
Dijo muy bien el poeta, hay corazonadas como dice el vulgo, que son verdaderas profecías.
Esto nos decía nuestra amiga Sara hablándonos de un suceso desgraciado que había dejado en su existencia indelebles huellas.
Sara es una de esas mujeres que le sirven al escritor para hacer profundos estudios en ese sexo tan ensalzado por unos y tan vilipendiado por otros. Sara es para nosotros un volumen precioso, en el cual hemos leído más de una vez, pero nunca habíamos llegado al capítulo de la maternidad, y sin nosotros buscarlo, en dos entrevistas que hemos tenido últimamente con ella, hemos visto que en la mujer, por viciada que haya sido su educación, el amor maternal llena casi por completo su corazón.
Una tarde vimos entrar a Sara en nuestro gabinete, y dejándose caer en un sillón nos dijo con acento melancólico.
–Vengo a anunciarte una gran desgracia, que pronto, muy pronto caerá sobre mí.
–¿Cuál? Habla.
–¿Ya verás, siempre que he presentido un acontecimiento doloroso no han quedado fallidos mis cálculos; y no creas que me he fijado en circunstancias más o menos agravantes, que ya anuncian algo extraordinario, no; ha habido ocasiones de estar mi marido sin destino, y tener, como es consiguiente, grandes apuros para poder vivir con decencia. Ya ves que en situación semejante el anuncio de una colocación lucrativa y duradera es volver de la muerte a la vida; pues mira; hace cinco o seis años que estábamos en casa pasando una de esas crisis desesperadas en que había sido necesario empeñar mis joyas y hasta las ropas del uso diario para atender a las más precisas necesidades. En tal situación, figúrate si mi esposo vería el cielo abierto, cuando se le proporcionó un buen destino independiente del gobierno; vino a casa loco de contento, y cuando me dijo:
–¡Ay! Sara de mi alma cantemos ¡Hosanna y aleluya! Nos vamos dentro de ocho días a Toledo, ya estoy colocado quizá para toda la vida, se acabaron los apuros: ¡Gracias a Dios!
–Pues yo creo que te equivocas, le dije profundamente contrariada, te advierto que no quiero ir a Toledo.
–¿Por qué? Me preguntaba mi marido con asombro: ¡Tu estás loca! Aquí nos moriremos de hambre y allí nadaremos en la abundancia y nuestros hijos vivirán felices.
–Ellos tal vez, pero nosotros no. Y lloré amargamente por aquel favorable cambio de posición.
Mi marido no me hizo caso, y fuimos a Toledo, donde se puede decir que estuvo a punto de naufragar nuestra dicha conyugal: tales fueron los acontecimientos que turbaron nuestra paz doméstica, y yo no había estado nunca en la Imperial ciudad, así es, que cuando presiento un disgusto, sé que me viene encima la maza de Fraga.
–¿Y qué es lo que presientes ahora?
–La desgracia más horrible, la muerte de mi hija Blanca.
–¿En qué te fundas?
–En nada cierto para el vulgo, pero sí indudable y ciertísimo para mí. Tengo a mi hija hace algún tiempo en un colegio de monjas; éstas, hacían grandes fiestas para la primera comunión de varias educandas, y le dijeron a Blanca que contaban con ella para que acompañara a las niñas que debían acercarse a la mesa del Señor.
Vino mi hija entusiasmadísima, diciéndome: ¡Mamá! ¡Mamá mía! Nunca te he molestado para que me compres esto o aquello; pero hoy sí que te pido que me compres un vestido blanco y un velo largo de tul nieve. ¿Verdad que me lo comprarás? ¿Verdad que me darás gusto? Yo te prometo que esto será lo primero y lo último que te pida; bien conozco que tendrás que hacer un verdadero sacrificio pero… ¡Mamá mía! Yo quisiera ir como irán mis compañeras ¿Me darás gusto?… ¿Cuento con el vestido, mamá mía?.
