

De una persona egoísta se pueden esperar todos los crímenes.
Si las maldiciones que algunas sectas ponen en los labios de Dios fueran una verdad, diríamos que los egoístas eran los reprobos malditos de la creación.
El egoísmo rompe todos los lazos de la vida.
¡La familia! ese nido del amor, cuando se convierte en el laboratorio del alquimista, cuando se busca oro en el hombre y en la mujer, cuando dos seres se postran ante el altar del himeneo, pensando ella en la fortuna de él, y él en la dote de ella: al entrar en la morada de esas metalizadas criaturas, se siente frío en el alma; pero un frio intenso; ¿y cómo no sentirlo si allí falta el calor del sentimiento y se ven arrastrados por el suelo los benditos deberes de la vida?
Sí la naturaleza cumpliendo sus eternas leyes de reproducción les concede hijos a estos matrimonios del tanto por ciento, los padres sacrifican a su egoísmo las aspiraciones mas nobles de sus hijos.
A los varones les dan la carrera mas lucrativa, aunque esté en completa oposición con sus gustos y su carácter, y a las jóvenes no les dejan seguir las simpatías de su corazón, porque la cuestión es, que hagan un casamiento ventajoso, aun que para conseguirlo les unan a un hombre repugnante y grosero con tal que este sea rico, y así se van formando esas generaciones de egoístas en todas las esferas de la vida.
Hay naciones que parece pesar sobre ellas una apocalíptica maldición: hay provincias y comarcas que con rarísimas excepciones solo se encuentran familias dominadas por el vicio del egoísmo, cuyas profundas raices absorben la savia de la inocencia y de la juventud.
¡Oh egoísmo! cuantos males proporciona ese gravísimo defecto! es cual la lepra contagiosa y persistente; se parece a los incendios de las minas de hulla que duran años y años, pues como ese fuego lento es el egoísmo que se infiltra en el alma y hace la desgracia de un individuo y de cuantos le rodean; bien porque estos se tornen egoístas, ora porque sean víctimas del egoismo paterno.
iMaldito! ¡Maldito egoísmo, cuantos mártires tiene!………..Conocimos a una mujer profundamente desgraciada, uno de esos seres que no encontró en las rosas más que espinas, que para ella la primavera se troncó en helado invierno y el agua pura en fétido fango; pues bien, aquella pobre mujer nos decía muchas veces.
«¡Ay! yo también fui jóven y bella, un hombre digno y bueno me ofreció su nombre y su amor, la familia de mi prometido me tendía sus brazos, todo sonreía ante mi; pero mi madre decía que no quería separarse de mí por que yo era la que mejor sabia llevar su carácter y el de los demás individuos de nuestra familia, y no me permitió unirme al hombre que por todos conceptos aseguraba mi bienestar.
Años después, en su lecho de muerte, me pedía perdón por haber causado mi desgracia en la tierra.
¡Arrepentimiento tardío! ella murió rodeada de todos los cuidados pero presintiendo que su pobre hija moriría abandonada de todos, por que el marido que ella me eligió era profundamente egoísta. Dios perdone a mi madre lo poco que se cuidó de mi porvenir.»
¡Pobre Lucía! mientras tuvo fuerzas para trabajar, su esposo siguió a su lado; cuando los años y las enfermedades la pusieron inútil por completo la dejó; y la infeliz sola y abandonada fué a buscar en un hospital un rincón donde morir.
¡Ay! de los padres que solo ven en sus hijos instrumentos para su descanso material!….y aun que los accidentes principales de nuestra existencia los trazamos nosotros mismos, no debemos nunca dejarnos dominar por ningún sentimiento que pueda perjudicar a otro, no tenemos derecho para hacer padecer a nadie, él YO debía borrarse del alfabeto.
Los padres no deben ser nunca un óbice para la felicidad y el adelanto de sus hijos,y desgraciadamente hay tantos, tantos que lo son!…¡Pobre raza humana! ¡Qué pequeña eres! y aun hay quien dude que el espíritu tendrá mas vidas para progresar, pues si no las tuviera ¡infelices de nosotros! tendríamos que envidiar entonces a los animales, porque estos suelen tener mejores condiciones que los seres racionales.
