrera; por un momento sus ojos se iluminaron con un rayo de inteligencia, estrechó mis manos tiernamente y reclinó su cabeza en mi hombro, del mismo modo que lo hacía cuando niña; y yo, aterrorizado, permanecí no sé cuánto tiempo inmóvil, petrificado ante tan inmensa desventura…

En la tarde de aquel día los habitantes de la aldea acompañamos al cementerio los cadáveres de Lina y de Gustavo, regando la tierra de su fosa con lágrimas de amor.

Los enterré junto a ella, al lado del ídolo de mi alma, y todos los días visito las dos tumbas, experimentando encontradas sensaciones.

Cuando me postro en la huesa de la niña de los rizos negros mi alma sonríe; parece que mi ser adquiere vida, y una dulcísima tranquilidad se apodera de mi mente; mis ideas en ebullición continua, en vértigo constante, pierden su dolorosa actividad y algo puro, suave y risueño viene a acariciar mis sentidos; mis ojos se cierran, pero si mi cuerpo se siente dominado por el sueño, mi espíritu vela y se lanza al espacio, y la veo a ella, siempre hermosa, hermosa y sonriente, que me dice con ternura: «¡Termina tu jornada sin impaciencia, sin fatiga; calma tu íntimo afán, que yo te espero y a los dos nos espera la eternidad…!» y me despierto ágil y ligero, fuerte, lleno de vida.

Me levanto, beso las flores que crecen lozanas sobre los restos de su envoltura, y exclamo alborozado: «¡Señor! ¡tú eres grande! ¡tú eres bueno! ¡tú eres omnipotente porque es eterna la vida de las almas, como eterna es tu divina voluntad!»

Después me detengo en la tumba de Lina y Gustavo, y me siento poseído de un malestar inexplicable; le veo a él, frenético, delirante, rebelándose contra su destino, rompiendo violentamente los lazos de la vida, negando a Dios en su fatal locura, y a ella poseída del mismo frenesí, riéndose con terrible sarcasmo de la muerte de su felicidad, y en este drama espantoso, en esta horrible tragedia, hay la fiebre de la pasión llegada al grado máximo de la locura; hay el fatal egoísmo del hombre, porque Gustavo se mató para no sufrir más, convencido, por el exceso de su dolor, de que su herida era incurable; dudó de la misericordia de Dios, para el cual nada hay imposible, porque ¡quién sabe si al fin se habría curado…!

No tuvo en cuenta el dolor inmenso de Lina, jugó el todo por el todo, quiso en su insensatez poner fin a lo que fin no tiene… y la desgraciada Lina, herida en la fibra más sensible, también se olvidó de Dios y de mí; en nada tuvo ni su fe cristiana ni mis cuidados, ni mis enseñanzas, ni mi amor.

Sólo en su última mirada parecía que me pedía perdón por la honda herida que dejaba en mi alma, herida tan profunda que no podrá cicatrizarse en la tierra.

Ella y él se entregaron en brazos de la desesperación; por eso en su tumba yo no puedo sonreír; porque sus sombras atribuladas deben buscarse la una a la otra; y durante algún tiempo no se verán, porque es delito grave quebrantar el cumplimiento de la ley.

Todos los dolores son merecidos, todas las agonías justificadas, y el que violentamente rompe los lazos de la vida, despertará entre sombras.

¡Feliz el espíritu que sufre resignado todos los dolores, porque al dejar la tierra, cuan hermoso será su despertar…!

¡Seres queridos! ¡Jóvenes que soñasteis con un porvenir de amor! ¡almas enamoradas que yo tanto he amado! ¿Dónde estáis? ¿Por qué habéis dejado vuestra blanca casita? ¿Por qué habéis abandonado a los pobres pajarillos que recibían el pan de vuestra mano? ¿Por qué habéis olvidado al solitario anciano que a vuestro lado sentía el dulce calor de la vida? ¿Por qué os habéis ido…?

¡Ay! se fueron porque la guerra, esa hidra de cien cabezas, esa hiena furiosa, tenía sed de sangre y hambre de juventud… y hombres fuertes que sostenían el paso vacilante de sus ancianos padres, corrieron a hundir en la tumba el progreso del porvenir, la esperanza de muchas almas enamoradas.

¡Oh, la guerra, la guerra! ¡tiranía odiosa de la ignorancia!, tú conquistas un palmo de tierra con la muerte de millones de hombres.

¡Derechos de raza! ¡feudos de linaje! ¡poder de la fuerza! ¡vosotros desapareceréis porque el progreso os hará desaparecer! ¡La tierra no tendrá fronteras porque será una sola nación!

Este derecho brutal, ese odio al extranjero, tendrá que extinguirse. ¿Qué quiere decir extranjero? ¿No es hombre? ¿No es hijo de Dios? ¿No es nuestro hermano? ¡Oh, leyes y antagonismos terrenales! ¡Oh, bíblico Caín! ¡cuantos Caínes has dejado en la humanidad!
Señor, perdóname si algunas veces me hace feliz la idea de abandonar este fatal destierro.

Perdóname si cuando mi cuerpo fatigado cae desfallecido te pregunto con melancólica alegría:
«¡Señor! ¿Llegó mi hora?» Los hombres de este mundo, con sus ambiciones, con sus leyes tiránicas, me aterran.

La flor de la felicidad no se abre en la tierra y yo deseo aspirar su perfume embriagador: yo deseo una familia dulce, amorosa, y en este planeta tengo mi hogar en un cementerio.

¡Lina! ¡Gustavo! ¡y tú, alma de mi alma! ¡la niña pálida dé los rizos negros…!
¡espíritus queridos! ¡no me abandonéis! dadme aliento, acompañadme en el último tercio de mi jornada.

Los ancianos somos como los niños, ¡nos asusta la soledad…!

Amalia Domingo Soler

Memorias del padre German