
¿A qué viene el hombre a la tierra. Señor? Viendo las leyes que rigen la naturaleza se comprende que la raza humana, señora de todo lo creado, viene a dominar todo lo existente.
Viene a tomar posesión de sus vastos dominios.
Viene a colonizar los dilatados continentes.
Viene a poblar los mares de casas flotantes, o sean veleros y buques.
Viene a estudiar en la gran biblioteca de la Creación, y viene, en fin, a trabajar incesantemente, porque la ley del trabajo es la ley de la vida.
Ahora bien; si la ocupación continua es la síntesis de la existencia, ¿emplean la ley impuesta las comunidades religiosas? No; porque el trabajo ha de ser productivo, ha de proporcionar beneficios, ha de servir para el engrandecimiento del hombre moral e intelectualmente considerado, y el trabajo a que más se dedican los religiosos es completamente improductivo; porque el rezo sujeto a horas fijas es una tarea penosa, es el rutinarismo en acción, es una plegaria que se asemeja a un pájaro sin alas que en vez de elevarse por el aire cae al suelo.
Las preces elevadas al son del llamamiento de una campana no traspasan las rejas del coro, es como un manantial perdido entre riscos, resbala entre las piedras sin dejar la menor huella de su paso.
¿Qué es la oración? ¡Es el gemido del alma, y es la sonrisa del espíritu!
¡Es la queja del afligido y el suspiro del que espera! ¡Es el idioma universal el cual hablan todas las humanidades para dirigirse a Dios! Y el hombre, ser impresionable por excelencia, sujeto a variadísimas sensaciones, ¿a una hora dada ha de fijar su pensamiento en Dios? Imposible, completamente imposible: el hombre que reza cuando se lo mandan es un cadáver galvanizado, pero no es el alma que siente.
El éxtasis del espíritu no se produce cuando se quiere; libre como las águilas, no hay clausura, no hay voto que detenga su vuelo; por esto creo que las comunidades religiosas hacen un trabajo estéril; son labradores que aran una montaña de granito, y en los surcos que ellos hagan no podrá esconderse ni una sola hormiga.
En las épocas del terror, cuando el mundo era un campamento, cuando el derecho de conquista era el que fijaba los linderos de los pueblos, bueno era entonces que las almas tímidas se refugiaran en apartado asilo; pero cuando los códigos razonados han dado a los hombres derechos y deberes, los conventos son un contrasentido, son una paralización de la vida, son un lugar de estacionamiento para los espíritus, y son por último un infierno para las pobres mujeres.
Yo antes no lo creía así; pero cuando he oído la confesión de muchas monjas, cuando aquellas desgraciadas me han abierto su corazón, ¡cuántos ríos de lágrimas! ¡cuántos tormentos! ¡cuántas horas de inexplicable agonía he visto pasar delante de mí!
Muchas mujeres, fanatizadas, han pronunciado el voto cuando aún no sabían lo que era vivir; pero luego, cuando han despertado de su sueño, cuando imposiciones horribles las han obligado a conocer los accidentes de la vida, cuando a veces han tenido que triturar a pequeños seres que hubieran amado con todo su corazón, y sin fe y sin esperanza, sin ninguna creencia, han tenido que sucumbir a la más odiosa de las servidumbres.
¡Ah! ¡Cuántas historias guardan los claustros! y si en algunos conventos viven verdaderamente entregadas a la oración, lo repito, aquella oración es nula.
La oración verdadera es aquella que pronuncia el hombre cuando sufre mucho, o cuando le sonríe la felicidad.
La oración no es la palabra, es el sentimiento.
Una mirada del alma fija en el cielo vale más que mil rosarios rezados por rutina.
Quizá porque yo no he tenido familia he sido y soy tan amante de los lazos que estrechan a los hombres, y cuando he visto a las mujeres desprenderse de todas sus afecciones, desoyendo los sollozos de sus padres, desdeñando las caricias de sus hermanos, huyendo del único placer verdadero de la vida para encerrarse en una celda, dentro del más frío egoísmo, donde todo está negado, donde las leyes naturales se truncan, donde el hombre renuncia a los derechos de su legítima soberanía, porque pierde su voluntad, ¡ah!, cuánto he sufrido cuando he visto la consumación de tales sacrificios.
Pero quédame el consuelo de que algunas víctimas he salvado.
