SUS CAUSAS, SUS EFECTOS Y LOS MEDIOS DE DESTRUIRLOS

Es sabido que la mayor parte de las miserias de la vida tienen su origen en el egoísmo de los hombres. Desde el momento en que cada uno piensa en sí mismo antes de pensar en los otros, y que ante todo busca satisfacer sus propios deseos, intenta naturalmente proporcionarse esa satisfacción a cualquier precio, y sacrifica sin escrúpulo los intereses ajenos, sea en las más insignificantes como en las más grandes cosas, tanto de orden moral como de orden material.

De ahí resultan todos los antagonismos sociales, todas las luchas, los conflictos y las miserias, dado que cada individuo trata de despojar a su prójimo. El egoísmo, a su vez, tiene su origen en el orgullo. La exaltación de la personalidad lleva al hombre a que se considere superior a los otros. Al suponerse con derechos superiores, se ve agraviado por todo lo que a su entender constituye un atentado a sus derechos. La importancia que por orgullo atribuye a su persona, lo vuelve naturalmente egoísta.

El egoísmo y el orgullo tienen su origen en un sentimiento natural: el instinto de conservación. Todos los instintos tienen su razón de ser y su utilidad, dado que no es posible que Dios haya hecho algo que sea inútil. Dios no ha creado el mal; el hombre es quien lo produce por el abuso que hace de los dones divinos, en virtud de su libre albedrío.

Así pues, ese sentimiento, contenido dentro de sus justos límites, es bueno en sí mismo. Lo que lo hace dañino y pernicioso es la exageración. Lo mismo sucede con las pasiones, a las que a menudo el hombre desvía de su objetivo providencial. Dios no ha creado al hombre egoísta y orgulloso; lo creó simple e ignorante; el hombre es quien se ha hecho egoísta y orgulloso, exagerando el instinto que Dios le dio para su propia conservación.

Los hombres no pueden ser felices si no viven en paz, es decir, si no están animados de un sentimiento de benevolencia, de indulgencia y de tolerancia recíproco; en una palabra, mientras procuren destruirse unos a otros.

La caridad y la fraternidad resumen todas las condiciones y todos los deberes sociales, pero suponen la abnegación. Ahora bien, la abnegación es incompatible con el egoísmo y el orgullo; por consiguiente, con esos vicios no es posible la verdadera fraternidad, ni tampoco la igualdad y la libertad, dado que el egoísta y el orgulloso lo quieren todo para sí.

Esos serán siempre los gusanos que carcomen todas las instituciones progresistas; mientras predominen, arruinarán con sus golpes los sistemas sociales más generosos y más sabiamente elaborados.

No cabe duda de que es bueno proclamar el reinado de la fraternidad, pero ¿para qué hacerlo si existe una causa destructiva? Es como edificar en un terreno inestable, o como si se decretara la salud en una región insalubre. Para que los hombres se encuentren bien en esa región, no alcanzará con que se envíen médicos, pues estos morirán como los otros; es necesario destruir las causas de la insalubridad.

No basta con impartir lecciones de moral a los hombres para que estos vivan como hermanos en la Tierra, es necesario destruir las causas del antagonismo, atacar la raíz del mal: el orgullo y el egoísmo.

Esa es la llaga sobre la que se debe concentrar toda la atención de los que sinceramente desean el bien de la humanidad.

Mientras ese obstáculo subsista, verán paralizados todos sus esfuerzos, no sólo por una resistencia inerte sino también por una fuerza activa que trabajará sin cesar para destruir la obra que han emprendido, puesto que toda idea grande, generosa y emancipadora aniquila las pretensiones personales.

Se dirá que es imposible destruir el egoísmo y el orgullo, porque esos vicios son inherentes a la especie humana.Si así fuese, deberíamos renunciar a la posibilidad de todo progreso moral.

No obstante, cuando se considera al hombre en las diferentes épocas, no podemos negar que se ha dado un progreso evidente. Entonces, si ha progresado, ¿por qué no habrá de progresar más aún?

Por otra parte, ¿será que no existen hombres desprovistos de orgullo y egoísmo? ¿Acaso no vemos personas de naturaleza generosa, en las que parecen innatos los sentimientos de amor al prójimo, de humildad, de devoción y abnegación? Es cierto que su número es menor que el de los egoístas; de lo contrario, estos últimos no serían los que promueven la ley.

No obstante, hay muchas más de esas personas de lo que se supone; y si parecen tan escasas es porque el orgullo se pone en evidencia, en tanto que la virtud modesta se oculta en la oscuridad. Si el egoísmo y el orgullo se contasen entre las condiciones necesarias de la humanidad, como lo es la de alimentarse para sustentar la vida, no habría excepciones. El punto esencial es, por lo tanto, conseguir que la excepción pase a constituir la regla, y para eso se trata ante todo de destruir las causas que producen y conservan el mal.

