¡Señor! ¡Señor! ¡Cuan culpable debí de ser en mi anterior existencia!

Pues yo estoy bien seguro que ayer he vivido y viviré mañana, no de otro modo puedo explicarme la continua contrariedad de mi vida.

Y Dios es justo, y Dios es bueno, y Dios no quiere que se descarríe la última de sus ovejas y el espíritu se cansa como se cansa el mío de tanto sufrir.

¿Qué he hecho yo en el mundo? Padecer; vine a la tierra y mi pobre madre murió al darme a luz, o la hicieron morir, o la obligaron a enmudecer, ¡quién sabe! El más profundo misterio veló mi nacimiento.

¿Quién me dio el primer alimento? Lo ignoro. No recuerdo que ninguna mujer meciera mi cuna.

Mis primeras sonrisas a nadie hicieron sonreír; hombre con hábitos negros veía en torno de mi lecho al despertar.

Ni una caricia, ni una palabra de ternura resonaba en mis oídos; toda la condescendencia que tenían conmigo era dejarme solo en un espacioso huerto; y los padres de mi fiel Sultán (hermosísimos perros de Terranova) eran mis únicos compañeros.

En las tardes de verano, a la hora de la siesta, mi mayor gusto era dormir reposando mi cabeza sobre el cuerpo de la paciente Zoa, y aquel pobre animal permanecía inmóvil todo el tiempo que yo quería descansar.

Éstas fueron todas las alegrías de mi niñez. Nadie me castigó nunca, pero tampoco nadie me dijo: Estoy contento de ti. Sólo la pobre Zoa lamía mis manos, y sólo León me tiraba de las mangas del hábito y echaba a correr como diciéndome:
«Ven a correr conmigo», y yo corría con ellos, y entonces… sentía el calor de la vida.

Cuando dejé mi encierro, nadie derramó una lágrima; únicamente me dijeron: «cumple con tu deber»; y como recuerdo de mi niñez y de mi juventud, me entregaron a Sultán, entonces pequeño juguetón cachorrillo, y comencé una era menos triste que la anterior, pero triste siempre.

Amante de la justicia, mis compañeros me señalaron con el dedo; me conceptuaron como elemento perturbador, y me confinaron en una aldea donde pasé más de la mitad de mi vida; y cuando la calma se iba apoderando de mi mente, cuando la más dulce melancolía me dejaba sumido en mística meditación, cuando mi alma gozaba algunas horas de apacible sueño moral, me llamaban de la ciudad vecina para bendecir un casamiento, para recoger la postrer confesión de un moribundo, para asistir a la agonía de un reo en capilla; y contrariado siempre, nunca he podido, al concebir un plan, llevarlo a efecto, por sencillo que fuera.

Y yo he sido un ser inofensivo, he amado a los niños, he consolado a los desgraciados, he cumplido fielmente con los votos que pronuncié. ¿Por qué esta lucha sorda? ¿Por qué esta contrariedad continua?

Si mi espíritu no tiene derecho de individualizarse más que en esta existencia, ¿por qué Dios, amor inmenso (que en Él todo es amor), me ha hecho vivir en esta terrible soledad? ¡Ah! no, no, mi propio tormento me dice que viví ayer.

¡Si no reconociera mi pasado, yo negaría a mi Dios! Y yo no puedo negar la vida. Pero ¡ah! ¡Cuánto he sufrido! ¡Sólo una vez he podido hacer mi voluntad, sólo una vez he desplegado la energía de mi espíritu, y cuan feliz fui entonces!

—¡Oh, Señor, Señor, las fuerzas de mi alma no pueden inutilizarse en el corto plazo de una existencia! ¡Yo viviré mañana, yo volveré a la tierra y seré un hombre dueño de mi voluntad! Y yo te proclamaré.

Señor, no entre hombres supeditados a vanos formalismos. ¡Yo proclamaré tu gloria en las Academias, en los Ateneos, en las Universidades, en todos los templos del saber, en todos los laboratorios de la ciencia! ¡Yo seré uno de tus sacerdotes! ¡Yo seré uno de tus apóstoles, pero no haré más votos que seguir la ley de tu Evangelio!

Yo amaré, porque tú nos enseñas a amar. Yo me crearé una familia, porque tú nos dices creced y multiplicaos. Yo vestiré a los huérfanos, como tú vistes a los lirios de los valles. Yo hospedaré al peregrino, como tú hospedas en las enramadas a las aves. Yo difundiré la luz de tu verdad, como tú difundes el calor, y esparces la vida con tus múltiples soles en tus infinitos universos.

¡Oh, sí, yo viviré, porque si no viviera mañana, negaría tu justicia, Señor!

