ALLAN KARDEC DICE:
Los espiritistas no deben jamás olvidar el cuarto mandamiento del decálogo.
El mandamiento “Honrar a tu padre y a tu madre” es una consecuencia de una ley general de caridad y de amor al prójimo, porque no se puede amar al prójimo sin amar a su padre y a su madre, pero la palabra honrar encierra un deber más respecto a ellos: el de la piedad filial.
Dios ha querido manifestar con esto que al amor es preciso añadir el respeto, las consideraciones, la sumisión y la condescendencia, lo que implica la obligación de cumplir respecto a ellas de una manera aún más rigurosa todo lo que la caridad manda con respecto al prójimo.
Este deber se extiende naturalmente a las personas que están en lugar de padres, y que por ello tienen tanto o más mérito cuanto menos obligatoria es su abnegación. Dios castiga siempre de un modo riguroso toda violación de este mandamiento.
“Honrar a tu padre y a tu madre” no es solo respetarle, es también asistirle en sus necesidades, procurarles el descanso en su vejez; rodearles de solicitud como lo han hecho con nosotros en nuestra infancia.
Sobretodo con respecto a los padres sin recursos es como se demuestra la verdadera piedad filial.
¿Cumplen acaso este mandamiento aquellos que hacen un gran esfuerzo dándoles lo justo para que no se mueran de hambre, cuando ellos no se privan de nada?
¿Relegándolos en la peor habitación de la casa, para no dejarlos en la calle, cuando ellos reservan para sí la mejor y la más cómoda?.
Gracias aún si no lo hacen de mal agrado y no les obligan comprar el tiempo que les queda, cargándoles con las fatigas domésticas. ¿Está bien que los padres viejos y débiles sean los servidores de los hijos jóvenes y fuertes?
¿Acaso su madre les regateó su leche cuando estaban en la cuna? ¿Ha escaseado sus vigilias cuando estaban enfermos, y sus pasos para procurarles aquello que les faltaba? ¡No!; no es sólo lo estrictamente necesario lo que los hijos deben a sus padres, deben también darles las pequeñas dulzuras de lo superfluo, los agasajos, los cuidados exquisitos, que solo son el interés de lo que ellos han recibido, el pago de una deuda sagrada.
Esta es la verdadera piedad filial aceptada por Dios.
Desgraciado pues, aquel que olvida lo que debe a los que le han sostenido en su debilidad, a los que con la vida material le dieron la vida moral, a los que muchas veces se impusieron duras privaciones para asegurar su bienestar; desgraciado el ingrato, porque será castigado con la ingratitud y el abandono; será herido en sus más caros afectos, algunas veces desde la vida presente, y más ciertamente en otra existencia en la que sufrirá lo que ha hecho sufrir a otros.
Es verdad que ciertos padres olvidan sus deberes, y no son para sus hijos lo que deben ser, pero a Dios corresponde castigarlos y no a sus hijos; éstos no deben reprocharles, porque ellos mismos han merecido que así sucediera.
Si la caridad eleva a ley el devolver bien por mal, ser indulgente con las imperfecciones de los demás, no maldecir a su prójimo, olvidar y perdonar los agravios, y hasta amar a los enemigos, ¡Cuanto mayor es esta obligación con respecto a los padres!
Los hijos, pues, deben tomar por regla la conducta para con estos últimos de todos los preceptos de Jesús concernientes al prójimo, y decir que si todo proceder es vituperable con los extraños lo es más con los allegados, y lo que sólo puede ser una falta en el primer caso, puede llegar a ser un crimen en el segundo, porque entonces a la falta de caridad se agrega la ingratitud.
ALLAN KARDEC, demuestra claramente en sus juiciosas consideraciones lo que la lógica evidencia también; y es, que los espiritistas creyendo como creemos que los espíritus vuelven repetidas veces a la Tierra, tratamos de querer y considerar a todos los seres que nos rodean, porque ¡Quién sabe los lazos que a ellos nos unen! ¿Y había de cesar este cariño, esta consideración y este respeto con los seres que más nos han querido y a quien más beneficios hemos debido? Porque sabemos que una existencia por penosa que sea nos es provechosa, puesto que es necesario al Espíritu trabajar y luchar en sucesivas encarnaciones para ir ascendiendo en la escala del progreso universal.
Muchos seres desgraciados, en un momento de desesperación, dicen con profunda amargura: ¡Más me hubiera no haber nacido! Aunque mi padre no me hubiera dado la vida no me hacia falta ninguna. Pues bien; esta queja, este doloroso reproche nunca lo pronuncia el verdadero espiritista; porque sabe que si vino al mundo, en un palacio, en una cárcel o en un hospital, no fue su padre el que le obligó a nacer en este o en aquel lugar, sino que fue él, el que pidió a su padre que le dejase pagar una deuda o cumplir una misión en este triste Planeta.
Pasamos ahora a otros temas filosóficos espiritistas.
Amalia Domingo Soler