De esas causas, la principal proviene evidentemente de la falsa idea que el hombre se forma de su naturaleza, de su pasado y de su porvenir. Al no saber de dónde viene, se considera más de lo que es; y al no saber hacia dónde va, concentra todo su pensamiento en la vida terrenal; la pretende tan agradable como sea posible; anhela todas las satisfacciones, todos los gozos, y por eso atropella sin escrúpulo a su semejante, en caso de que este le oponga alguna resistencia.

No obstante, para eso es preciso que él ejerza el dominio; la igualdad daría a los otros los derechos que él sólo quiere para sí; la fraternidad le impondría sacrificios en detrimento de su bienestar; desea la libertad para sí y solamente la concede a los otros en tanto no ponga en riesgo sus prerrogativas. Visto que todos alimentan las mismas pretensiones, de ahí derivan los perpetuos conflictos que los llevan a pagar muy caros los escasos gozos que llegan a procurarse.

Si el hombre se identificara con la vida futura, su manera de ver se modificaría completamente, como la del individuo que sólo habrá de permanecer por pocas horas en una mala habitación y sabe que al salir de ella dispondrá de otra magnífica para el resto de sus días.

La importancia de la vida presente, tan penosa, tan breve, tan efímera, se borra para él delante del esplendor del porvenir infinito que se despliega ante su vista. La consecuencia natural y lógica de esa certeza es que el hombre sacrifique un presente fugaz a un porvenir duradero; mientras que antes todo lo sacrificaba a la vida presente. Al tomar como objetivo la vida futura, poco le importa permanecer un poco más o un poco menos en esta otra; los intereses mundanos pasan a ser accesorios en vez de ser lo principal; trabaja en el presente con vistas a garantizar su posición en el porvenir, sobre todo porque sabe en qué condiciones puede ser feliz.

En lo atinente a los intereses mundanos, los hombres pueden crearle obstáculos, en cuyo caso tiene que apartarlos, y se vuelve egoísta por la fuerza de las circunstancias. Si dirige la mirada hacia lo alto, hacia una felicidad que ningún hombre puede impedir, no le interesará oprimir a nadie y el egoísmo perderá su objetivo. Con todo, siempre le quedará el estímulo del orgullo.

La causa del orgullo está en la creencia que tiene el hombre de su superioridad individual.Incluso ahí se hace sentir la influencia de la concentración de los pensamientos en la vida terrenal. Para aquel que nada ve delante de él, detrás de él, ni encima de él, el sentimiento de la personalidad es predominante y el orgullo carece de límites.

La incredulidad no sólo es impotente para combatir el orgullo, sino que lo estimula y le da la razón, negando la existencia de un poder superior a la humanidad. El incrédulo sólo cree en sí mismo; es natural, pues, que tenga orgullo. Mientras que en los golpes que recibe no ve más que una obra del acaso y se rebela, aquel que tiene fe percibe la mano de Dios y se somete. Creer en Dios y en la vida futura es, por consiguiente, la primera condición para moderar el orgullo, aunque no sea suficiente. Junto con el porvenir es necesario ver el pasado, para formarse una idea exacta del presente.

Para que el orgulloso deje de creer en su superioridad es preciso demostrarle que él no es más que los otros, y que estos valen tanto como él; que la igualdad es un hecho y no simplemente una hermosa teoría filosófica; que estas verdades se desprenden de la preexistencia del alma y de la reencarnación.

Sin la preexistencia del alma, el hombre es inducido a creer que Dios en (caso de que crea en Él), le ha conferido ventajas excepcionales. Cuando no cree en Dios, da gracias al acaso y a su propio mérito. Como lo inicia en la vida anterior del alma, la preexistencia le enseña a distinguir la vida espiritual, infinita, de la vida corporal, temporaria.

Sabe de ese modo que las almas salen todas iguales de las manos del Creador; que todas tienen el mismo punto de partida y que todas habrán de alcanzar el mismo objetivo en mayor o menor tiempo, conforme a los esfuerzos que realicen; que él mismo no ha llegado a ser lo que es sino después de haber vegetado, al igual que los otros hombres, durante largo tiempo y penosamente en los escalones inferiores de la evolución; que entre los más atrasados y los más adelantados sólo existe una cuestión de tiempo; que las ventajas del nacimiento son puramente corporales e independientes del Espíritu; que el simple proletario puede, en otra existencia, nacer en un trono, y el más potentado renacer como proletario.

Si solamente toma en consideración la vida corporal, apenas ve las desigualdades sociales del momento, que son las que lo impresionan; pero si dirige la mirada al conjunto de la vida del Espíritu, sobre el pasado y el porvenir, desde el punto de partida hasta el punto de llegada, esas desigualdades desaparecen, y entonces reconoce que Dios no ha concedido privilegios a ninguno de sus hijos en perjuicio de los otros; que ha dado igual parte a todos y que no ha allanado el camino a unos más que a otros; que aquel que se presenta en la Tierra menos adelantado que él, puede ganarle la delantera si trabaja más que él para su perfeccionamiento; reconocerá, finalmente, que como cada uno llega a la meta por sus esfuerzos personales, el principio de igualdad constituye un principio de justicia y una ley de la naturaleza, ante los cuales cae por tierra el orgullo del privilegio.