Dice un adagio que hasta las fieras quieren a sus hijos, y hay tantos hombres que los abandonan! por que no hay egoísmo solamente del dinero, hay egoísmo por parecer virtuoso, probo y honrado y esta reflexión nos hace recordar una historia tristemente cierta.
Una mujer y un hombre se vieron, sintieron y faltaron a un deber, y una niña blanca y delicada les dijo con su llanto, ¡dadme abrigo! ¿pero cómo dárselo? si en aquellos momentos sus padres no podían unirse ante los hombres; ¡qué diría el mundo! el honor antes que todo.
Para reparar en algo el daño causado escribieron en un pergamino una oración en latín, partieron por la mitad la hoja, como también una medalla de plata que representaba la Virgen de los Dolores, y escribieron aparte una nota, en la cual decía que los padres de la niña guardaban la mitad del pergamino y de la medalla, y que en cuanto pudieran reclamarían su hija, suplicando en nombre de Dios que no abandonaran aquella criatura cuyo nacimiento tenia que ser por algún tiempo un doloroso misterio.
Ambos documentos y la medalla rota los sujetaron con una cinta y los pusieron sobre el pecho de la inocente niña que dejaron a la puerta de una casa cuyos dueños tenían fama de buenos cristianos.
Fama bien merecida por que acogieron a la niña como un presente del cielo: y aunque no eran ricos, ni mucho menos, no titubearon ni un segundo en aceptar el penoso cargo que la providencia les encomendaba, imponiéndose toda dase de privaciones para costear el gasto de una buena nodriza y toda la ropa que en lujosa abundancia compraron para el uso de la misteriosa niña; los padres de esta, algún tiempo después, se casaron pero a ella le daba vergüenza y a él reparo hacer saber a sus deudos y amigos una historia de todos ignorada, y se comprende que al fin decidieron callarse, por que por un hijo mas ó menos no era cuestión de perder su buena reputación.
Los años pasaron y la niña siguió en casa de sus protectores que la educaron perfectamente haciéndole rezar todos los días por el alma de sus padres que en su buen sentimiento los creían muertos, por que ellos en su bondad no podían concebir que hubiera padres que abandonaran a sus hijos y aun que a veces Águeda y Roque sin saber porque, preguntándose el uno al otro quien serian los padres de su amada Carmen, pensaban en aquellos señores que eran los mas ricos del pueblo y sobre los que se contaban varias historias, en el mismo instante aquellas almas cándidas y puras se avergonzaban de sus sospechas y rezaban fervorosamente por los padres de Carmen, creyéndolos difuntos.
¡Benditos sean los sentimientos generosos que no pueden creer que exista el mal!!
Las pruebas amargas de la vida cayeron sobre aquella buena familia: eran pobres labradores, y perdieron cosechas y el poco ganado que tenían, sirviéndoles de consuelo en su infortunio, el cariño y los cuidados filiales de su hija adoptiva, de la simpática Carmen, que trabajaba de noche y de día para mantener a sus ancianos padres, como ella los llamaba, y realmente padres fueron para ella.
El fuego destruyó su modesto albergue y murió de las resultas el bueno del tío Roque, quedando a cargo de Carmen su madre adoptiva y tres niños nietos de aquella.
Los verdaderos padres de Carmen Vivian en la misma población, que era una ciudad pequeña, y la veían y le daban labor su madre y sus hermanas, que estaban en muy buena posición, y Carmen quería mucho a aquella familia que la trataban con bastante cariño, especialmente sus hermanas. ¡Misterios de la sociedad!
Carmen siguió trabajando mas de lo que podía hasta que cayó enferma y su anciana protectora llegó a pedir limosna y mas de una vez la madre de Carmen se la dio preguntándole por su hija: pero como todos tienen su hora de redención también llegó para Águeda.
Una noche en que Carmen y los niños dormían con el letargo del hambre, y la anciana rezaba las oraciones de costumbre, dos golpes tremendos hicieron temblar la débil puerta de la vieja casucha; la anciana se levantó, y Carmen se despertó sobresaltada y creció su asombro cuando vio a su madre abrir la puerta y desaparecer entre los brazos de un hombre que la decía: No te asustes mujer, no te asustes que soy tu hermano, mírame bien, ¿no me conoces? soy Agustín, tu hermano Agustín.
