
¡Cuánto tiempo le he esperado, Señor…! Al fin ha vuelto… ¿Y para qué ha venido? Para dejar clavada una nueva flecha en mi corazón. ¡Pobre Rodolfo!
¡Cuánto me asusta su porvenir!
Tengo el íntimo convencimiento de que el hombre vive siempre.
Hay momentos que sin podérmelo explicar parece que me transporto a otra época, y me veo joven, lleno de lozanía y vigor; una mujer y un niño me siguen como si fueran cosa mía; al niño nunca le puedo ver la cara, pero alguien me dice: «Ése es Rodolfo», y corro tras él para estrecharle en mis brazos y el niño huye, burlando mi amoroso deseo; vuelvo en mí, y me pregunto:
«¿Por qué quiero tanto a Rodolfo si en él no he conocido más qué crímenes? ¿Por qué siempre sigo anhelante las huellas de su vida, cuando sé positivamente que mi muerte sería quizás el, único placer que él pudiera sentir en la tierra?
Y a pesar de esto, le quiero y daría por el rápido progreso de ese espíritu ¡cien siglos de amor!, ¡cien siglos de felicidad, unido a la niña de los rizos negros!»
Esto debe tener una causa; ayer sin duda debimos vivir, y viviendo tendremos que vivir mañana; y mañana Rodolfo será muy desgraciado.
¡Inspírame, Señor!, dales entonación profética a mis palabras, imprime en mis ojos una atracción tan poderosa como mi voluntad.
Yo quiero que Rodolfo venga a vivir cerca de mí; yo quiero que sea bueno, porque le amo con toda mi alma.
—¿Y qué propósitos traes—le pregunté— al instalarte en esta aldea?
—No lo sé —me contestó—. Me habéis atemorizado con vuestras profecías; me encuentro mal en todas partes, y a vuestro lado es donde estoy menos mal.
—¿Sigues oyendo aquella carcajada?
—Sí, a intervalos; hace poco al llegar a la fuente la escuché tan cercana como el día en que la pobre loca rodó por los abismos huyendo de mí.
—¿Y no sabes por qué en aquel momento la oías más claramente?
—No, no lo adivino.
—Pues resonó el eco en tus oídos porque dabas comienzo a un nuevo desacierto pensando en añadir al largo catálogo de tus atropellos uno más.
—Deliráis, Padre, deliráis, sin duda —contestó Rodolfo, tratando de sonreír, pero su sonrisa era forzada.
—No deliro, Rodolfo, no deliro; hace más de cuarenta años que no estudio en más libro que en los ojos de los hombres; he leído en los tuyos el torpe deseo de la concupiscencia.
Eras un espíritu dominado por el vértigo de las pasiones; no has amado; únicamente has deseado; y como el deseo es insaciable, por eso siempre has mirado a la mujer con el sensual apetito de la carne.
En tu mente no hay un recuerdo, no hay un sentimiento a que rendir culto; por esto tras de un afán renace un deseo.
¡Ay del hombre que sólo quiere a la mujer, a la Venus impersonal, y feliz de aquel que sólo con la ternura de una mujer es dichoso!
«El amor a una mujer puede ser nuestra redención.
«El constante deseo de la posesión de la mujer confunde al hombre con el bruto.
«Mira, sin hacerme santo, porque no hay en este mundo, he conseguido que mi espíritu adquiera gran fuerza moral que me ha servido para refrenar los vicios de los hombres, comenzando por los míos».
—Desengañaos, Padre; de vos a mí no existe punto de comparación. Vos gozáis en la abnegación y en el sacrificio; y yo si he venido aquí no es por virtud ni arrepentimiento, sino únicamente por egoísmo, porque me encuentro mal en todas partes; porque los días me abruman y las noches me aterran; porque parece que el infierno se ha desencadenado contra mí; y cuando escucho vuestra voz, mi ser se tranquiliza, mi cuerpo deja de sufrir esa dolorosa sensación que me hace padecer un dolor desconocido; pero esto es todo, no me pidáis más.
Yo no puedo amar el bien como le amáis vos, y a vuestro lado, si dejo de pecar, será por miedo, pero nunca por virtud.
—Estoy conforme en lo que dices, y no creas que en esta existencia te pediré más, convencido de que sólo esto me puedes conceder. Al que ha vivido como tú, al que no ha respetado ni a Dios ni a los hombres, no le exijas más que la tortura del remordimiento.
¡El miedo…! ¡Ese sentimiento indefinible que no tiene explicación en el lenguaje humano!
«¡Este terror sin nombre! ¡Ese espanto indescriptible que de tiene al culpable en el momento de cometer un nuevo crimen!
Pero este medio ya es un adelanto, porque has vivido muchísimos años sin sentir.
Las sombras de tus víctimas pasaban ante ti sin causarte la menor impresión; sus gemidos resonaban en el espacio, pero el eco no los repetía en tu corazón; y hoy esas sombras te aterran, hoy escuchas la carcajada de la pobre loca; y en el momento de fijar tus ojos en la joven que estaba en la fuente, tú mismo confiesas que sentías más cercana aquella horrible risa del dolor».