Yo no puedo ser un simple instrumento de la voluntad de otros. Porque, si no, ¿para que me has dotado de entendimiento y de libre albedrío? ¡Si todo cumple su trabajo en la creación mi iniciativa debe cumplir el suyo; y yo nunca he estado contento con las leyes de la tierra!

¿Cuándo, cuándo podré vivir?
¡Cuántas veces, Señor, cuántas veces he acudido para confesar a los reos de muerte, y si hubiera podido, me hubiese llevado a aquellos infelices a mi aldea y hubiera partido mi escaso pan con ellos! ¡Cuántos monomaniacos!

¡Cuántos espíritus enfermos me han confiado sus más secretos pensamientos, y he visto muchas veces más ignorancia que criminalidad! ¡Desventurados!

Una noche reposaba en mi lecho, y Sultán, como de costumbre estaba echado delante de mi cama. Yo, ni despierto ni dormido, pensaba en ella, en mi adorada muerta, en la niña pálida de los rizos negros; de pronto Sultán, se levantó, gruñó sordamente y apoyó sus patas delanteras en mi almohada, diciéndome con su inteligente mirada: «Escucha».

Presté atento oído y nada oí; tiré de una oreja a Sultán, diciéndole: «Tú sueñas, compañero»; pero él siguió mirándome, y pronto oí un rumor lejano que se fue acercando; y de pronto el galope de muchos caballos hizo temblar las casas de la aldea. Un fuerte aldabonazo resonó en la Rectoría.

Miguel se levantó apresuradamente, miró quién era y vino a decirme todo azorado:
—Señor, vienen a prendernos; quiere veros un capitán de gendarmes que viene con mucha gente.
—Pues que pase —le contesté. A poco entró el capitán, hombre de semblante rudo pero franco, y, me dijo:
—Dispénseme usted. Padre, que venga en hora tan intempestiva a turbar su sueño, pero se ha escapado de la cárcel hace varios días un preso que pronto debía ir a cumplir su condena en Tolón; se le ha buscado pero inútilmente, y venimos a ver si por acaso le encontramos en los vericuetos de estas montañas.

Dicen que tiene usted un perro a cuyo fino olfato nada se le escapa, y vengo a que me deje usted su perro a ver si él husmea la pista; me han dicho que le tiene usted en mucha estima, y le respondo que a este bravo animal no le sucederá nada.

Yo miré a Sultán fijamente, y le dije al capitán:
—Bien, esperemos al amanecer y mientras reposa usted dos horas en mi lecho y mucho antes de que salga el sol yo le llamaré.
—Tengo orden de no perder un minuto, y no le perderé. Yo, que no deseaba que encontrasen a aquel desgraciado, miraba fijamente a Sultán; y éste pareció comprender mi pensamiento; movió la cabeza en señal de asentimiento, y él mismo cogió el fuerte collar de cuero rodeado de aceradas puntas que le servía en las grandes caminatas, se lo puso, y el capitán le miró complacido, diciendo:
«¡Qué hermoso animal!» Y momentos después se fue la partida, y yo me quedé rogando al Ser Supremo que en aquella ocasión mi fiel Sultán no descubriera rastro alguno.

Al día siguiente por la tarde volvió el capitán malhumorado, diciendo:
—Os traigo dos malas noticias: -no he encontrado al bandido, y he perdido a vuestro perro. En una hora que hemos tenido de descanso ha desaparecido, lo que siento vivamente porque es un animal que no tiene precio. ¡Qué inteligente es!

Hace dos horas que podíamos estar aquí, pero hemos retrocedido buscando al perro.

Hice que el capitán cenara conmigo, y en seguida marchó a dar cuenta de su cometido; y yo, sin saber por qué, no me inquieté por la ausencia de Sultán; dejé entreabierta la puerta del huerto y subí a mi cuarto, donde me puse a leer, y a las nueve se me presentó Sultán, le quité el collar, me hizo mil caricias, y después apoyó su cabeza en mis rodillas, principió a gruñir y a tirarme del hábito; se iba hacia la puerta, volvía, me miraba, se tendía en el suelo, cerraba los ojos y se hacía el muerto, se levantaba y volvía a mirarme como diciendo: «Ven, conmigo».

Yo pensé en el criminal escapado, y me dije: «Sea lo que sea, llevaré algunas provisiones». Cogí un pan, una calabaza con vino añejo, otra con agua aromatizada, una linterna que escondí debajo de mi capa, y sin hacer el más leve ruido salí por la puerta del huerto, la cual dejé entornada. Miguel entretanto dormía profundamente.