Esto me ha valido ser el blanco de grandes odios; pero el bien se debe hacer, y la verdad se debe difundir, sin considerar ni medir los abismos donde uno puede caer.
Hágase el bien, y tarde o temprano recogeremos sanos frutos.
¿Los ciegos no llevan un guía? Pues si los sacerdotes son los ungidos del Señor, deben conducir por buen camino a los innumerables ciegos que tropiezan en las pasiones y caen en los vicios.
¡Oh, sí, sí!, ésta es la misión de los que nos llamamos ministros de Dios.
¡Inspírame, Señor, para que pueda cumplir el divino mandato de tu sagrada ley!
Y Dios me oye, sí; Dios me atiende, porque a pesar de estar aquí escondido, muchos me buscan para pedirme consejo en las tribulaciones de su vida; y muchas familias llegan al puerto del reposo obedeciendo mis indicaciones.
¡Inspírame siempre, Señor!
Hace pocos meses he vuelto a la calma a un pobre anciano que había llegado al último grado de desesperación, a pesar de ser de un carácter apacible.
Padre de una numerosa familia, quedó viudo hace algún tiempo, y no sólo perdió la fiel compañera de su vida, sino la mayor parte de su fortuna, y casi toda la luz de sus ojos.
Siete hijos le pedían pan, y su hija mayor, joven de gran inteligencia en música y pintura, utilizaba sus conocimientos con éxito brillante, y ayudaba con el producto de sus buenos cuadros al sostenimiento de su familia.
Magdalena era el consuelo y alegría de su padre, que se extasiaba oyéndola cantar.
Algunas veces me gustaba ir a la ciudad cercana, a ver a mi pobre amigo, que es librepensador, y admiraba su claro raciocinio, su paciencia evangélica, su cristiana resignación, y envidiaba su desgracia porque le veía amado, rodeado de sus hijos que todos a porfía le acariciaban.
Un día le vi entrar en mi casa apoyado en uno de sus hijos, corrí a su encuentro y se echó en mis brazos llorando como un niño.
—¿Qué tienes?—le pregunté asustado.
—¡Que me roban a la hija de mi alma…!
—¿Qué me dices? No te entiendo, explícate.
—¿No te digo, que me roban a mi Magdalena?
—¿Quién…?
—¿Quién? Esos que se llaman ministros de Dios.
—¿Qué dices? Tú sin duda estás enfermo.
—No deliro, no. ¿No recuerdas la voz de mi hija que cuando canta parece que ha bajado a la tierra un serafín del paraíso? Pues bien, esa voz la quieren ellos para sí, y se la llevan.
—Pero ¿Cómo se la llevan?
—¿Cómo? Haciéndola entrar en un convento, porque dicen que a mi lado no aprende nada bueno porque soy de los reformistas; y una familia muy poderosa ha tomado cartas en el asunto, y mi hija, aturdida y alucinada con los consejos de un misionero, dice que quiere pensar en la salvación de su alma, porque entre todos la han vuelto loca; y nuestra casa, que antes era un cielo, ahora es un infierno.
Tú me conoces, Germán; tú sabes que mi hija es mi vida, que yo soñaba con verla casada con un hombre digno de ella; que no es que yo la quiera por egoísmo, que a mí no me importa; si necesario fuera pasaría el día a la puerta de una iglesia pidiendo una limosna, siempre que a la noche pudiera oír su voz de ángel; pero perderla para siempre, saber que vive, y que no vive para mí, ¡ay!, Germán, eso me vuelve loco.
Y aquel padre infeliz lloraba con el horrible llanto de la desesperación.
—Cálmate —le dije—, cálmate; aún no se ha perdido todo. Yo hablaré a Magdalena, que me respeta mucho.
—Es la única esperanza que me queda, ¡tú! Si tú no consigues hacerla desistir de su plan, ya sé lo que he de hacer.
—¿Y qué harás?
—¿Qué haré? ¿Dices qué haré? ¡Morir!
Sin pérdida de tiempo me fui con mi pobre amigo pidiendo a Dios que me inspirara para salvar dos víctimas a la vez, al padre y a la hija; porque esta última es demasiado inteligente para vivir feliz dentro de un convento.
Cuando llegamos a la casa de mi amigo, dos de mis superiores estaban haciendo compañía a Magdalena, que daba lección de solfeo a dos de sus hermanas, y al mismo tiempo ensayaba el Canto llano.
