
Hace algunos días que hicimos un pequeño viaje, y durante nuestra breve ausencia vino a vernos un antiguo amigo, dejando muy recomendado que fuéramos a verle pues le interesaba muchísimo hacernos un encargo.
Como el amigo de que tratamos es un señor octogenario, cuando supimos su empeño en vernos, nos decidimos a complacerle lo más pronto posible, temiendo que dejara la Tierra sin haberle visto, pues nosotros ordinariamente hacemos pocas visitas, y éstas muy de tarde en tarde.
Con una actividad que nos sorprendió, fuimos a casa de nuestro anciano amigo, al que no veíamos hacía al menos tres años.
Nos recibió con el mayor cariño, y después de hablar con su esposa y sus hijos, nos dijo Álvaro alegremente:
-Ahora pasaremos a mi despacho que tengo que confesarme con usted; voy a cumplir ochenta inviernos, y no quiero irme al otro mundo con cargos de conciencia.
La familia celebró las bromas del anciano y entramos en su gabinete; cuando estuvimos solos, el rostro de nuestro amigo cambió de expresión; a su alegría sucedió la tristeza, a su expansión el recogimiento; se sentó a nuestro lado en un ancho sofá, nos miró fijamente, guardó silencio algunos momentos, como si coordinara sus recuerdos, y dio comienzo a su relato en voz apenas perceptible, la que fue acentuando hasta llegar a hablar con el arrebato de la pasión.
¡Qué cierto es que sólo el cuerpo envejece! El Espíritu siempre es joven, para él no transcurre el tiempo, las ilusiones le sonríen, ama y espera, mucho más si conoce a fondo el Espiritismo.
Álvaro es espiritista, así, que no es extraño que confíe en la vida del infinito; por eso sonriendo melancólicamente nos dijo lo siguiente:
-Amiga mía, hace mucho tiempo que deseaba verla por razón natural, yo dejaré muy pronto la Tierra, y tengo una verdadera necesidad de saber en qué estado se encuentra un ángel, que antes la abandonó.
Déjeme Ud. retroceder algunos años, ¿Qué digo, algunos? Muchos. Contemplamos el periodo de mi adolescencia; yo estaba en un colegio y pasaba las vacaciones en el castillo de mis mayores, allá, en la tierra de los antiguos galos; mi casa señorial estaba rodeada de altas montañas, y a sus plantas se extendían fecundos valles cruzados por limpios arroyuelos. Una prima mía de mi misma edad, casta como la pudorosa sensitiva, buena como la virtud y amorosa como la caridad, pasaba las vacaciones en mi compañía, que ella también estaba de pensionista en un convento. El tiempo que pasábamos juntos nos parecía tan rápido, que para nosotros los días eran más breves que un segundo; salíamos los dos solos, por la mañana muy temprano, yo llevaba las provisiones necesarias para comer en el bosque, o en el fondo del valle junto a un fresco manantial, o en lo alto de un monte, donde el cansancio nos rendía y el apetito nos avisaba que las horas habían transcurrido ¡Qué dichosos éramos entonces!…
–Os amaríais indudablemente.
-Ya lo creo que nos amábamos, pero nuestro amor no era de la Tierra, nuestro amor era del cielo, pues aunque Julia era hermosísima y yo estaba apasionadísimo, jamás mis labios al besar su frente lo hicieron con el fuego de la pasión; yo la miraba como a una santa, la veneraba como a la virgen que tenía mi madre en el altar de su oratorio, y ella tranquila y sonriente colocaba muchas veces mi cabeza sobre sus rodillas, diciéndome con maternal ternura:
-Reposa un momento, Álvaro, el sudor baña tu frente, si tu madre te ve así nos va a reñir; ¡Descansa tranquilo, duerme si quieres, nos hemos levantado tan temprano!… y dándome ella el ejemplo dejaba caer la cabeza sobre un ribazo y se quedaba dormida apoyando su diestra sobre mi frente.
