
Parece increíble que a últimos del siglo XIX, existan en las naciones civilizadas centenares de seres abandonados a sus miserias, a sus vicios, a su egoísmo, y a la explotación, en fin, de infelices criaturas cuyos defectos físicos, reales o fingidos, sirvan para implorar la caridad pública, despertando el sentimiento de la compasión en los indiferentes y en los más endurecidos de corazón.
En los días de grandes fiestas, cuando la muchedumbre sale al campo en romería, cuando innumerables familias van en busca de honesto solaz, llevándose las viandas necesarias para satisfacer su apetito en medio del bosque, o en torno de la fresca fuente, se ven por los caminos más frecuentados, paralíticos colocados dentro de un sucio carretón, más allá cojos y mancos, por otro lado leprosos repugnantes, un poco más lejos, niños cadavéricos mal envueltos en una manta harapienta y una mendiga escuálida y famélica que dice ser madre de aquellas criaturas raquíticas, y al ver tanta miseria y tanto abandono, se pregunta el Espíritu pensador: ¿Qué harán los salvajes con sus enfermos y con sus lisiados? Si los dejan con vida no les darán peor trato que les damos nosotros a esos desheredados; puesto que todo se lo negamos menos la libertad de vivir muriendo por calles y plazas; y huyendo de ver cuadros tan dolorosos y tan repugnantes, hemos dejado muchas veces de ir a las populares romerías, para no ponernos en contacto con esas grandes miserias que no nos era posible remediar.
En Barcelona, de vez en cuando aparecen algunos de esos infelices encerrados en un carretoncillo o colocados sobre un jumento exánime, acompañados de uno o más pordioseros que con voz plañidera piden para los pobres tullidos o mudos, y hace pocos días hemos visto un cuadro que nos impresionó tan profundamente, que durante algunos momentos quedamos como petrificados, y cuando dimos algunos pasos tuvimos necesidad de retroceder, porque una fuerza extraña, nos obligaba a mirar de nuevo al ser que nos hizo sentir miedo y compasión a la vez.
Parado en una esquina, recibiendo los rayos benéficos del Sol (cuyo calor es tan grato en el invierno), estaba un hombre de edad madura vestido pobremente, en cuyo rostro no se reflejaba ningún sentimiento bueno, al contrario, sus ojos pequeños y legañosos delataban la existencia de un alma ruin, codiciosa y miserable, su boca entreabierta por la más hipócrita sonrisa parecía que siempre balbuceaba una súplica y su diestra extendida señalaba un pequeño carretón, donde entre trapos viejos y podrido esparto se encontraba un ser cuyo sexo no era fácil adivinar, si él no hubiera dicho:
“¿Quién me da un cuarteto para la pobrecita muda falta de entendimiento? La voz gangosa de aquel hombre resonó en nuestros oídos causándonos tal impresión que sentimos instantáneamente en las sienes un dolor inexplicable, nos acercamos a la pobre niña y la miramos fijamente para ver qué leíamos en sus ojos, pero éstos parecían de cristal: fijos, inmóviles, sus pupilas nada decían, con las manos a la altura de su frente, se entretenía en cruzar y descruzar los dedos sin que su rostro se contrajese en lo más mínimo.
¡Pobre criatura! (murmuramos con doloroso asombro) ¿Y por qué la lleva Ud. en ese carretón tan pequeño?
-¡Ah! Porque está bien así ¡No ve Ud. que no quiere moverse!
-¿No anda?
-No señora, la pobrecita no anda, ni habla, ni tiene nada de aquí, y el hombre se llevó la mano a la frente haciendo una mueca que nos hizo daño. Cuando él hizo aquel movimiento el semblante de la niña se contrajo con una sonrisa imperceptible, sus ojos adquirieron expresión, y comprendimos enseguida que aquella infeliz criatura era víctima de la infamia y de la codicia de algunos vagabundos.
¿Es hija suya esta desgraciada? Sí, sí señora, tartamudeó el hombre, pero se conocía que mentía porque al hablar rehuía mirarnos y comprendimos que nuestra presencia le molestaba, se puede decir que mutuamente nos molestábamos, pero aquella niña que contaba al parecer ocho años nos atraía poderosamente y no podíamos separarnos de ella, al fin la dejamos y andando muy despacio fuimos filosofeando del modo siguiente: ¿Estaremos ya libres de semejante expiación? ¿Tendremos aún que volver a la Tierra en idénticas o semejantes condiciones? ¡Qué horror si así fuera! Nosotros que nos conceptuamos profundamente desgraciados, que nos humillan las contrariedades y nos conceptuamos uno de los muchos parias que cruzan el Universo y pensamos, sentimos y queremos, y tenemos agilidad en nuestros miembros para movernos, y poseemos la inteligencia suficiente para juzgar y conocer la diferencia que existe entre el bien y el mal, si nos viéramos en las condiciones de esa infeliz… ¡Qué horror Dios mío!. Y apresurábamos el paso como si huyéramos de un peligro cierto.