–Sí, le dije yo: cuenta con él. Te he de advertir que mi hija Blanca en los 13 años que lleva de existencia, es el ser más contrariado que yo he visto. Basta que ella desee salir a paseo para que llueva a mares y no salgamos; si piensa en ir al teatro no se encuentran localidades o su padre no puede acompañarnos; si quiere ir a pasar la tarde en casa de alguna de sus amigas, la pequeña o yo nos sentimos indispuestas y tiene que renunciar a su visita, y en fin, todo, todo, todo le sale al revés; tanto, que muchas veces he reflexionado sobre esa especie de fatalidad que pesa sobre ella y he dicho: si yo no fuera egoísta debería desear la muerte de mi hija, porque si en el transcurso de su vida, en todo vive tan contrariada ¡Dios mío! ¡Qué desgraciada va a ser! Se casará con algún Nerón, tendrá por hijos a los nietos de Satanás, yo debería pedir a Dios que se llevara a mi hija, pero… ¡Ay! No, no, es tan buena!…tan cariñosa! Me quiere tanto! Que no podría vivir sin ella. ¡Dios me la conserve!
–Pues bien, volviendo a lo del vestido, haciendo lo que se llama un gran sacrificio, compré todo lo necesario; desde las botitas hasta la corona de flores níveas, y le hice un traje elegantísimo.
Como tú sabes que a mí el tiempo no me sobra, la víspera del gran día en que debía mi Blanca estrenar su vestido, tuve precisión de coser toda la noche. Ella quiso acompañarme, pero yo hice que se acostara y me quedé sola cosiendo afanosamente; ya lo daba por concluido a las dos de la madrugada, cuando noté que había colocado mal el adorno de las mangas y no pude menos que decir: ¡Señor! Hasta en eso se ve la contrariedad que persigue a mi pobre hija: más sobre todas las contrariedades está el amor de una madre: quiero que mi Blanca tenga el inocente placer de estrenar su traje y lo estrenará. Y me puse a coser con nuevo ardor hasta concluir mi tarea; más como antes de concluirla sentí el canto de la lechuza, que sin saber por qué me impresionó aunque nunca la he creído ave de mal agüero, ni he dado oídos a las habladurías del vulgo, pero esa noche temblé al escuchar su canto, y me pareció escuchar una voz lejana que me decía: ¡Cose, cose aprisa la mortaja de tu hija!
¡Jesús! ¡Qué horror! Dije entre mí, no puede ser, yo no quiero que sea! Pero de nuevo resonó la voz mucho más lejana que iba repitiendo: ¡Cose, cose la mortaja de tu hija.
Me dieron ideas de no concluir el traje, pero dieron las cinco y Blanca se despertó diciendo: ¡Ay mamá mía! ¿Me has concluido el vestido? Ya he soñado que lo tenía puesto y que las monjas me decían que estaba muy bonita… muy bonita…
Las palabras de mi hija me reanimaron, y concluí el vestido alegremente; la vestí y la ví salir con su padre radiante de felicidad. ¡Era la primera vez que Blanca realizaba sus sueños!
Por la tarde fui a la función que hacían en el convento, y al ver a mi hija entre sus compañeras, a todas las encontré con más vida que a mi Blanca, ésta parecía un lirio marchito, y recordé con espanto el anuncio de la noche anterior.
Al día siguiente Blanca estaba muy contenta, y doblando y guardando su vestido me abrazaba cariñosamente diciendo: ¡Pobre mamá mía! Nunca olvidaré el sacrificio que has hecho por complacerme, no te puedes imaginar lo que yo deseaba este vestido blanco.
Por la tarde comenzó a quejarse de dolor de cabeza, la hice acostar; y lo que es yo ya la veo con su blanca mortaja dentro del ataúd, ¡Son tan temibles mis presentimientos!.
Algunos días después fui a ver a Sara que al verme se sonrió con amargura diciéndome con triste ironía:
–¿No te lo decía yo que mis presentimientos eran fatales? Velé una noche entera para coser la mortaja de mi hija, ¡Si la hubieras visto!… ¡Qué bien le sentaba el vestido después de muerta! Mucho mejor que cuando estaba viva. Yo estuve hablando con su cadáver largo rato y la contemplé detenidamente: ¡Qué hermosa estaba! ¡Pobre hija mía! En lo único que se cumplieron sus deseos en este mundo fue en ponerse en vida su mortaja!
¡Me parece mentira que se haya ido Blanca…! Lo único que me consuela que como era tan buena (porque era buenísima), no debe padecer en el otro mundo, es imposible que sufra, e indudablemente será más dichosa que aquí, donde no encontró más que innumerables contrariedades ¡Pobre hija mía!