Otras veces, cuando la luna se reflejaba en los arroyos, los dos sentados en el margen de un riachuelo, mirábamos al cielo y yo decía verdaderamente inspirado: ¡Julia!… ¡Julia mía! Qué bien estaremos, cuando en vez de habitar en la Tierra donde el frío entumece nuestros miembros y el calor enerva nuestras fuerzas, vivamos allá en aquella estrella tan brillante… seguro que la humanidad de ese mundo será más buena que la de aquí; allí todos serán tan buenos como tú, mi amada Julia.
-No digas disparates, decía ella sonriendo; cuando hablas de otros mundos y de otras vidas, no sé, miras de un modo más extraño… que hasta das miedo. ¡Si te oyera el capellán de mi convento!
-Le diría lo mismo que te digo a ti; replicaba yo con exaltación, esas estrellas son mundos habitados como la Tierra, ¿Qué digo, como la Tierra? Mucho más perfectos; hay regiones donde es eterna la primavera, donde sus habitantes todos tienen tu espléndida hermosura, porque eres muy hermosa ¡Julia mía!
-Hablemos de otra cosa, Álvaro, decía ella con cierto temor, deja las estrellas en su lugar; deja que ahuyenten las tinieblas que para eso Dios las esparció en el cielo, y hablemos de nuestros estudios y de nuestros distintos destinos. Tú vas a curar muchos cuerpos, porque serás un gran médico, y yo salvaré muchas almas, tú vivirás en medio de los hombres, yo en la soledad de mi convento; allí rogaré por ti, allí pediré a Dios constantemente que te libre de abrigar un mal pensamiento, yo quiero que seas muy bueno porque sólo los justos entran en el reino de los cielos.
¡Qué diálogos tan dulces, amiga mía! Qué adolescencia tan dichosa. Cuando nos separábamos en el otoño nos repetíamos cien y cien veces, “hasta el año que viene”; pero el último año que estuvimos juntos, al despedirnos, me dijo Julia con acento solemne; ¡Hasta la eternidad! Tú vas a curar los cuerpos, yo voy a salvar las almas.
-¿Y no la volvió Ud. a ver?
-No, señora, ella profesó en el convento donde se había educado y yo me entregué de lleno a mis estudios. Dicen que ella fue una santa, murió en la edad madura, yo casi tengo la certidumbre de que su Espíritu no me abandona; pero quisiera tener la completa certeza, y como yo no soy médium he pensado en Ud. a ver si le era posible evocar el Espíritu de Julia, porque al irme de la Tierra quisiera estar más orientado de lo que estoy, quisiera saber si encontraré su angélica sonrisa, al penetrar en el mundo de los espíritus.
Esta idea me persigue tenazmente; turba mi sueño e inquieta mis vigilias; en Ud. confío amiga mía, con Ud. se comunican muchos espíritus, yo le ruego que evoque a Julia, ¡Era una santa, era un ser impecable! ¡Era una aparición celestial! Y estoy plenamente convencido de que no desatenderá ni vuestra evocación ni mis fervientes ruegos.
-Por mi parte podéis estar seguro que haré cuanto pueda por complaceros y creed que soy opuestísima a evocar espíritus determinados, porque evito cuanto me es posible las ocasiones de ser mistificada, y como la identidad de los espíritus, hoy por hoy, es casi imposible obtenerla y pueden engañarnos los seres de ultratumba muy fácilmente, tengo la buena costumbre de no llamar ni a éste, ni a aquél; pido inspiración y venga el que venga, y si el nombre que me dan es muy célebre, no lo pongo, porque siempre temo que la comunicación que yo obtenga, sea inferior a la sabiduría del Espíritu que ha firmado; huyo del ridículo cuanto me es posible, porque estoy convencidísima de que aún no conocemos del Espiritismo ni el A. B. C. Pero hablaré con el Espíritu que me guía en mis trabajos y veré todo lo que puedo conseguir para complaceros.