Los días y los meses han transcurrido pero el recuerdo de la pobre niña, no se ha borrado de nuestra mente ni se ha calmado nuestra inexplicable ansiedad, y en este estado verdaderamente excepcional hemos preguntado al guía de nuestros trabajos literarios, qué historia tiene el Espíritu de la niña que tanto nos impresionó.
Por el efecto puedes adivinar la causa, (nos dice nuestro amigo invisible) es un Espíritu de larga historia que ha pecado mucho, sin que por esto haya dejado de tener alguna virtud sobresaliente, que no hay desheredados en el reino de Dios, y el reino de Dios es el Universo. Por miserable que sea un ser siempre tiene una fibra sensible en su corazón: si así no fuera, el fuego de su iniquidad le aniquilaría y nada puede perecer, porque no se nace para morir. Mas, ¿Ves ese ser que te inspira tanta compasión y que le obligan a no moverse y no le dejan hablar para que inspire más lastima, y añaden que es idiota? Pues ese Espíritu, ¡Quien lo dijera! Es más filósofo, mucho más filósofo que tú, ha sufrido lo bastante y ha gozado lo suficiente para sobreponerse a las miserias humanas y es menos desgraciado de lo que tú te crees, sufre la tiranía de su familia convencido de que merece su mal tratamiento en justa recompensa de sus pasados desaciertos, en medio de tanta sombra en la inteligencia de ese Espíritu hay un esplendente rayo de luz, rayo de luz que le falta muchas veces a los que llamáis sabios en la Tierra; luz que consiste en el perfecto conocimiento de la justicia suprema, en la firme e inquebrantable creencia de que existe una causa superior a todo, que sabiamente rige cuanto alienta, y que da a cada uno según sus obras.
Cuando el Espíritu llega a adquirir esa certidumbre y esa fe racional, es cuando sufre con paciencia evangélica todas las consecuencias de su ayer, espíritus de ese temple son los que las religiones han llamado santos, consistiendo toda su santidad en saber sufrir sin desesperarse, en dar tiempo al tiempo, en poseer ese don inestimable que tan pocos poseen en la Tierra, la verdadera paciencia, que es saber esperar en el propio sacrificio y en el recurso regular de los acontecimientos.
¡Ah!.. si fuerais más pacientes ¡Cuantos dolores os evitaríais! Porque no os apresuraríais a pedir cariño donde por ley natural no encontráis más que justa indiferencia ¿Y cómo no encontrarla? Si no existe la menor relación entre aquel Espíritu y el vuestro ¡Ah! No, no os dejaríais engañar ni seducir por las vanas fórmulas sociales, por esos cumplimientos y palabras huecas que nada son aunque prometan mucho. ¡Pobres terrenales! Tenéis tanta sed de cariño que acercáis vuestros labios a la primera fuente que encontráis sin tomaros la molestia de mirar, qué manantial la enriquece, humedecéis vuestros labios con el agua de la falsa cortesía, del vulgar halago, y éste, en vez de calmar vuestra ardiente sed, la aviva, pedís más agua y entonces encontráis las fuentes secas, el manantial que la enriquecía no venía de la cumbre de la montaña, era el desagüe de un sucio pantano y el agua que en mal hora… bebisteis era nociva.