Cuando me vi en el campo, sentí en todo mi ser una emoción especial, y me detuve algunos momentos para dar gracias a Dios por aquellos instantes que me concedía de completa libertad. Me sentía ágil, mis ojos veían más lejos.

Era una hermosísima noche de primavera, y las múltiples estrellas parecían un ejército de soles que celebraban en el cielo la fiesta de la luz; tan brillantes eran los efluvios luminosos que enviaban a la tierra. Parecía que la naturaleza se asociaba conmigo para hacer una buena obra. ¡Todo sonreía, y mi alma sonreía también!

Pero Sultán estaba impaciente, y turbaba mi meditación tirándome con fuerza de la capa; le seguí y pronto desaparecí en hondos barrancos muy cercanos al cementerio. Sultán me guiaba recogiendo la extremidad de mi báculo, porque la luz de la linterna parecía achicarse en aquellos antros oscuros.

Seguimos una larga cueva, y en el fondo de ella había una pirámide de ramas secas; y detrás de aquel parapeto cubierto de seco follaje, había un hombre, al parecer muerto, tan completa era su insensibilidad.

Su aspecto era espantoso, casi desnudo, ¡rígido!, ¡helado! Lo primero que hice fue dejar la linterna en el suelo junto con el pan, el vino y el agua, y haciendo un gran esfuerzo conseguí sacarlo de detrás de la pirámide, y lo arrastre al medio de la cueva.

Cuando le puse bien tendido, colocando su cabeza sobre un montón de ramas. Sultán comenzó a lamer el pecho de aquel desgraciado; y yo, empapando mi pañuelo en el agua aromatizada, le apliqué a su frente y a las sienes, le roció la cara, y apoyando mi diestra sobre su corazón sentí, pasados algunos momentos, débiles y tardos latidos.

Sultán, mientras tanto, no perdonaba medio para volverle a la vida: lamía sus hombros, olfateaba todo su cuerpo, restregaba su cabeza con la cabeza de aquel infeliz, y al fin el moribundo abrió los ojos, y los volvió a cerrar suspirando angustiosamente.

Entonces me senté en el suelo; coloqué suavemente la cabeza de aquel desgraciado sobre mis rodillas, y pedí a Dios la resurrección de aquel pecador.

Dios me escuchó; el enfermo abrió los ojos; y al sentirse acariciado, me miró con profundo asombro; miró a Sultán, que calentaba con su aliento sus rodillas, y yo acerqué a sus labios la calabaza del vino, diciéndole: bebe. Él no se hizo rogar; bebió con avidez y cerró de nuevo los ojos como para coordinar sus ideas; trató de incorporarse, y yo lo ayudé, le pasé el brazo por la cintura, apoyé su cabeza en mi hombro y partí un pedazo de pan y se lo presenté diciendo: «Haz un esfuerzo y come». El enfermo devoró el pan con febril desaliento, y bebió de nuevo, diciendo:
—¿Quién sois?
—Un ser que te quiere mucho.
—¿Qué me quiere mucho? ¿Cómo? Si, nadie me ha querido.
—Pues yo te quiero y he pedido a Dios que tus perseguidores no dieran contigo, pues creo que tú eras el que debía ir al presidio de Tolón.

El enfermo experimentó una violenta sacudida, miró fijamente, y me dijo con voz bronca y desconfiada:
—No me engañes, porque te costará caro que soy un hombre de hierro.
Y quiso levantarse; pero yo le detuve, diciéndole:
—No temas, yo quiero salvarte, confía en mí, y algún día darás gracias a la Providencia: ahora dime por qué te encuentras aquí.
—Porque estas montañas las tengo muy conocidas, y dije, al escaparme de la cárcel: «Me ocultaré en una de sus cuevas, y luego trataré de vivir»; pero yo no contaba con que me rindiera el hambre y no sé qué otra enfermedad; porque parecía que me daban martillazos en los sesos, y sólo pude tirarme donde me habéis encontrado y cubrirme con el ramaje que encontré a mano; después… no recuerdo nada más y a no ser por vos me hubiera muerto.
—¿Te ves con fuerzas para andar?
—Ahora sí; si no sé lo que ha pasado; si siempre he sido de hierro.
Y se levantó ágilmente.
—Pues bien, apóyate en mí y salgamos de aquí. ¿Cómo te llamas?
—Juan.
—Pues mira, Juan, hazte cargo que esta noche has nacido de nuevo para ser grato a los ojos del Señor.