Nos despedimos de Álvaro, y fuimos a ver a una amiga nuestra que es médium escribiente, durante el camino pensamos de continuo en el relato del anciano y nos explicamos entonces nuestra insistencia y decisión en visitar al sucesor de Galeno; comprendimos que influencias de ultratumba nos habían dominado, y cuando llegamos a casa de nuestra amiga pedimos a nuestros amigos invisibles que nos explicaran algo de lo ocurrido, y si era Julia, la que efectivamente murmuraba en nuestro oído palabras que se relacionaban con la narración de Álvaro.
Nuestra buena amiga obtuvo la siguiente comunicación:
“Buena y querida hermana, yo soy la misma que te inspiró la idea y el deseo que sientes de obtener una comunicación sobre mi triste y solitaria vida del convento y mucha será mi complacencia cuando te encuentres dispuesta para recibirla”.
Preguntamos al Espíritu si ella y Álvaro se habían amado y nos contestó así: santa no lo soy, ni lo he sido nunca, hermana mía. Sobre ese amigo del que me hablas, sé que efectivamente nos amábamos, pero lo que no se ha de cumplir, encuentra siempre dificultades que impiden su ejecución ¡Ay! ¡Hermana mía! Cuan felices son las que no han conocido las punzantes heridas que causa el amor en el corazón leal e inocente de una pobre y desgraciada joven, y más aún si se ve luego encerrada en esa cárcel titulada convento.
¡Hermana mía! Ya tendré tiempo de darte mis recuerdos por medio de la inspiración. Adiós.
Esta comunicación no nos dejó completamente satisfechos, encontrábamos demasiada felicidad, así, que al día siguiente hablamos por conducto de un médium parlante con el guía de nuestros trabajos, y le pedimos francas explicaciones sobre todo lo ocurrido, y entonces nos dijo así:
te impulsaron para que visitaras a ese anciano, seres invisibles, y ayer contestó a tu pregunta no la misma Julia, pero sí un Espíritu que te transmitía fielmente su pensamiento, y de la misma manera recibirás la comunicación que deseas. Julia es un Espíritu bastante elevado, su adelanto la separa de nosotros, tiene sin embargo en la Tierra un ser por quien velar, mas no siéndole conveniente en manera alguna ponerse en relación directa con su protegido, le envía sus destellos luminosos, pero a gran distancia, porque en medio de su elevación, Julia es un Espíritu tan excesivamente sensible, que no puede sentir muy de cerca las miserias terrenales, se abatiría extraordinariamente viendo que su inmenso amor no había conseguido extraerle del fondo del abismo al que había caído, utilizando su libre albedrío, encenegándose en el fango de la tierra.
Entre Julia y Álvaro hay muchísima distancia, ella es luz, él sombra; mas por su comunicación comprenderás que es cierto lo que te digo, evócala cuando puedas consagrarle tu atención, que ella aunque a gran distancia y por transmisión de otro Espíritu te dirá algo de su última existencia.
Nos quedamos más tranquilos con esta explicación, porque somos muy recelosos y tememos muchísimo ser mistificados, deseando complacer a nuestro amigo, evocamos a Julia, y su intérprete nos dice así:
“En las ondas sonoras de las brisas terrenales llegaron hasta mí dulces murmullos que me recordaron mi última encarnación en un planeta donde la turbación es permanente, donde la religión no se conoce, donde el egoísmo impera, siendo sus víctimas los oprimidos y los opresores.
¡Qué mal se vive en la Tierra!
Yo fui a ese globo, porque un desgraciado, porque un Espíritu muy enfermo reclamaba mis caricias y mis cuidados, fui sólo por él; mas la educación que recibí fue muy perjudicial para los dos, porque en la clausura de mi convento (que era verdaderamente una casa de oración), donde unas cuantas mujeres dulces y sencillas, que creían que con sus plegarias salvaban a la humanidad, inculcaron en mi mente las erróneas ideas que ellas abrigaban y no pasaba noche que yo no permaneciese dos horas postrada en tierra rogando por el ser que aún me recuerda.
