
La razón aventaja a la revelación pasada, cuando impele al hombre al cumplimiento de todos sus deberes morales y religiosos, sociales y políticos; cuando cumple fielmente la ley del Evangelio; cuando aspira a la fraternidad universal; cuando busca en la ciencia y en la caridad los divinos atributos de Dios; cuando el hombre progresa en todos los sentidos, y encuentra a Dios en la naturaleza como germen eterno de toda vida; cuando se identifica con el ideal sublime de hacer el bien por el bien mismo; cuando sabe olvidar las ofensas, y recuerda siempre los beneficios; cuando se engrandece; cuando se regenera por la fuerza potente de su voluntad, entonces la razón es superior a todas las leyendas de los siglos.
Pero cuando la razón humana ilustrada por la ciencia moderna, hace abstracción del eterno principio de todas las cosas, cuando el hombre se enseñorea del universo; cuando se cree que es hijo de sí mismo, cuando olvida los deberes que se deben a la humanidad; cuando se embriaga con el orgullo de la falsa ciencia; cuando ve en la creación un montón inmenso de moléculas atraídas unas a otras por el calor central, y en ese calor no ve más que el resultado de las fuerzas acumuladas; cuando no ve en la naturaleza el prodigioso efecto de una causa suprema; cuando pierde el hombre el sentimiento de la maravillosidad; cuando los mundos para él son libros en blanco; cuando se despierta el egoísmo y domina el yo absoluto; cuando el ayer y el mañana no fijan su atención y sólo el efímero presente atrae su pensamiento, cuando en medio de lo infinitamente grande, el hombre se presenta infinitamente pequeño, entonces la razón humana ilustrada por la ciencia moderna, es un Fuego Fatuo, nada más.
La ciencia basada en Dios, a Dios conduce; pero la ciencia que tiene por pedestal al hombre mismo, es una nube de verano; es como la columna de humo que deshace el viento; es como la pirámide de arena que arrebata el huracán; es como las hojas secas del otoño, que la brisa más leve las arranca del árbol y se pierden en el espacio.
La razón humana lo puede todo si tiene a Dios por objetivo; pero haciendo abstracción de Dios, es la loca de los siglos que tiene por camisa de fuerza la ignorancia.
Para los ortodoxos, para los racionalistas científicos, para los deístas esencialistas, para los que vemos en Dios el alma de los mundos, cuya mirada infinita abarca todos los tiempos, y tiene a su vista todos los sucesos, todas las evoluciones, todos los acontecimientos, que para Él no hay límites en los horizontes de los universos, ¿Cómo hemos de admitir que Dios al ver la rebeldía de la especie humana, destruyó su obra y se resignó a comenzarla de nuevo?
¡Si para Él no hay más que el presente!… si Él todo lo tiene delante de sí, ¿Cómo pudo llegar Dios al último extremo de no saber qué hacerse con aquellas razas indómitas creadas por Él?
Si para Dios no hay nada oculto, ¿Cómo ignoró tanto tiempo las felonías de su pueblo? Él, que es todo amor y sabiduría ¿No tuvo más medios para mejorar las condiciones de aquellas almas degradadas que hundirlas en el caos de donde salieron al impulso de su voluntad?
Bien dice un profundo pensador: No son las religiones las que han de formar la ciencia, es la ciencia la que ha de formar la verdadera religión.
En filosofía, en psicología, en moral, en religión, sólo es verdad la que no se aparta un ápice de las cualidades esenciales de la divinidad.
La religión perfecta sería aquella cuyos artículos de fe estuvieran de todo punto en consonancia con esas cualidades; cuyos dogmas pudieran sufrir las pruebas de esa confrontación sin menoscabo alguno.
La escuela que reconoce a Dios como causa primera, y admite el progreso indefinido del Espíritu, no pertenece ni a los sistemas impíos, ni a las científicas aberraciones.
No comprendemos porqué la Cosmogonía moderna nada puede afirmar contra la Cosmogonía genesíaca, cuando el adelanto de la ciencia es tan innegable como la luz del Sol; cuando el progreso en todos los conocimientos humanos es tan fácil de demostrar como probar aritméticamente que dos y dos son cuatro.
