CAPÍTULO III
LA CREACIÓN
Consideraciones y concordancias bíblicas referentes a la Creación.
59.Los pueblos se han formado ideas muy divergentes acerca de la creación, según el grado de sus luces. La razón, apoyada en la ciencia, ha reconocido la inverosimilitud de algunas de esas teorías. La que ofrecen los Espíritus, en cambio, confirma la opinión que los hombres más instruidos admiten desde hace mucho tiempo.
La objeción que se puede hacer a esta teoría es que contradice el texto de los libros sagrados. Sin embargo, un examen serio permite reconocer que esa contradicción es más aparente que real, y resulta de la interpretación dada a lo que a menudo tiene un sentido alegórico.
La cuestión del primer hombre en la persona de Adán, como único tronco de la humanidad, no es la única sobre la cual las creencias religiosas han tenido que modificarse. El movimiento de la Tierra pareció, en cierta época, tan opuesto al texto sagrado, que no hubo un solo tipo de persecuciones a las que esa teoría no haya servido de pretexto. No obstante, a pesar de los anatemas, la Tierra gira, y hoy nadie podría refutarlo sin agraviar a su propia razón.
La Biblia afirma también que el mundo fue creado en seis días, y fija la época de su creación alrededor del año 4000 antes de la Era cristiana. Con anterioridad a esa época la Tierra no existía, pues fue extraída de la nada: el texto es preciso. Pero sucede que la ciencia positiva, la ciencia inexorable, viene a probar lo contrario. La formación del globo está escrita con caracteres inalterables en el mundo fósil, y está probado que los seis días de la creación son otros tantos períodos, cada uno de los cuales abarcó tal vez varios cientos de miles de años. No se trata de un sistema, una doctrina o una opinión aislada, sino de un hecho tan constante como el del movimiento de la Tierra, y que la teología no puede rehusarse a admitir, pues constituye la prueba evidente del error en el que se puede caer si se toman al pie de la letra las expresiones de un lenguaje que suele ser figurado. ¿Es necesario concluir de ahí que la Biblia está en un error? No. Los hombres se han equivocado al interpretarla.
Al explorar los archivos de la Tierra, la ciencia descubrió el orden en que los diferentes seres vivos aparecieron en su superficie, y ese orden concuerda con el indicado en el Génesis, con la diferencia de que en vez de haber salido milagrosamente de las manos de Dios en algunas horas, esta obra se realizó, siempre por su voluntad, pero de acuerdo con la ley de las fuerzas de la naturaleza, en algunos millones de años.
¿Es Dios menos grande y poderoso por ello?¿Su obra es menos sublime porque le falta el prestigio de la instantaneidad? Es evidente que no. Sería preciso formarse una idea muy mezquina de la Divinidad para no reconocer su omnipotencia en las leyes eternas que ha establecido para regir los mundos. Lejos de menoscabar la obra divina, la ciencia nos la muestra con un aspecto más grandioso y más conforme a las nociones que tenemos del poder y la majestad de Dios, incluso porque se ha realizado sin derogar las leyes de la naturaleza.
La ciencia, de acuerdo en esto con Moisés, ubica al hombre en último término en el orden de la creación de los seres vivos.
No obstante, Moisés fija el diluvio universal en el año 1654 de la creación del mundo, mientras que la geología nos demuestra que el gran cataclismo se produjo antes de la aparición del hombre, puesto que hasta el día de hoy no se ha encontrado en las capas primitivas ningún rastro de su presencia, ni de la de los animales de su misma categoría desde el punto de vista físico.
Sin embargo, nada prueba que esa presencia sea imposible. Muchos descubrimientos ya han planteado algunas dudas al respecto. Puede ser, pues, que de un momento a otro se adquiera la certeza material de que la raza humana es anterior al gran cataclismo, y entonces se reconocerá que en este punto, como en otros, el texto bíblico es figurado. La cuestión es saber si el cataclismo geológico es el mismo que el de Noé. Ahora bien, el tiempo necesario para la formación de las capas fósiles impide que estas se confundan. Por eso, cuando se encuentren rastros de la existencia del hombre antes de la gran catástrofe, quedará probado que Adán no fue el primer hombre, o que su creación se pierde en la noche de los tiempos.
Contra la evidencia no hay razonamiento posible.
Será necesario aceptar este hecho, así como fueron aceptados el movimiento de la Tierra y los seis períodos de la creación.
Por cierto, la existencia del hombre antes del diluvio geológico es aún hipotética, pero aquí hay algo que lo es menos.
Si se admite que el hombre surgió por primera vez en la Tierra 4000 años antes de Cristo, y si 1650 años más tarde toda la raza humana fue destruida, con excepción de una sola familia, resulta de ahí que el poblamiento de la Tierra comenzó recién en la época de Noé, es decir, 2350 años antes de nuestra era. Ahora bien, cuando los hebreos emigraron a Egipto, en el siglo dieciocho antes de Cristo, encontraron ese país muy poblado y bastante adelantado en civilización.
La historia prueba que en esa época la India y otras regiones también eran florecientes, incluso sin tener en cuenta la cronología de otros pueblos, que se remonta a una época mucho más lejana. Habría sido preciso, pues, que desde el siglo veinticuatro hasta el dieciocho, es decir, en un espacio de seiscientos años, no sólo la posteridad de un único hombre hubiera poblado las inmensas regiones entonces conocidas –suponiendo que las otras no lo estuvieran–, sino que en ese corto intervalo la especie humana se hubiera elevado desde la ignorancia absoluta del estado primitivo hasta el más alto grado de desarrollo intelectual, lo que contradice todas las leyes antropológicas.
La diversidad de razas viene también en apoyo de esta opinión. El clima y los hábitos producen, sin duda, modificaciones en el carácter físico, pero se sabe hasta dónde puede llegar la influencia de esas causas, y el examen fisiológico prueba que entre algunas razas hay diferencias constitutivas más profundas que las que puede producir el clima. El cruzamiento de las razas produce los tipos intermedios; tiende a borrar los caracteres extremos, pero no los produce; sólo crea variedades. Ahora bien, para que tuviese lugar un cruzamiento de razas, habría sido preciso que hubiese razas distintas. En ese caso, ¿cómo se explica su existencia si se les asigna un tronco común y, sobre todo, tan cercano? ¿Es posible admitir que en unos pocos siglos algunos descendientes de Noé hayan podido transformarse hasta el punto de producir la raza etíope, por ejemplo?
Semejante metamorfosis no es más admisible que la hipótesis de un tronco común para el lobo y la oveja, el elefante y el pulgón, el ave y el pez.
Una vez más, nada puede prevalecer contra la evidencia de los hechos.
Todo se explica, por el contrario, si se admite la existencia del hombre antes de la época que vulgarmente se le asigna; que existe una diversidad de troncos; que Adán vivió hace 6000 años y fue el poblador de una región aún
deshabitada; que el diluvio de Noé fue una catástrofe parcial que se confundió con el cataclismo geológico.
Por último, es necesario tener en cuenta la forma alegórica particular del estilo oriental, que se encuentra en los libros sagrados de todos los pueblos.
Por eso es prudente no pronunciarse con demasiada ligereza en contra de doctrinas que tarde o temprano pueden, como tantas otras, desmentir a quienes las combaten.
Por su parte, las ideas religiosas, lejos de perder, se realzan al marchar con la ciencia. Esa es la única manera de no mostrar al escepticismo un lado vulnerable.