Magdalena, al verme, palideció, porque sin duda comprendió a lo que yo iba: mis compañeros me miraron y se dispusieron a marchar, diciéndome antes uno de ellos:
—Cuidado con lo que hacéis, que os siguen la pista muy de cerca.
—Pueden seguirla cuanto quieran —le contesté—; pero tened entendido que la persecución no me arredra, porque sé que Dios está conmigo, y el que con Dios navega a puerto llega.
En aquellos momentos me sentí poseído de esa fuerza portentosa que se apodera de mí en los trances extremos.
Parece que hay en mí dos naturalezas. En el fondo de mi aldea soy un pobre hombre de carácter sencillo, que se contenta con ver transcurrir los días monótonos y acompasados, haciendo hoy lo que hizo ayer, sonriendo con los niños, preguntando a los labriegos por sus cosechas, encargando a las mujeres que lleven limpios a sus hijos, mirando el cielo cuando el pintor del infinito prueba sus colores en la paleta del horizonte; y nadie, al verme con mi hábito harapiento, con mi semblante triste y resignado, podrá creer que me transformo como por encanto, y que mis ojos apagados adquieren un brillo extraordinario; pues aunque nunca me he visto, lo comprendo perfectamente, porque nadie puede resistir mi ardiente mirada; y así le sucedió a Magdalena, que, al quedarse sola conmigo, se cubrió el rostro con las manos y cayó en su sillón sollozando.
Yo me senté junto a ella, cogí una de sus manos y le dije:
—Mírame.
—No puedo.
—¿Por qué?
—No lo sé; me dais miedo.
—¡Miedo! Miedo tienes tú de ti misma, no de mí.
—Creo que tiene usted razón.
—Ya lo creo que la tengo. Mírame bien. Magdalena. ¿Crees tú que cumplo con mi deber como ministro de Dios?
—Yo sí lo creo; pero le acusan a usted como a mi padre de seguir secretamente la reforma de Lutero; y me dicen que me pierdo, y que me salve entrando en un convento, que es preciso salvar el alma, y yo veo a mi padre que sufre, y su llanto quema mi corazón, pero entre Dios y mi padre, yo creo que Dios es primero.
—Desde luego. ¿Pero crees tú que vas a Dios, asesinando a tu padre?
Porque el día que éste pierda toda esperanza, el día que tú pronuncies tus votos, ese día tu padre se matará. ¿Me oyes bien. Magdalena? Tu padre se suicidará, y ¡buen modo de ir a Dios, regando el camino con la sangre de un ser inocente, a quien le debes la vida!
—¿Pero no le quedan mis hermanas? Que me deje seguir por la buena senda.
—Pero si no vas por la buena senda.
Magdalena; si la clausura es contraria a la ley natural; si la mujer no ha venido a la tierra para encerrarse en un convento.
Si para eso hubiese venido, Dios no hubiese formado el paraíso que describen las santas escrituras, antes hubiese levantado una fortaleza y en ella hubiese encerrado a la mujer; pero muy al contrario, pues las primeras parejas de las distintas razas humanas vinieron a la tierra y se posesionaron de los bosques y de los collados, de los valles y de las montañas, de las orillas de los ríos, y de las playas de los mares, y los acordes de la vida resonaron en todos los confines del mundo; y el hombre y la mujer se unieron para crear nuevas generaciones que glorificaran al Señor.
El buen camino, Magdalena, no es abandonar al autor de tus días en los últimos años de su vida, cuando ha perdido su esposa, su fortuna y la hermosa luz de sus ojos.
¿Sabes cuál es la buena senda? Que le sirvas de báculo en su vejez, que alegres su triste noche con tu amor filial, que aceptes el amor de un hombre de bien, que te cases y le proporciones a tu padre un nuevo sostén.
Ésa es tu obligación. Magdalena: consagrarte a tu familia; y éste es el mejor voto que puedes pronunciar.
«¿Dónde está tu inteligencia? ¿Dónde está tu comprensión? ¿Cómo crees buena una religión que ordena, el olvido de los primeros afectos de la vida? Te dicen que tu padre es reformista y que a su lado perderás tu alma, y esto… ¿Quién mejor que tú lo sabe?
«¿Qué consejos te da tu padre? Que seas buena, honrada y laboriosa; que respetes la memoria de tu madre; que quieras a tus hermanos; que si amas, ames a un hombre digno de ti, que pueda hacerte tu esposa; que ames a los pobres; que seas muy indulgente con los pecadores; que al llegar la noche hagas examen de conciencia, y te confieses con Dios.