¡Pobres terrenales!… ¿Por qué sois tan impacientes? De vuestra impaciencia nace vuestro estacionamiento, porque siempre pedís lo que en realidad no merecéis, y como no veis satisfechos vuestros deseos os desesperáis y a veces cometéis imprudencias, con las que adquirís responsabilidades, que aumentan considerablemente vuestro patrimonio de desaciertos y vais acumulando existencias improductivas, porque empleáis el tiempo en exigir imposibles como el querer ser amado cuando aún se tiene que aprender a saber amar, pues bien, el Espíritu de la niña que tanto te impresionó, tiene lo que tú no tienes, paciencia, paciencia para esperar; ha vivido al pie de los tronos de los Césares, ha gozado de las riquezas y las glorias terrenales, y tuvo una época fatal; una especie de monotonía que le hizo amar la corrupción de la niñez, y a más de una niña cándida y buena arrebató de su hogar para desviarla del buen sendero, no precisamente él, sino sus compañeros de orgía, y gozaba en la depravación de la especie humana, escéptico entonces, negando en absoluto la existencia de una inteligencia Suprema; quería él mismo demostrar con hechos innegables, (para convencer a los otros y arraigar más su convencimiento) que en el ser humano no había nada superior ni digno de respeto, y que la mujer no era más que un juguete para distraer al hombre en sus horas de profundo hastío.
La perversión de este Espíritu duró mucho tiempo, hasta que en una existencia, por temeridad, por imprudencia excesiva, jugando con fuego se abrasó los ojos y al quedar ciego enmudeció de espanto, pero conservó el oído para comenzar a progresar.
Una de sus víctimas, niña hermosísima que después de sucumbir a sus promesas de amor, buscó en la muerte el fin de su agonía, se apiadó del infeliz ciego, del pobre mudo, del infortunado Mario, y se convirtió en su ángel tutelar, murmurando en su oído palabras de esperanza y de perdón.
El pobre ciego, el infeliz Mario, creyó al principio que su imaginación estaba enferma, pero al fin se convenció de que algo que estaba fuera de su inteligencia se relacionaba con él, y ¡Quién dijera al verle sentado en el parque de su castillo, acompañado de su anciana madre, que aquel hombre sin ver y sin hablar estaba comenzando su redención!… Sus deudos y amigos le compadecían, ¡No ver la luz! ¡No poder hablar! Y sin embargo, aquel ciego principiaba a ver y aquel mudo oraba como nunca había orado.
Clotilde, la niña de las trenzas de oro, la de la frente alabastrina, la virgen inocente que él arrebató del pie de los altares, la que sucumbió de vergüenza y de dolor, resucitaba para él, y consagrada a su cuidado sin dejarle un solo momento, fue infiltrando en su mente la creencia en Dios, en un Dios misericordioso, y la certidumbre de un progreso indefinido para el Espíritu.
¡Cuarenta años duró el trabajo de Clotilde! Cuarenta años permaneció Mario en la Tierra mudo y ciego, la familia que le rodeaba, en la cual había altas dignidades eclesiásticas, al verle tan tranquilo, con el semblante tan risueño, acariciando a sus nietos sin demostrar enojos ni impaciencia, comenzaron a decir que aquello era un milagro, que Dios sin duda le había tocado en el corazón, y llegó a convertirse en un lugar de peregrinación, el castillo donde Mario acompañado del Espíritu de Clotilde, llegó a contar setenta inviernos, sosegado y tranquilo.
El rostro del ciego respiraba dulzura, sus brazos siempre estaban abiertos para los niños, y murió dulcemente en una noche de invierno rodeado de su numerosísima familia, que irrumpió en gritos de admiración al ver el lecho de Mario (que era un lecho monumental), envuelto en una nube blanca que parecía tener una lluvia de oro copiosísima.
¡Milagro!.. gritaron los unos, ¡Era un santo!... exclamaron los otros, y la fantasía popular se apoderó de aquel hecho para mentir, aumentar y creer buenamente que mintiendo decían la verdad, convirtiéndose su tumba en lugar de peregrinación como antes lo había sido su castillo, fundándose en éste, un convento de penitentes que al entrar hacían votos de silencio en memoria de su imaginario fundador, no faltando fanáticos que se hicieron sacar los ojos para imitar mejor a Mario, cuyos parientes que eran en su mayoría servidores de la Iglesia, mintieron a su placer, diciendo que Mario había hablado dejando una orden de fundar un monasterio para los mudos del Señor, y como en realidad eran muchos los que habían visto su lecho mortuorio, envuelto en aquella misteriosa nube cargada de partículas luminosas, se creyó cuanto se dijo, y se explotó a la humanidad con la fingida santidad de Mario, si bien en aquella mentira, había un principio de verdad respecto a hechos extraordinarios, pero éstos eran desconocidos de todos menos de Mario.
La voz de Clotilde sólo resonaba en sus oídos, la que conociendo el oscurantismo de aquella época, le prohibió terminantemente que a nadie revelara la comunicación que recibía de los cielos, pues él se hacía entender de sus deudos por medio de signos convencionales, puesto que oía cuanto le decían aquellos y él moviendo la cabeza, cerrando y abriendo su diestra, y extendiendo los brazos, se hacía entender para hacer conocer su voluntad.