No diremos por esto que las hipótesis sentadas por los grandes sabios, lleven todas ellas el sello de la verdad absoluta, porque la verdad absoluta nunca será el patrimonio del hombre; porque entonces éste se igualaría a Dios; y siempre habrá tanta distancia de Dios al hombre, como de lo infinito, a lo infinitesimal.
Esa eterna línea divisoria existirá en todas las edades; mas no por esto el trabajo de la inteligencia humana deja de ser ¡Admirable! ¡Encantador! ¡Sorprendente! Nada más bello, nada más grande, nada más sublime y más consolador, que ver los titánicos esfuerzos de esas imaginaciones generosas, que con una ingeniosísima actividad, con un afán incansable, dedican todo su tiempo a estudiar los grandes principios que sirven de base a la vida de la humanidad.
¿Qué importa que el fruto de todos esos trabajos no esté aún completamente sazonado, si el fruto, en razón de la verdad suprema, nunca estará al alcance de la inteligencia del hombre?
Ahora bien; si en nuestro mismo sistema planetario, la Tierra a cierta distancia es completamente desconocida, ¿Qué papel representará ante los demás universos? Será menos que un átomo perdido en la inmensidad.
¿Y qué serán los habitantes de este globo comparados con otras humanidades? Menos, mucho menos, de lo que son los infusorios para nosotros.
¿Y estos seres microscópicos (los hombres terrenales), podrán ni aun remotamente comprender qué es la esencia de Dios? No.
Tendremos, todo lo más, nobles aspiraciones; trabajaremos atraídos por el foco de la verdad Suprema: haremos esfuerzos superiores a nuestras condiciones morales e intelectuales; tendremos intuición de algo ¡Inmenso! ¡Maravilloso! ¡Divino!
Sentiremos latir nuestras sienes y nuestro corazón con una sensación deliciosa, pero inexplicable, suspiraremos por una Tierra prometida; lloraremos por una libertad inconcebible; veremos en el cielo de nuestros sueños algo que nunca podrá expresar el lenguaje humano; pero dejaremos la Tierra más pequeñitos en ciencia, que lo es el feto en el claustro materno, cuando el Espíritu que debe animarle está turbado sin conciencia de lo que fue, ni de lo que será.
Por esto, nos sonreímos con esa sonrisa compasiva de los ancianos que escuchan con melancolía los sueños entusiastas de sus nietos, cuando vemos que los hombres se afanan por demostrar, con las más concluyentes afirmaciones, que el Génesis mosaico es la misma palabra de Dios, es la obra obtenida por la divina revelación.
¿Y cómo puede ser su palabra augusta cuando la ciencia destruye sus aseveraciones?
¡Si Dios hubiese escrito un libro, sus argumentaciones serían incontrovertibles!
Y en el mero hecho de que el estudio de los hombres avanza mucho más que las páginas sagradas de las biblias de todas las religiones, es prueba inequívoca que esos viejos manuales de los siglos están escritos por los legisladores primitivos; hombres superiores a la generalidad, pero que nunca fueron intérpretes divinos; porque de haberlos sido, los principios sentados en sus páginas, jamás la ciencia humana los hubiera podido destruir; porque siendo Dios la Suprema sabiduría, sólo podría inspirar la verdad.
La historia de los libros sagrados la describe muy bien Allan Kardec en el capitulo IV de su Génesis.
Veamos lo que dice: “La historia del origen de todos los pueblos se confunde con la de su religión: por eso los primeros libros han sido religiosos. Y como todas las religiones se refieren al principio de las cosas, que es también el de la humanidad, han dado acerca de la formación y ordenación del universo explicaciones que están en relación con el estado de los conocimientos del tiempo y de sus fundadores. Ha resultado de esos que los primeros libros sagrados fueron al mismo tiempo los primeros libros de ciencia, como han sido también por mucho tiempo el código de las leyes civiles”.
“La religión era entonces un freno poderoso para gobernar. Los pueblos se sometían gustosos a los poderes invisibles, en nombre de los cuales se les hablaba y de que los gobernantes se decían mandatarios, ya que no se proclamaron los iguales de esas mismas potencias”.
“Para dar más fuerza a la religión, era preciso presentarla como absoluta, infalible e inmutable, sin lo cual hubiera perdido su prestigio entre seres casi brutales en quienes apenas apuntaba un destello de razón. No convenía que sobre ella pudiera discutirse ni tampoco sobre las órdenes del soberano; y de ahí el principio de la fe ciega y de la obediencia pasiva que tuvieron en su tiempo su razón de ser y su utilidad. La veneración en que se tenían los libros sagrados, que se creían descendidos del cielo o inspirados por la divinidad misma, hacía sacrílego su examen”.