Nos separamos de Sara tristemente impresionados; la muerte de una niña siempre conmueve, bien sabemos que en la Tierra el padecimiento, la contrariedad y los desengaños son el patrimonio de sus desgraciados moradores; pero una niña es una flor tan hermosa, que al perderse su aroma parece que momentáneamente en los vergeles de este planeta se agotan todas las flores, parece que el Sol pierde una parte de su luz esplendente cuando se cierran los ojos de una niña, parece que la brisa no murmura amores cuando exhala su último suspiro una joven candorosa y pura.
Como nuestro continuo trabajo nos tiene en relación con los seres de ultra tumba, pensando en la muerte de Blanca, y los presentimientos de su pobre madre, nos dice un Espíritu de muy buena influencia, lo siguiente:
“¡Pobres ciegos de la Tierra! Cuán cierto es, que así como cuando queréis mirar al Sol cerráis los ojos porque no podéis resistir su clara lumbre, de igual manera cerráis los ojos del entendimiento ante la tumba de una niña, porque no sabéis lo que significa su desaparición, no lo comprendéis, no; si lo supiérais otras serían vuestras reflexiones. Para que comencéis a saber mirar, voy a contaros por qué dejé a los catorce años la Tierra, mundo de miserias y penalidades sin cuento, voy a deciros lo útil que fue mi desencarnación para el progreso de dos espíritus.
“En mi última encarnación fui hija única de un matrimonio que se unió por el convenio de dos familias opulentas; mis padres eran dos espíritus que no podían amarse, habían sido enemigos implacables en anteriores existencias, se unieron para comenzar la reconciliación que exige el progreso universal en todos los seres; pero como todos los aprendizajes son penosos, mis padres olvidaban con frecuencia la lección que su adelanto forzoso les hacía aprender, y en su hogar se sentía mucho frío”.
“Yo como ángel de paz llamé a las puertas de su corazón, y ambos me recibieron sonriendo: ¡Es tan hermosa una niña! Es más dulce que un niño, más humilde y menos exigente; mi madre me amamantó con inmensa alegría, mi padre gozaba durmiéndome en sus brazos, y cuando pude andar fui su compañera inseparable, pero cambios políticos alejaron a mi padre de su hogar y de su patrio suelo; cruzó los mares y en lejanos continentes encontró a una mujer que era su alma gemela, sin que por eso me olvidara; siempre, al dormirse, su último pensamiento era para mí, borrándose en su mente casi por completo el recuerdo de mi pobre madre, que a la vez correspondió a su ingratitud no siendo su vida de lo más ejemplar, sin que por sus vengativos devaneos me quitara la más mínima parte de su inmenso cariño”.
“A los cinco años de ausencia volvió mi padre, y al verme olvidó sus nuevas afecciones, porque me quería con delirio, pero mi benéfica influencia sólo consiguió retenerle en el hogar, exclusivamente para mí, pues entre mi madre y él, no había el menor contacto, pero para honrarme, los dos me acompañaban a paseo y al teatro, los dos rivalizaban en cariño, deseando que yo prefiriera al uno más que al otro, pero mi amor lo repartía por igual”.
“A los trece años la tisis comenzó a consumir mi desarrollado organismo, y mi cariño fue tan exigente con mis padres, mis caprichos de niña enferma y mimada, fueron tan originales, que durante un año fui reanudando lentamente el cariño entre mi padre y mi madre, no quería que me velara el uno ni el otro, exigí imperiosamente con la energía de la calentura que durmieran juntos, como yo los había visto dormir en mi infancia, prometiendo mis caricias al que más se complaciera en complacerme, y como los dos me amaban entrañablemente obedecían sumisos mis mandatos”.
“Los médicos encargaban que sobre todo no me contradijeran, porque la más leve contradicción me empeoraba y me hacía arrojar sangre por la boca. Todas mis exigencias consistían principalmente en tenerles a los dos a mi lado; y con aquel trato continuo, con aquel cambio mutuo de confidencias y temores, aquellos dos espíritus se dieron a conocer sus buenas cualidades respectivamente, lloraron juntos muchas noches velando mi intranquilo sueño, y cuando dos seres lloran juntos, es mucho más difícil el olvido que cuando juntos han gozado los placeres naturales, y ante mi lecho de muerte puede decirse que se unieron con lazo indisoluble los espíritus de mis padres”.