Esto te dice tu padre, ¿y esto te puede servir para tu perdición, Magdalena? Contéstame en sana lógica.»
—En todo tiene usted razón, Padre mío; sí, crea usted que les temo, porque cuando vienen me vuelven loca; y como la duquesa de C. es mi protectora, es la más empeñada en mi profesión, y me dice que ella no abandonará a mi padre, y aun más, que hará felices a mis hermanas si yo consiento entrar en el convento, porque ve que entre mi padre y usted y mi carácter un poco independiente me perderé en el mundo, y que no habrá salvación para mí.
—Nadie se pierde, Magdalena, cuando no se quiere perder y, además, que ni tu padre ni yo te aconsejamos mal, y es preciso que si quieres salvar la vida de tu pobre padre desistas de entrar en el convento. Reflexiónalo bien, y ten en cuenta que al día siguiente de pronunciar tus votos estarás arrepentida, y la sombra de tu padre te seguirá por doquiera, y cuando te postres para orar tropezarás con su cuerpo, y cuando quieras entregarte al sueño, su espíritu te pedirá estrecha cuenta de su suicidio, y créeme, Magdalena, no desates los lazos que Dios formó.
¡Perderte tú en el mundo cuando tu posición es tan digna de respeto y de consideración! ¡Qué voto más santo puedes pronunciar que prometerle a Dios que le servirás de madre a tu padre enfermo y a tus hermanos pequeñuelos! ¡Qué ocupación más noble puedes tener que sostener los pasos del anciano que te enseñó a rezar y a bendecir a Dios! Sé razonable, hija mía; cumple la verdadera ley de Dios, y haz que tu padre, en su triste noche, sonría agradecido al sentirse acariciado por los rayos de la luz de tu amor.
—Ya es tarde, Padre Germán, pues les he dado mi palabra.
—¿Y por el cumplimiento de tu palabra sacrificarás a tu padre? Vamos, Magdalena, yo quiero la vida de tu padre, y tú no me la puedes negar.
En aquel momento entró mi pobre amigo. Venía solo y su paso era inseguro, como el de un niño que comienza a andar. Magdalena corrió a su encuentro, los dos se unieron en estrecho abrazo, sus lágrimas se confundieron por algunos instantes y yo los miraba extasiado, diciendo para mí mismo:
¡He aquí la verdadera religión! ¡El amor de la familia! ¡la protección mutua!
¡la devolución de los tiernos cuidados! ¡El padre enseña a andar al hijo y el hijo luego sostiene los pasos vacilantes de su padre, y le presenta tiernos pequeñuelos que alegran los últimos días de su ancianidad! ¡Oh, la familia! ¡Idilio eterno del mundo! ¡Tabernáculo de los siglos donde se guarda la historia consagrada por el aliento divino de Dios! La religión que no te respete y no te considere sobre todas las instituciones de la tierra tendrá un poder que será más frágil que el castillo de espuma que levantan las olas del mar.
Magdalena rompió el silencio diciendo:
—Perdóname, padre mío. Comprendo mi locura, y al padre Germán le debo la razón; no me separaré de ti, y hago ante Dios solemne voto de ser tu guía y tu amparo, y creo que Dios nos protegerá.
—Sí, hija mía —asentí yo—, Jehová velará por ti. Créeme, Magdalena, al consagrarte al cuidado de la familia has pronunciado EL MEJOR VOTO.
El mejor voto, sí; porque la paz y la alegría han vuelto a reinar en la casa de mi amigo.
Los niños han recobrado su joven madre, el anciano ciego su entendida compañera y todos sonríen, y todos viven, y nada más risueño y más hermoso que cuando vienen todos juntos a verme en un día festivo.
Mi vieja casa se alegra. Al caer la tarde Magdalena y sus hermanos cantan en el huerto la oración del Ángelus y los pájaros alborozados repiten ¡Gloria! Su padre la escucha conmovido y me dice en voz baja:
—¡Ay, Germán! ¡Cuánto te debo…! ¡Qué hubiera sido de mí sin ella…!
¡Gracias, Señor! Me persiguen muy de cerca, y me acusan de quitarte tus ovejas, pero mientras yo aumente el rebaño de los buenos cristianos, creo , Señor, que cumplo con mi deber.
Amalia Domingo Soler