Educada con tan exagerado misticismo, las temporadas que pasaba a su lado, todo me escandalizaba, todo me parecía gravísimo pecado, en todo veía faltas imperdonables; pero reservada por naturaleza, temerosa por costumbre, nunca me atreví a decirle que consideraba en él a un pecador impenitente, me contentaba con rezar en nombre suyo y aunque me encontraba muy bien a su lado, como al volver a mi convento decía a mi confesor y a las buenas madres todo cuanto habíamos hablado sin olvidar el detalle más insignificante, él y ellas me decían, que el alma de mi vida era un hereje, que su condenación era segura, si yo no me ofrecía como víctima expiatoria de su herejía. La idea de salvarle de la condenación eterna fue tan grata a mi mente, que me pareció la mejor prueba de amor que yo podía darle, inmolando mi juventud y mi hermosura en la soledad de un claustro, atormentando mi cuerpo con aquellos cilicios, debilitando mi organismo con repetidos ayunos, robando horas al descanso para pasarlas con los brazos en cruz, rogando por el pecador a quien yo tenía la debilidad de amar, y llegué a realizar mi sacrificio sin decirle al amado de mi alma que sólo por él me sacrificaba.
Mi familia me llamaba la santa, y no lo era, no, no tenía más santidad que amar místicamente. Fanatizada por completo di al objeto de mi amor el culto de mis errores, le dejé solo en el mundo, pensando que mis ruegos serían suficientes para salvarle de todos los peligros, y cuando yo le decía: tú vas a curar los cuerpos… yo voy a salvar las almas entonces mentía, yo no pensaba en salvar más que un alma, la suya… para mí no había en la Tierra más que un pecador que me interesara, ¡Él! Aquel joven tan hermoso para mis ojos. ¡Oh, sí! Qué hermosísimo me parecía, a su lado encontraba más encantos en la naturaleza, en las flores más perfumes, en los astros más destellos luminosos, en los bosques más follaje, todo lo embellecía él.
Cuántas veces al retirarme a mi aposento me decía a mí misma: Julia, ahora vives, ahora sientes correr por tus venas el agua roja de la vida; vivir siempre así, sería estar en el paraíso; pero ¡Dios mío! ¡Si él es un hereje! Si él dice que hay otras vidas… que hay otros seres allá lejos… muy lejos… viviendo con él nuestra condenación sería inevitable, y si yo me sacrifico en aras de mi amor, al penetrar en el paraíso podré pedir clemencia para él y los dos nos salvaremos.
¡Oh sí! ¡Huyamos del abismo, que la celeste Sión nos aguarda por una eternidad!
Y dominada por mi ciego fanatismo, di un adiós a la felicidad y me enterré en vida, creyendo que así salvaba a los dos.
Cuando llegó el estío con sus días de fuego y sus noches templadas y no pude correr al encuentro de mi amado, experimenté una turbación horrible, me abrazaba al crucifijo que tenía en mi celda y decía. ¡Dios mío! Qué sensaciones desconocidas agitan todo mi ser. ¿Por qué contemplo siempre ante mis ojos aquellas praderas que recorría con él, aquellos bosques donde dormíamos la siesta, aquellas montañas en cuyas cumbres rezábamos la oración de la tarde? ¿Por qué mi pensamiento vuela allá, y no se detiene aquí? ¿Por qué no puedo rezar?
¡Dios mío! ¿Estaré condenada? Y redoblaba mis cilicios y aumentaba mis ayunos, pero todo era en vano, ¡Todo! ¡Él vivía en mi mente y era el dueño de mi vida!
Por primera vez oculté a mi confesor, lo que sentía, pero llegué a tener miedo, mucho miedo y al fin le conté a él y a toda la comunidad mis horribles pecados. Afortunadamente estaba rodeada de espíritus sencillos y buenos y no me atormentaron; se hicieron rogativas generales para obtener de la gracia del Altísimo que apartara de mi Espíritu la tentación maléfica; pero todo fue inútil, la calentura me fue consumiendo lentamente, mis ojos perdieron brillo, mi talle se doblegó de tal modo, que a los treinta años parecía que tenía ochenta.