“Mi enfermedad se agravó, y el mismo día que cumplí catorce años mi Espíritu adquirió gran lucidez, y estrechando entre mis manos las de mis padres les dije solemnemente: Mi misión en la Tierra termina hoy, vine a vuestro hogar con el ramo de olivo, os dejo en paz, y me voy al espacio a velar por vuestro bien: las almas no mueren lo sabéis (mis padres tenían algunas nociones del Espiritismo); cuanto hagáis y cuanto penséis será visto y comprendido por mí, no me hagáis sufrir, que yo en el cielo no podría ser dichosa si vosotros no os amáis en la Tierra: juradme que os amareis siempre, no me hagáis morir desesperada”.
“Mis padres juraron, sollozando, que siempre se amarían, los tres formamos un grupo divino; nuestras lágrimas se mezclaron y se confundieron con la sangre que a intervalos yo arrojaba por la boca, sangre que cayó sobre los autores de mis días como el agua bendita del bautismo; el dolor, ese dolor inmenso que se puede llamar inexplicable purifica las almas, y mis padres, con mi muerte, quedaron purificados; ¡Ante mi cadáver renacieron! Ningún cadáver ha sido acariciado tanto como lo fue el mío, mi entierro fue un verdadero acontecimiento, tan suntuoso fue, tan inmensa la concurrencia que acudió a ver mi lujoso y conmovedor acompañamiento; mi sepultura fue una maravilla del arte; mi pobre madre creyó morir de dolor, pero mi padre le prestó aliento con su verdadero cariño, acudieron a los centros espiritistas, y en uno de ellos pude comunicarme con una hermana de mi madre. ¡Qué alegría! ¡Qué felicidad! ¡Ya no estaban solos!.. ¡Su hija, su ídolo, su idolatrada Rosita, les aconsejaba lo mismo que les aconsejó en el momento de morir, que se amaran siempre!… ¡Siempre! Y que practicaran la caridad; que cogieran a una niña huérfana y le prodigaran sus caricias; y como lo decía su hija, no titubearon un segundo en ir a la Inclusa y adoptar a una pobre niña que en su ilusión aseguraban que se parecía a mí”.
“¡Qué júbilo el mío al ver el gran progreso de mis padres! Qué alegría tan inmensa experimento cuando los contemplo anhelantes, pendientes de lo que dicen o escriben los médiums, siempre evocándome, siempre bendiciendo mi recuerdo!”
“Con mi desaparición de la Tierra hice adelantar a dos espíritus que se habían estacionado, reconcilié a dos enemigos. Ved si mi muerte no fue germen de vida para dos muertos que en la fosa del vicio comenzaban su disgregación”.
“En Dios todo es justicia, no hay muerte que no sirva para aumento de vida”.
“No hay dolor que no sea el preludio de una satisfacción inmensa. En la Tierra estáis ciegos, los que no ven la luz no pueden admirar su grandeza; pero como ya es tiempo que comencéis a ver, por eso venimos los espíritus a deciros: Prestad atención, que los muertos resucitan y os vienen a contar por qué se fueron, ellos levantan una punta del velo que cubre el pasado ¡Mirad! ¡Mirad! Mirad el ayer, que en él hallareis la realidad de la vida que nunca se acaba, que vibró en el pasado, que se agita en el presente, y será el motor del porvenir!” Adiós.
¡Qué comunicación tan dulce es indudable que en la Tierra, como dice muy bien el Espíritu, sólo vemos la sombra de la muerte; y sólo la comunicación de ultra tumba conseguirá disipar las densas brumas que envuelven ese acto terrible que nos arrebata a los seres queridos cuando menos se espera, cuando todo sonríe, cuando la niñez o la juventud prometen una existencia prolongada. Sólo las madres son las que más aman en la Tierra, son las que suelen tener esos presentimientos que muchas veces se convierten en realidades.
A muchas madres les hemos oído contar cómo han presentido la muerte de sus hijos, y tenemos una amiga del alma, que tuvo dos niños gemelos, los cuales permanecieron en este mundo poco más de un año, y todas las noches cuando los dormía y los dejaba en la cuna los contemplaba tristemente vertiendo abundantes lágrimas.
¡Qué tontería! Decía la familia, si los niños están buenos.
–Es verdad, no lo niego, replicaba ella; pero… ¡Yo los veo muertos!… ¡Y entonces también se cumplieron los presentimientos de una madre!… los dos niños huyeron de este planeta en el breve plazo de cinco días, las madres son indudablemente las profetisas de todos los tiempos!
Amalia Domingo Soler
La Luz del Camino