—Es verdad cuanto decís; la sentía, sí, al llegar a la aldea, lo primero que vi fue a esa mujer. ¿Qué sentí al mirarla? No lo se, pero plomo derretido circuló por mis venas; le pregunté por vos, y me dijo que estabais en el cementerio, y que luego reposabais en la fuente de la Salud; le pedí que me sirviera de guía, y durante el camino he admirado su belleza, y me he dicho a mí mismo: «Ya tengo en qué pasar el tiempo.
» Pero al ir a decirle algo, he pensado en vos, y he visto la montaña con la hierba seca, y subiendo por la senda maldita he visto a Elísea y a su marido, y una voz lejana repetía: «¡infeliz! ¡Una víctima más!» Al llegar vos, una llamarada quemó mi frente; comprendo que hago mal, pero me vence la tentación; y si vos no me detenéis, habré cambiado de lugar, pero no de costumbres.
—Tarea penosa me impones, pero confío en el Señor que tendré inspiración bastante para inclinarte al bien; ya hemos dado el primer paso: sientes el remordimiento, te confiesas culpable y te entregas a mi dirección.
Días de angustia me esperan, pero obtendré la victoria, y tu primera acción buena será proteger a la joven que te sirvió de guía.
Es una humilde violeta de los prados, y un lirio de estos valles le ofreció el perfume de su amor; los dos son pobres, y tú los puedes hacer ricos con el importe de uno de tus menores caprichos; puedes asegurar su felicidad; y cuando mañana la joven pareja te presente agradecida el fruto de su amor, ama al tierno niño para que tengas al dejar la tierra quien cierre tus ojos.
Tú no has amado y de nadie eres querido; tu esposa te odia y te desprecia; tus parciales y tus cortesanos te adulan porque te temen; los pobres te abominan porque nunca te has ocupado en enjugar sus lágrimas, y el único ser que te ha querido en el mundo he sido yo; pero yo dejaré la tierra antes que tú, y quiero que en tu lecho de muerte no te encuentres solo, quiero que seres amigos te rodeen y que niños inocentes te bendigan.
—Gracias, Padre; pero creo que pedís un imposible.
—No, Rodolfo, Dios da ciento por uno; ama y serás amado; espiritualiza tu sentimiento, comienza a sembrar la semilla del bien, y recogerás algún día las doradas espigas del amor.
¡Mi profecía se ha cumplido! ¡Tres años han pasado! Y los hechos han venido a demostrar que nunca marca la última hora el reloj de la eternidad.
Hoy Rodolfo es otro hombre, aunque a decir verdad, mucho me ha costado, porque los seres brutalmente sensuales no conocen afección ninguna, no encuentran goce más que en la saciedad de su deseo, y Rodolfo es un pobre loco que reconoce su locura, que a veces se avergüenza de su pasado, que le aterra de continuo su porvenir, pero que es impotente por sí solo para su regeneración, y lo que ha sido peor aún, que para mi tormento la joven campesina, la inocente Luisa, le inspiró una ciega pasión, la llegó a amar… única mujer que él había amado en el mundo.
¡Con cuánto placer le hubiera dado su nombre! ¡Con cuánta envidia veía pasar a la joven con su prometido! ¡y cuántas razones y cuántas reflexiones he tenido que emplear para convencerle y hacerle desistir de sus funestos planes! ¡y cuántas angustias, y cuántos temores, y cuántas agonías he sufrido, temiendo la realización de un nuevo crimen, porque nada es más difícil que dar luz a los ciegos de entendimiento! Es un trabajo superior al hombre; es luchar con todas las contrariedades el querer espiritualizar un alma hundida en el caos del más grosero sensualismo.
No me cabe duda, Rodolfo habrá sido mi hijo en otras existencias, y no una vez sola, porque el amor que yo siento por él, la energía que despliega mi voluntad, el trabajo titánico que lleva a cabo mi inteligencia, el esfuerzo que hacen todas mis facultades intelectuales haciendo funcionar mi pensamiento sin descansar un segundo ni en el sueño ni en la vigilia, todo esto es el resultado de un amor inmenso, de un amor acumulado en el transcurso de innumerables existencias, porque el espíritu del hombre terrenal ama muy poco, y en una sola vida no siente el alma lo que por Rodolfo siente la mía.
¡Le quiero tanto…! Reconozco sus innumerables defectos, lamento sus fatales extravíos, pero todo mi afán, todo mi anhelo, toda mi ambición, es despertar su sentimiento, hacerle amar, porque hasta las fieras son buenas subyugadas por el amor.