Y guiados por Sultán salimos de la cueva, que hacía muchos recodos; pasamos los barrancos, y al verme en terreno llano, estreché el brazo de mi compañero, y le dije:
—Mira, Juan, mira este espacio y bendice, la grandeza de Dios.
—Pero… ¿adonde vamos?—me preguntó con recelo.
—A mi casa. Y te ocultaré en mi oratorio, donde nadie entra nunca; allí descansarás y luego hablaremos.

Juan se dejó conducir; llegamos al huerto de la Rectoría mucho antes del amanecer; conduje a mi compañero a mi oratorio, le improvisé una cama y le hice acostar, y allí estuve tres días cuidándole esmeradamente: él me miraba y no se daba cuenta de lo que le sucedía. A la tercera noche, cuando los habitantes de la aldea se entregaron al sueño, Juan y yo, acompañados de mi inseparable Sultán, nos fuimos a una ermita abandonada por la muerte de su ermitaño, acaecida bacía muchos años, y ante el altar derruido nos sentamos Juan y yo en una piedra, echándose Sultán a nuestros pies. Juan era un tipo repulsivo, de semblante feroz; estaba como aturdido, me miraba de reojo, y al mismo tiempo parecía contento de mi proceder, porque había momentos que sus ojos se fijaban en mí con tímida gratitud. Yo traté de dominarle con mi voluntad; y le dije:
—Escucha, Juan. Yo me he creído feliz salvándote de una muerte cierta, bien que hubieses muerto de hambre, o que entregado por mí a la justicia sufrieras en Tolón mil muertes por día.

Dime ahora cuál ha sido el principio de tu vida, y dime sobre todo la verdad.
—Mi vida tiene poco que contar; mi madre fue una ramera, y mi padre un ladrón; en la compañía que capitaneaba mi padre, había un italiano muy listo que desde muy pequeño me enseñó a leer y a escribir, porque decía que yo sería muy bueno para falsificar toda clase de firmas y documentos; y efectivamente, he sido un buen calígrafo, y he sido falsario repetidas veces.

Hace diez años quise a una mujer, y la misma confesión que os hago a vos se la hice a ella; pero ella, que pertenecía a una familia honrada, me rechazó con indignación; yo le supliqué, le prometí llevarla a América y que allí me haría bueno, pero todo fue en vano.

Ella me decía que me odiaba, y que me entregaría a los tribunales si la seguía importunando, y entonces le juré que la mataría, y algún tiempo después cumplí mi promesa; vehementes sospechas recayeron sobre mí, y por aquel delito, y otros muchos atropellos, me han condenado últimamente a trabajos forzados para toda la vida.
—¿Y no has pensado alguna vez en Dios?
—Sí; cuando quise a Margarita, entonces hasta le rogué a Dios que ablandara el corazón de roca de aquella mujer; pero cuando de mi loca pasión no resultó más que un asesinato; entonces, cuando he visto a otros hombres, hijos de buena familia, casados, rodeados, de sus hijos, respetados de todos, y yo despreciado, perseguido por la justicia; cuando vi que mi madre murió en la prisión, y mi padre se mató al escaparse de presidio, he odiado al mundo y a Dios que me hizo nacer en tan baja esfera social.
—Y ahora, ¿qué piensas hacer?
—No lo sé.
—¿Quieres permanecer algún tiempo en esta ermita? Yo te traeré diariamente el alimento, te traeré ropas, libros, cama, lo más necesario, y haré correr la voz de que un noble, arrepentido de su vida licenciosa, quiere entregarse por algún tiempo a la penitencia. Bajo el manto de la religión podrás vivir tranquilo.

Nadie turbará tu reposo; y para que de nadie seas conocido, cuando salgas a pasear por estas cordilleras llevarás un hábito con la capucha calada, cubriendo tu rostro con ella, del cual sólo se te verán los ojos por las pequeñas aberturas que yo abriré en tu antifaz; y de noche, cuando todo repose en calma, puedes salir libremente, y puedes entonces elevar tu plegaria a Dios en la cumbre de la montaña y levantar tu espíritu en alas de la fe.

«Si abandonas este puerto de salvación no encontrarás más que una vida desgraciada, y una muerte violenta; y si escuchas mis consejos, se regenerará tu alma, se engrandecerá tu espíritu, porque será fortalecido por el arrepentimiento; y cuando seas un hombre, cuando sólo te quede de tu pasado la pena y la vergüenza de haber delinquido, yo te proporcionaré otros medios de vida para que seas útil a la sociedad, porque aquí sólo puedes permanecer mientras necesites serte útil solamente a ti; pero cuando ames a Dios, es necesario que ames a los hombres y trabajes para ellos. Ahora te dejo aquí, mañana volveré, y me dirás tu resolución».