“En los tiempos primitivos los medios de observación eran necesariamente muy imperfectos, y por consecuencia, las primeras hipótesis relativas al sistema del mundo tenían que estar sobrecargadas de groseros errores; pero aun cuando estos medios hubiesen sido tan perfeccionados como los que hoy tenemos, los hombres no hubieran sabido servirse de ellos; no pudiendo ser por otra parte sino el fruto del desarrollo de la inteligencia y del conocimiento sucesivo de las leyes de la naturaleza.
A medida que el hombre ha ido adelantando en el conocimiento de esas leyes, ha ido penetrando en los misterios de la creación y rectificando las ideas que se había formado acerca del origen de las cosas”.
“Puesto que es imposible conocer el Génesis sin los datos que la ciencia suministra, puede decirse con toda verdad que, la ciencia es la verdaderamente llamada a constituir el Génesis según las leyes de la naturaleza”.
No cabe duda que la ciencia es la única que puede formarlo: porque la ciencia es la verdad; pero este trabajo no es de un año, no es de un lustro, no es de una centuria, es de miles y miles de siglos, y nunca estará terminado porque siempre encontrará el hombre un más allá desconocido; y en todos sus estudios verá, que al comprender una página de sus volúmenes científicos, le quedan mil y mil páginas llenas de jeroglíficos que descifrar, y de problemas que resolver.
Creemos que la última palabra de la ciencia no se pronunciará jamás.
Creemos que los libros sagrados (sagrados por su antigüedad), deben conservarse cuidadosamente, deben mirarse con religioso respeto porque son los termobarómetros que señalan nuestras pasadas civilizaciones.
¡Los sacerdotes de Dios son los sabios! ¡Esos sí, que son sus grandes pontífices!
Cuando dijo un sabio que los tres ángulos de un triangulo equivalían lo que dos ángulos rectos, quedó sancionado por la demostración que era verdad lo que el sabio afirmaba, mientras que los aforismos religiosos como el amaos los unos a los otros de Jesús, no está tan bien demostrado, porque a los hombres les ha sido más fácil falsificarla doctrina de Cristo, que las enseñanzas y demostraciones científicas.
Si la ciencia se hubiera podido falsificar, la hubiesen falsificado como falsifican la sublime religión del mártir del Gólgota y las demás religiones; que han sido todas ellas, lo que los hombres han querido, no lo que en su principio sustentaron sus fundadores.
En todo sistema teológico costará trabajo encontrar algo revelado, pero sí se hallará mucho premeditado; por esto, para nosotros, los libros sagrados, son obras de hombres, nada más; tratados religiosos convencionalmente adaptados a las épocas de ignorancia en que se escribieron, y nunca los consideraremos como volúmenes verdaderamente científicos.
Para el hombre inspirado por Dios no debía haber nada inasequible, todo debía ser asequible para el intérprete del Eterno, estando encargado como estaba, de escribir el primer libro de texto que había de estudiarse en las aulas de la Creación.
¡Tienen las religiones positivas un modo de comprender a Dios tan especial, tan anti-científico, tan anti-lógico! Gracias que la ciencia ha venido a demostrar los grandes absurdos de que adolecen las religiones, que no son otra cosa que delirios y aberraciones del entendimiento humano.
Nada más grande, más consolador y más racional que la verdadera religión.
¡Creer en Dios y adorarle en su obra!
Reconocer en Él la causa de todo lo creado, y por consiguiente, admirar en Él la perfección suprema, rindiéndole el culto del alma consistente en acciones virtuosas.
En cambio las religiones ¿Cómo consideran a Dios? ¿El Ser Supremo puede sentir el arrebato de la ira?…
¡Oh religiones! Vosotras personalizáis a Dios porque no le comprendéis, porque no le habéis comprendido, ni le comprenderéis jamás.
Forjáis un Dios al alcance de vuestras pasiones y de vuestras debilidades, y le atribuís todos los mezquinos sentimientos que pueden dominar al hombre.