¡Le quiero tanto…! que tengo la completa seguridad de que después de muerto, seré su sombra, seré su guía, seré el ángel de su guarda; pero yo no concibo más ángeles que espíritus amorosos velando por los seres amados que dejaron en la tierra y en los otros mundos del espacio; y yo velaré por él, y yo le seguiré siempre, y aunque los mundos de la luz me abran sus puertas, yo no entraré, no, yo no entraré en tan hermosos parajes si Rodolfo no viene conmigo, aunque me espere en ellos la niña pálida con su corona de jazmines y sus rizos negros.
¡Ella es mi amor, es mi vida, es mi felicidad! ¡Pero él… es mi deber!
¡Ella es mi redención!, pero yo tengo que ser el redentor de Rodolfo.
Y lo seré, si; tres años hace que estoy cerca de él, y es otro hombre; el casamiento de Luisa es la prueba más convincente.
Él la deseaba, llegó a amarla, a creerse feliz sólo con verla pasar por delante de su castillo. Él ha llegado a tener todas las puerilidades del adolescente.
Yo he despertado en él la juventud del alma, porque el amor es la juventud de la Creación. Todos los seres, cuando aman, adquieren la candidez de los niños.
Nada tan puro, nada tan confiado, nada tan noble y tan sencillo a la vez como las aspiraciones del amor; él es la igualdad; él es la fraternidad; él es el progreso; él es la unión de las razas enemigas; él es la ley del universo, porque él es la atracción; y Rodolfo ha sentido el imperio de esa ley; y el galanteador irresistible, el señor acostumbrado a fáciles y vergonzosas victorias, ha temblado ante la sencilla mirada de una mujer del pueblo, y de un seductor se ha convertido en protector del débil.
Aún me parece verle la última tarde que fuimos a visitar la casita de Luisa, casita que al día siguiente debía la joven habitar con su marido.
Cuando Rodolfo entró en aquella humilde morada, se sentó y me dijo:
—¡Cuántos siglos de gloria y honores daría por vivir un año en este pobre rincón!
—Ya vivirás, ya te harás digno de gozar en la tierra algunas horas de paz y de amor; ya volverás arrepentido y encontrarás, ¡quién sabe!, a esta misma Luisa, y a su lado pasarás los días ganando el pan para ella y para sus hijos.
«Todos los deseos se cumplen, todas las esperanzas se realizan, Dios crea al hombre para que sea dichoso, y tú, hijo mío, lo serás también».
—Pero yo quisiera serlo ahora —exclamó Rodolfo con dolorosa impaciencia.
—¿Has visto alguna vez que el fruto engalane al árbol antes de que éste se vista de hojas y se cubra de flores? No pidas nada extemporáneo.
Tú serás feliz cuando seas digno de la felicidad; cuando ames mucho encontrarás un alma en la tierra que todo su amor será para ti. Hoy resígnate con la soledad que tú mismo te has impuesto; pero no temas, que hasta en los páramos del dolor encuentra flores el que sabe amar.
Salimos de la casita, y al día siguiente bendije la unión de Luisa con el amado de su corazón; el pueblo en masa acudió a presenciar la ceremonia, y la primera ovación de cariño la recibió Rodolfo aquel día.
Todos sabían que había legado a la joven pareja una pequeña fortuna que aseguraba su modesto porvenir, que aquella dichosa unión era obra suya, y todos le miraban y se decían unos a otros: «¡Es un señor muy bueno!».
Al salir de la iglesia, Rodolfo me apretó la mano diciéndome con acento conmovido:
—Decís bien; el que amor siembra, amor recoge.
Un año después. Luisa dio a luz una niña que Rodolfo sostuvo en sus brazos mientras yo derramaba sobre su cabeza el agua del bautismo.
Este ángel de inocencia ha venido a despertar en su alma un nuevo sentimiento. La Providencia, sabia en todo, ha negado a Luisa el néctar de la vida. Débil y enferma, ha tenido que entregar su hija a una nodriza, y de este modo yo he podido realizar mi sueño, que era poner en contacto continuo a la pequeña Delfina con el hijo de mi alma, con Rodolfo, el cual no conocía el sentimiento de la paternidad, puesto que fue infanticida; y hoy se pasa horas y horas con Delfina en los brazos, y se cree dichoso cuando la niña, al verle, hace ademán de querer ir con él.
¡Cuánto gozo mirándole cuando muchas tardes, al salir del cementerio, le encuentro que me espera y me dice: «¿Vamos a ver a la niña?». Nos dirigimos a casa de la nodriza, y Delfina, al verle, tiende los brazos, y yo digo entre mí al verle a él extasiado contemplando a la niña: «¡Aprende, alma rebelde! ¡Aprende a querer a los pequeñitos! ¡Ensáyate en el sacerdocio de la familia ¡Que sienta tu espíritu el suave calor de la ternura para que mañana, al volver a la tierra, después de muchas encarnaciones de sufrimiento, sea feliz, en una humilde cabaña, donde te sonrían una mujer amante, y te pidan un beso hermosos niños».
Ya ha dado el primer paso. ¡Loado sea Dios!
Amalia Domingo Soler