No faltó entre sus parientes eclesiásticos, quien le sorprendiera más de una vez sentado en su lecho, sonriendo dulcemente como si escuchara la voz de un ángel, y sabiendo muy bien el sacerdote que los muertos hablaban, le hizo repetidas preguntas a Mario siempre que lo encontró en aquella especie de éxtasis, pero Mario negaba con energía de que oyese nada, sin que su pariente se convenciera, y éste fue el que propagó después de su muerte, que Mario recobraba la voz en determinadas ocasiones para hablar con los ángeles.
La mentira religiosa fue tomando colosales proporciones y Mario fue con el transcurso de los años venerado como un santo, siendo su castillo casa de oración, hasta que las iras populares demolieron siglos después aquel baluarte de la ignorancia y de la tiranía, que no otra cosa eran los castillos feudales.
Mario entre tanto, guiado y protegido por Clotilde, (Espíritu amorosísimo) ha seguido pagando sus innumerables deudas con tan buena voluntad y tan buen deseo, que lleva muchas existencias parecidas a la que tiene ahora, y en todas ellas ha sufrido con admirable resignación las penalidades que para su adelanto ha pedido, se ha gozado en la perdición de inocentes criaturas y necesariamente recibe las mismas heridas que él infirió.
Todo daño causado con premeditación, gozando anticipadamente en sus funestas consecuencias, tiene que ser castigado sufriendo el causante del daño, el efecto de la causa que él mismo creó. De esta verdad innegable se ha convencido el Espíritu de Mario, y profundamente filósofo, sin quejarse inútilmente de su ceguedad, conociendo que con lamentaciones nada conseguirá más que estacionarse, comprendiendo que el que mucho debe, mientras no paga se ve asediado por los acreedores, procura ante todo pagar, quedar libre, y entonces tender el vuelo y buscar todas las delicias que ofrecen las encarnaciones libres, esas existencias honrosas en las cuales el libro de la vida tiene las hojas más blancas que la nieve, orladas de preciosas flores, ese Espíritu ahora no pide amor, ni consideración, sino al contrario, cuando su familia le atormenta negándole a veces el alimento, porque no han recogido aquel día la cantidad estipulada en su codicia, cuando su cuerpo duerme, se sonríe satisfecho diciendo: así, así, ojo por ojo y diente por diente, no necesito yo ahora de amorosas contemplaciones, sino de trabajadores del mal que me ayuden en mi obra, no es tiempo aún de pedir amor, sino de procurar el sufrimiento de mí mismo, caí al fondo del abismo del pecado, mas si tiempo tuve para caer, tiempo tendré para levantarme, y con verdadero heroísmo sigue su marcha por un camino lleno de espinas, sin pensar que éstas se convierten en flores.
La filosofía de ese Espíritu te hace falta a ti Amalia, si la tuvieras ¡Cuántos sinsabores y contrariedades te evitarías!… pero cada Espíritu tiene su temple, y el tuyo nunca progresará por medio de la humillación, pagas tus deudas con inmensa amargura, cada desengaño te hiere, te humilla y te desespera, aunque estás convencida que es justo cuanto se sufre en las encarnaciones de expiación.
¡Pobres terrenales! Cuánto os pesa a alguno de vosotros la mole de vuestro pasado… a pesar de que miráis entre la bruma, el valle florido de vuestro porvenir.
Todo llega a su tiempo, toda cadena tiene su fin, la niña que tanto te impresionó, también dejará su cárcel y su filosófica resignación, tendrá el premio que en sí lleva la constancia y la fuerza de voluntad.
Adiós Amalia, sigue impresionándote con los que sufren, que las horas que piensas en los infortunados y en las desgracias ajenas comparándolas con las tuyas, son los únicos momentos que tu Espíritu está en estado más razonable, y mejor recibe las inspiraciones de los seres de ultratumba. Adiós.
Tiene muchísima razón el Espíritu que ha tenido la bondad de comunicarse, sólo en contacto con los grandes dolores, es cuando nuestro Espíritu sufre más resignado su expiación, que no por ser justa deja de hacernos sentir su enorme peso.
Dichosos los espíritus que, como la niña que tanto nos impresionó, en medio de su sombra… tienen luz…
Amalia Domingo Soler
La Luz de la Verdad