El remordimiento me devoraba, porque siempre la sombra de un hombre se interponía entre las sagradas imágenes y yo; llegué a convencerme de mi imperfección y nada más triste que el íntimo convencimiento de nuestra propia flaqueza, pedí a la superiora que me dejase hacer los trabajos más pesados y me convertí en enfermera, así es, que como la comunidad era muy numerosa siempre tenía alguna enferma a mi cuidado.
Había tres religiosas con úlceras en diversas partes de su cuerpo, y diariamente yo las curaba y lavaba todos sus vendajes, y mientras más penosa y repugnante era mi ocupación, más contenta estaba de hacerla; y tanto llegué a humillarme, que se acostumbraron mis compañeras a mirarme con desprecio y hasta me reconvenian agriamente si alguna vez el cansancio me rendía, diciéndome que demasiadas consideraciones me guardaban cuando debían haberme denunciado como a una endemoniada contumaz.
Así llegué a la edad madura con el cuerpo envejecido y el alma poseída de una inmensa pasión por el compañero de mi niñez y de mi adolescencia. Y cuando menos lo esperaba, después de haber pasado una noche en vela al lado de una moribunda, me retiré a mi celda, me puse en oración y vi que la figura del Cristo que yo adoraba tomaba movimiento, le vi separarse de la cruz y envolverse en una túnica de blanco lino; su rostro cadavérico recobró vida, se inclinó hacia mí y se sonrió dulcemente, ancianos venerables y niños hermosísimos me rodearon, sentí un bienestar indefinible, se me quitó aquel horrible peso que abrumaba mi conciencia, lancé una exclamación de inmenso júbilo y vi como mi cuerpo caía desplomado ante el altar, mientras mi Espíritu rodeado de figuras angélicas ascendió suavemente siguiendo la huella luminosa de Jesús, un resplandor vivísimo me cegó, y mi alma fatigada se entregó al dulce reposo que tanta falta le hacía.
¡Sueño bendito!… ¡Sueño de amor! En él se recuperan las fuerzas perdidas, en él se equilibran todas las sensaciones; el despertar de ese sueño no tenía explicación posible, ninguno de los grandes escritores de la Tierra podrían describir lo que siente el Espíritu cuando se despierta de ese sueño reparador, sin el cual su entrada en el espacio sería tormento indescriptible, pero Dios en su sabiduría infinita, todo lo ha previsto, todo lo ha calculado, así es que el hombre tiene su sufrimiento medido y ajustado a la cantidad de fuerzas que posee, y cuando éstas se gastan se verifica la separación del cuerpo y del alma; mas como ésta última está tan íntimamente relacionada con su organismo, necesariamente todos los sufrimientos de aquél, la han emocionado, la han atormentado y ha sufrido sensitivamente todos los dolores de su envoltura, disgregadas las moléculas de aquélla, cesa la vibración dolorosa, pero queda el cansancio de tan penosa jornada, por eso el Espíritu entra en reposo y duerme todo el tiempo que le es necesario para entrar de nuevo en la vida recordando todos sus hechos, apreciándolos, juzgándolos y tomando resoluciones más o menos enérgicas según su modo de ser.
Mi sueño fue muy largo; había sufrido mucho; pero mi despertar fue encantador. Renuncio a describírtelo porque ni tú ni nadie en la Tierra, comprendería aproximadamente la dulcísima sorpresa que se experimenta al ver los inmensos raudales de vida, que en inmensa catarata se precipitan impetuosamente en todas direcciones, y se ven las existencias como pequeños átomos: te voy a poner un ejemplo para que lo comprendas perfectamente.
Cuando en un aposento oscuro penetra un rayo de sol, ¿No es verdad que en la faja luminosa se ven innumerables partículas de eso que llamáis polvo? Pues así ve el Espíritu sus encarnaciones en los rayos luminosos del sol de la verdad.