Al día siguiente no se hablaba en toda la ciudad de otra cosa mas que de la vuelta de Agustín que había salido pobre y volvía fabulosamente rico, dispuesto a compartir su fortuna con su hermana y sus sobrinos.
Así fue en verdad. La buena anciana, la caritativa Águeda, la excelente mujer que quería a Carmen con toda su alma, se vio instalada en una gran casa, rodeada de todas las comodidades posibles, enviando a los niños a un colegio de la corte, se quedó sola con su inseparable Carmen y su buen hermano, al que rogó dotara a su hija adoptiva para que nunca los demás parientes tuvieran ni que negarle ni que concederle nada cuando ella muriera.
Carmen que era uno de esos seres simpáticos por excelencia, se captó en muy poco tiempo el cariño de Agustín, que la dotó en 30,000 duros, dejando el resto de su inmensa fortuna a su hermana y a sus sobrinos.
Como dicen que el amor y el dinero no pueden estar ocultos, pronto se supo en la ciudad que Carmen era una rica heredera, y sus padres que la habían desechado de su lado por el egoísmo de su buen nombre, ya no tuvieron un momento de reposo, y si por egoísmo de pública consideración ocultaron su falta juvenil, el mismo egoísmo con distinto matiz los indujo a publicarla en su ancianidad.
Sabían que Carmen no era fácil que se casara, porque le habían oído decir muchas veces que vivía consagrada a la memoria de un muerto, (se alimentaba su vida con el recuerdo de unos amores infantiles que tuvieron la duración de las amapolas),y aseguraba que no se casaría con nadie.
En esta confianza, no titubearon en presentarse en la casa de Águeda con la mitad del pergamino y de la medalla, cuya otra mitad conservaba Carmen religiosamente, y le declararon a esta el estrecho lazo que los unía, y que estaban resueltos a darle su nombre y a reparar públicamente su falta.
Águeda les pidió que no le quitaran á Carmen de su lado, porque quería morir en sus brazos, y Carmen declaró que mientras su madre del alma viviera no la dejaría un solo instante.
Algún tiempo después murió Águeda y el dolor de Carmen fue silencioso y profundo, dolor que cubrió el resto de su existencia con el velo de una resignada melancolía.
Los padres materiales de Carmen atrajeron sobre sí la burla y el desprecio general, porque, por muy positivista que sea la sociedad, hay ciertos lazos en la vida que repugna verlos rotos.
Carmen, alma buena y generosa, perdonó de buen grado a sus padres su egoísta proceder, y para sus hermanos fue una madre cariñosa y complaciente.
¡Cuántas historias hay así ¡Pobres niños expósitos! Casi todos vosotros sois víctimas del egoísmo virtuoso.
El amor sin honor os da la vida, y el honor sin amor os da la muerte.»
Muchas veces hemos entrado en un palacio cuya dueña tiene muchos hijos a los cuales quiere con delirio, y en varias ocasiones la hemos visto llorar amargamente diciéndonos que era muy desgraciada.
Excitó nuestra compasión y al par nuestra curiosidad, y no faltó quien nos dijera que en illo tempore había salido una niña de aquel palacio y la habían depositado en la Inclusa, donde murió a los pocos días de su llegada, y recordando aquella pobre victima, su madre quería a fuerza de amar a sus otros hijos, borrar su ingratitud para con el primero.
¡Inútil afán! su sombra se interpondría siempre entre su madre y sus hermanos.
¡Egoísmo! Egoísmo !tu eres el punto negro de la humanidad!
Por ti hay madres que olvidan su amor.
Por ti hay gusanos, (vulgo hombres) que desprecian a sus padres, si son plebeyos, por que son egoístas de pergaminos.
Por ti llega a ser un mito la amistad.
Tú conviertes el amor en un juego de Bolsa.
Tú eres el Caín de la sociedad.
Tú eres el Luzbel de la creación.
Tú eres la tea incendiaria del universo.
Tú lo destruyes todo; si la muerte existiera, tu serias su exacta fotografía.
¡Bendito sea el espiritismo! que anatematiza el egoísmo y nos hace odiarle y compadecer a los egoístas.
Roguemos por ellos, sí, porque los seres egoístas son los leprosos de la humanidad.
Amalia Domingo y Soler.
Año IX. Febrero de 1877. Núm. 2.
REVISTA DE ESTUDIOS PSICOLÓGICOS,