Juan no me contestó, pero quiso echarse a mis pies, y yo le recibí en mis brazos, estreché contra mi corazón a aquel desgraciado y permanecimos abrazados largo rato; lágrimas benditas brotaron por vez primera de aquellos ojos secos y amenazadores, y yo le dije: «Juan, ya te has bautizado esta noche con tus lágrimas; pierdes el nombre de criminal, y en tu nueva vida te llamarás el Encapuchado».

El éxito más satisfactorio coronó mis deseos, y a los dos meses de estar Juan en su retiro parecía otro hombre. Se apoderó de él cierto misticismo que yo fomenté cuanto pude, porque para ciertos espíritus el formalismo es necesario, que donde falla la inspiración, la rutina hace prodigios, donde no hay fe espontánea la superstición la crea, la cuestión es acostumbrar el alma a una vida temerosa de Dios; el que no puede amar al Eterno, es indispensable que le tema, que reconozca su poder sonriendo o gimiendo; la idea de reconocer a Dios hay que despertarla en la humanidad, y según el adelanto del espíritu así deben emplearse los medios.

Para Juan la soledad, la dulzura, el reposo, el respeto obran maravillosamente sobre aquel espíritu enfermo, indignado por el desprecio social: el desprecio de una mujer le hizo asesino, y el respeto a su infortunio y a su obcecación le condujo a rendirle culto a Dios, y a temblar humillado ante su grandeza.

Por las tardes, después de mi visita al cementerio, subía a verle, y cuánto gozaba mi alma al contemplarle en su apacible soledad. En mi pensamiento veía a los pobres presidiarios jadeantes, rendidos de fatiga, maldiciendo su existencia sin acordarse de Dios, y los comparaba con aquel criminal arrepentido que a cada instante bendecía la misericordia del Omnipotente.

Cuando conocí que aquel espíritu podía de nuevo ponerse en contacto con el mundo, le entregué mis escasos ahorros para que pudiese pagar su pasaje en un buque que marchaba al Nuevo Mundo, conduciendo a treinta misioneros; le recomendé eficazmente al jefe de la santa expedición, y le dije a Juan cuando le di el abrazo de despedida: «¡Hijo mío! ¡Trabaja!, ¡créate una familia, y cumple como bueno con la ley de Dios!»

Nunca olvidaré la mirada que Juan me dirigió; ella recompensó todas las amarguras de mi vida.

Cuatro años después recibí una carta suya, en la cual, después de contarme mil episodios interesantes, me decía:
«¡Padre! ¡Padre mío!, ya no vivo solo, una mujer ha unido su suerte a la mía, y tengo mi cabaña, tengo mi esposa, y pronto tendré un hijo, el cual llevará vuestro nombre.

¡Cuánto os debo, padre Germán! Si me hubierais entregado a la justicia hubiese muerto maldiciendo cuanto existía; pero habiéndome dado tiempo para arrepentirme he reconocido la omnipotencia de Dios, y le he pedido misericordia para los infelices autores de mis días.

¡Bendito seáis vos, que no me habéis quitado la herencia que a sus hijos da el Hacedor! ¡Le vale tanto al hombre el disponer del tiempo… ¡ pero de un tiempo apacible, no de horas malditas en las cuales el penado se doblega y trabaja azotado por el látigo del feroz capataz.

«Vive en mi memoria la ermita del Encapuchado, y no he querido perder el nombre que me disteis vos. Cuando venga mi hijo le enseñaré a bendecir vuestro nombre, y después de Dios, a vos adoraremos mi esposa, mi hijo y vuestro humilde siervo. — El Encapuchado».

Esta carta se enterrará conmigo; recuerdo precioso de la única vez que en mi vida he obrado con entera libertad.

¡Bendito seas, Señor…! ¡bendito seas! que me concediste por algunos instantes el poder de ser tu vicario en este mundo, porque sólo amando y amparando al desvalido, perdonando al delincuente e instruyendo al ignorante es como el sacerdote cumple su sagrada misión en la tierra.

¡Cuán feliz soy, Señor! ¡cuán feliz soy! Tú me permitiste darle vista a un ciego, darle agilidad a un tullido, darle voz a un mudo, y te ha visto, y ha corrido hacia ti y te ha dicho: «¡Perdóname, Señor!» y tú le has perdonado; porque tú quieres mucho a los niños y a los arrepentidos.

¡Cuán feliz soy! En los bosques del Nuevo Mundo mi mente contempla una humilde familia, y al llegar la tarde, todos se postran de hinojos y elevan una plegaria por el pobre cura de la aldea.

¡Gracias, Señor! Aunque lejos de mi, he podido crear una familia.

Amalia Domingo Soler

Memorias del Padre German