Así se contempla, sí; así vi yo mis existencias en las que he pecado siempre de credulidad, he carecido de iniciativa para indagar por mí misma el porqué de las cosas, y esa falta de actividad, esa pereza de mi razón, ese quietismo de mi inteligencia, me ha hecho sufrir las lógicas consecuencias de mi indolencia fanática. Hasta ahora se puede decir que no he comenzado el nobilísimo trabajo de pensar, siempre me he contentado con la opinión de los otros, sólo para una cosa he tenido iniciativa: para querer al que aún me recuerda; muchos siglos hace que voy en su seguimiento; le amo, le envuelvo con mis fluidos, lamento y deploro sus desaciertos, que toda la actividad que me falta a mí, le ha sobrado a él, pero que no siempre la ha empleado con cordura.
Mi amor para él no tendrá fin; este amor será el motor que al fin moverá mi inteligencia. Hoy comprendo perfectamente lo improductiva que fue mi última existencia para él, por más que yo creí en mi ignorancia que salvaba su alma de las llamas eternas. Éstas no existen, pero sí, otros tormentos de los cuales no he podido salvarle con mis ayunos y mis cilicios, algo más útil le hubiera sido si, hubiese unido mi suerte a la suya, y acompañándole en sus vigilias le hubiese aconsejado que huyera de tribulaciones, de azares y de cometer imprudencias que mucho le han hecho y le harán sufrir.
Ejercité mi paciencia y mi humanidad, pero de una manera tan pobre y tan mezquina; estuve tan lejos de conocer la dignidad que siempre debe conservar el Espíritu, hice tan completa abstracción de mi inteligencia, que fui una máquina que funcionó al impulso de cien voluntades.
¡Qué degeneración tan humillante! ¡Qué abdicación tan estúpida!.
Ahora lo comprendo todo, ahora veo el importantísimo papel que representa la madre de familia, ahora me persuado de que las religiones han tiranizado a la mujer.
Yo le prometo al único ser que he amado, aprovechar mejor el tiempo en lo sucesivo. ¿Descenderé yo hasta él? ¿Ascenderá él hasta mí? Prohibido nos está a los espíritus hacer revelaciones proféticas, porque ellas coartarían el libre albedrío de los terrenales, por eso nada te digo, aunque me ha sido muy grata tu evocación, puesto que me evocaste en nombre de él, que vive envuelto con mi fluido y que confío y espero en la unión de nuestros destinos. ¿Cuándo?… ¿Dónde? Que importa la fecha ni el lugar de la acción. La medida del tiempo no es igual en todos los planetas, únanse las almas cuando merezcan realizar su sueño y no contemos días, años o siglos, que son menos que segundos en el reloj de la eternidad.
Cesa por hoy nuestra entrevista espiritual y en ocasión más oportuna y quizás en mejores condiciones recibirás las inspiraciones de Julia”.
La comunicación que hemos transcrito nos demuestra una vez más, que el fanatismo religioso ha causado innumerables víctimas, mientras que el racionalismo filosófico guía a los espíritus por la senda del progreso y les impulsa a cumplir grandes misiones en bien de la humanidad.
¡Cuántas mujeres habrán sufrido y sufrirán durante algún tiempo el martirio que sufrió Julia, enterradas en vida, trucando las leyes de la naturaleza, convirtiéndose en higueras secas las que estaban llamadas a ser árboles fecundos.
Dígase, repítase de continuo que las mujeres en los conventos son homicidas, porque dejan de dar su contingente a las leyes naturales, esterilizando lo que fue creado para dar abundante fruto.
En esas grandiosas tumbas se petrifica la inteligencia y se convierte en autómata el ser más activo, el que está destinado a ejercer la soberanía de su voluntad en un pequeño reino llamado hogar, donde un esposo querido, unos padres amorosos y unos hijos exigentes giran en torno de un pequeño astro denominado ¡Madre de familia!.
Utilísima enseñanza encierra la comunicación que hemos obtenido. Estúdiese detenidamente, que o mucho nos engañamos, o hay en ella bastante que estudiar.
Amalia Domingo Soler
La Luz de la Verdad