La reencarnación, al probar que los Espíritus pueden renacer en diferentes condiciones sociales, tanto por expiación como por prueba, enseña que en aquel a quien tratamos con desdén puede encontrarse alguien que ha sido nuestro superior o nuestro igual en otra existencia, un amigo o un pariente.

Si el hombre supiera quién es esa persona, le dispensaría atenciones, pero en ese caso no tendría ningún mérito. Por otra parte, si supiese que su amigo actual ha sido su enemigo, su servidor o su esclavo, seguramente lo rechazaría. Ahora bien, Dios no ha querido que sucediese así, razón por la cual ha colocado un velo sobre el pasado. De ese modo, el hombre es inducido a ver en todas las personas hermanos suyos y sus iguales, de donde resulta una base natural para la fraternidad. Al saber que podrá ser tratado del mismo modo que trata a los demás, la caridad llega a ser para él un deber y una necesidad fundados en la naturaleza misma.

Jesús sentó el principio de la caridad, la igualdad y la fraternidad, e hizo de él una condición expresa para la salvación; pero estaba reservado a la tercera manifestación de la voluntad de Dios, es decir, al espiritismo por el conocimiento que facilita de la vida espiritual, por los nuevos horizontes que descubre y por las leyes que revela, sancionar ese principio y probar que no es apenas una doctrina moral, sino una ley de la naturaleza, y que llevarlo a la práctica resulta de interés para el hombre.

Ahora bien, este lo practicará cuando, al dejar de ver el presente como el principio y el fin, comprenda la solidaridad que existe entre el presente, el pasado y el porvenir.

En el inmenso campo del infinito que el espiritismo le hace vislumbrar, se anula su importancia personal; comprende que por sí solo no es nada ni puede nada; que todos se necesitan mutuamente y que no son unos más que otros: doble golpe asestado a su orgullo y a su egoísmo.

Con todo, para eso el hombre necesita la fe, sin la cual permanecerá forzosamente en la rutina del presente; pero no la fe ciega que huye de la luz, restringe las ideas y, por eso mismo, alimenta el egoísmo, sino la fe inteligente, razonada, que busca la claridad y no las tinieblas, que rasga valerosamente el velo de los misterios y amplía el horizonte. Es esa fe, elemento básico de todo progreso, la que el espiritismo le proporciona: fe robusta, porque está basada en la experiencia y en los hechos, porque le suministra pruebas palpables de la inmortalidad de su alma, porque le muestra de dónde viene, hacia dónde va y por qué está en la Tierra; finalmente, porque consolida sus ideas, todavía inseguras, acerca de su pasado y su porvenir.

Una vez que el hombre haya ingresado definitivamente en ese camino, como el egoísmo y el orgullo ya no tendrán nada que los incite, se extinguirán poco a poco por carecer de objetivo y de alimento, y todas las relaciones sociales se modificarán con el influjo de la caridad y de la fraternidad bien comprendidas.

¿Podrá eso ocurrir como efecto de un cambio brusco? No; sería imposible; visto que nada se produce bruscamente en la naturaleza; nunca la salud vuelve súbitamente al enfermo; entre la enfermedad y la salud siempre existe la convalecencia. Así pues, el hombre no puede cambiar instantáneamente su punto de vista y dirigir la mirada desde la Tierra hacia el cielo, pues el infinito lo confunde y lo deslumbra; necesita tiempo para asimilar las nuevas ideas.

El espiritismo es, sin discusión, el más poderoso elemento moralizador, porque mina en su base al egoísmo y al orgullo, aportando un punto de apoyo a la moral. Ha hecho milagros en materia de conversión, aunque apenas sean curas individuales y a menudo parciales.

No obstante, lo que ha producido en relación con los individuos constituye una garantía de lo que un día producirá en las masas. No puede arrancar de una sola vez las hierbas dañinas. Confiere la fe, y la fe es la buena semilla, que requiere tiempo para germinar y dar frutos; por esa razón los espíritas no son aún perfectos.

El espiritismo ha tomado al hombre en medio de la vida y del fuego de las pasiones, en la plenitud de los prejuicios; y si en esas circunstancias ha obrado prodigios, ¿qué no hará cuando lo tome al nacer, todavía libre de las impresiones nocivas; cuando la criatura mame desde sus primeros vagidos la caridad, y sea arrullada por la fraternidad; cuando, en fin, toda una generación sea educada y alimentada con ideas a las que la razón, a medida que se desarrolle, habrá de corroborar en vez de invalidarlas?

Bajo el dominio de esas ideas, que llegarán a ser la fe de todas las personas, el progreso ya no tropezará con el orgullo y el egoísmo, las instituciones se reformarán por sí mismas y la humanidad avanzará rápidamente hacia los destinos que se le han prometido en la Tierra, mientras aguarda los del Cielo.

Allan Kardec

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