Para pedirle a la ciencia la vastísima instrucción que posee, debe adaptarse a la vida moderna, que como dice muy bien un escritor político:
“Al terminar la lucha de los dos principios, al acercarse el momento decisivo en que Ormuz vence a Ahrimán, en que el principio bueno abandona su estado de crisálida, para desplegar sus brillantes alas en el luminoso éter de la ciencia moderna; al verificarse estos grandiosos fenómenos, estas supremas evoluciones en la marcha de la humanidad, es preciso que los que a ellas asisten se transformen también, se transfiguren, sacudan el polvo de los antiguos errores para regenerarse de una manera completa y entrar en la vida de la luz que ya brilla en el horizonte”.
Sí, ya brilla la luz, y las iras celestes son incompatibles con el progreso; éste reconoce un Dios armónico, pero no iracundo.
La ignorancia es la que concibe el Dios del rayo.
La ciencia mira en Dios un padre cariñoso que le dice a los hombres: ¡Estudiad! ¡Trabajad! ¡Tenéis por laboratorio la Creación! ¡Yo os guiaré, indagad! ¡Preguntad! ¡Analizad!
Y en alas del progreso, ¡Penetrad en los mundos de la felicidad! ¿Crea Dios sin poder comprender lo que el hombre hará mañana?
O Dios es todo, o Dios es nada; o hay que admitirle como causa creadora o aceptar el acaso; un Dios a medias no puede ser.
Dice un sabio, y es muy cierto, que la teología es más bien una retórica que induce a creer a los pobres de Espíritu, pero no una ciencia que nos sirva para definir.
La idea de un Dios al alcance del hombre, no tiene punto de desarrollo, no tiene demostración, es el caos, es el absurdo, es la incredulidad, es la negación de la grandeza suprema; es el camino más corto y más recto para ir al ateísmo.
A Dios, no le debemos, no le podemos asociar a nuestras miserias, a nuestras equivocaciones, a nuestra falta de cálculo.
No estamos conformes con las religiones, no; contemplando la naturaleza vemos a Dios en ella, su aliento divino cubre de púrpura las hojas de las humildes amapolas y llena el espacio de millones y millones de mundos.
Inteligencia suprema, domina con su mirada infinita a todas las humanidades que pueblan los innumerables universos, que unos en pos de otros se precipitan en rotación eterna en las profundidades del éter, y el inmenso panorama de la Creación está ante Él, desde el instante que dijo: Hágase la luz y la luz fue hecha.
Dios no puede ver burlados sus planes: sean los mundos mansiones de delicias, o lugares de tinieblas y sufrimientos, siempre el hombre le rendirá culto en ellos; porque siempre verá en sí mismo y en lo que le rodea, algo superior a su inventiva y a su voluntad.
Los primeros cultos religiosos son una prueba de ello. Basta contemplar la naturaleza para encontrar mil ídolos a quien adorar.
Y ya en los hombres primitivos hubo tribus, que adoraron al Dios desconocido, que no hay hombre que no se encuentre pequeño contemplando el cielo en las tranquilas horas de la noche.
Sólo los semi-sabios pierden la luz natural, que como dice una antigua sentencia: “gustando la ciencia se cae en la incredulidad, pero empapándose en ella se torna a la fe”.
Afortunadamente la ciencia tiene por misión, el destruir todos los absurdos religiosos. Inútil es querer asegurar que la Geología moderna nada puede afirmar contra el relato del Génesis de la Creación.
Siempre la ciencia tendrá que enderezar los entuertos, y deshacer los agravios de todas las religiones que han negado las leyes naturales, y con ellas la eterna justicia de Dios.
¡Bendita! ¡Bendita sea la ciencia! ¡Donde está su movimiento está Dios! Donde se agita la vida del libre examen y del análisis: la voluntad funciona, y la continuidad del progreso la presienten los grandes pensadores; y a ella le deberemos ver cumplida la profecía de Víctor Hugo, que hace pocos días exclamó con acento inspirado: “De aquí en adelante poco medrará el dios superstición ante el dios instrucción. Para su propio bien, el hombre ha cambiado de ídolos”.
¡La ciencia es la herencia de Dios, y todos los hombres son sus herederos!
¡La ciencia, no la posee ni ésta ni aquella religión, porque llegará a ser un día el patrimonio de la humanidad; y en la sublimidad de la ciencia, está la divinidad de la religión!
Amalia Domingo Soler