
¡Siempre lo pasado fue mejor! Por regla general el ayer perdido hace sonreír misteriosamente a nuestro corazón, aun cuando la miseria nos haya oprimido y torturado; hay una secreta alegría al recordar las horas confundidas en las sombras de lo que fue.
¿Por qué será esto, Señor? ¡Ay!, es fácil de adivinar; porque mientras menos años contamos, menos responsabilidades tenemos; por esto el tiempo pasado nos parece mejor, porque en cada hora que transcurre, o cometemos una falta o presenciamos un crimen, o lamentamos un atropello, o deploramos una punible mentira; y estuvo en lo cierto aquel que dijo: larga vida, larga cuenta.
¡Ay! ¡Señor! ¡mi jornada ha sido larguísima, y he visto tanto!… ¡he sondeado tan a fondo en el corazón humano…! ¡he mirado tan atentamente el vuelo de las inteligencias, que si hubiera dado cien vueltas alrededor del mundo, no hubiera podido haber visto tanta variedad de ideas y tanto desorden en todos sentidos como he observado en los muchos años que he pasado en el rincón de mi querida aldea!
¡Qué afán tienen los hombres por parecer buenos! ¡Luego no pecan por ignorancia! ¡Luego conocen que es malo, ser malo ! y si como Adán se ocultó del Señor después de haber pecado avergonzado de su desnudez, del mismo modo los demás hombres cubren la desnudez de sus vicios con el manto de hipócritas virtudes; y nada se amolda mejor a esta prestidigitación de las almas que las tradiciones religiosas.
La religión no admite más que la verdad; pero las religiones ¡oh!, las religiones son el manto que cubre las miserias humanas; y yo he aceptado el cumplimiento de mi sacerdocio con la firme voluntad de ser un mártir, si es preciso, pero no un pecador.
Es decir, pecar todos pecamos, pero hay desaciertos premeditados, y hay faltas que obedecen a nuestra debilidad moral y física; y obligación es del hombre pecar lo menos posible, ya que la perfección en absoluto sólo la posee Dios.
Fuerza grande se necesita en el mundo para ser intolerante con los hipócritas, porque se convierte uno en el blanco de todos los odios; y es el caso que reconocen mi rectitud, que saben que yo no condeno, porque recuerdo lo que hizo Jesús con la mujer pecadora; saben que transijo con el pecador, pero nunca con la iniquidad.
Yo estrecharé en mis brazos al que ingenuamente me diga: «¡Padre! ¡soy un miserable, soy un malhechor…!» Pero rechazaré, y abominaré, y arrojaré de mi presencia al que me venga ponderando su amor a Dios, y su desprendimiento de las cosas terrenas, cuando lo veo enlazado a las vanidades humanas como la ostra a la concha.
¿Por qué, pues, me persiguen para ponerme en el caso de quitarles el antifaz y decirles cara a cara lo que más le ofende al hombre, que es enumerarle sus defectos? ¡Señor! ¡Señor! Ten misericordia de mí; recuerda que soy débil, que yo he sentido, que yo he amado, que yo he luchado conmigo mismo toda la vida.
¿Por qué, pues, me han de exigir virtudes que no poseo? ¿Por qué me he de ver mezclado en historias ajenas, cuando me abruma el peso de la mía? ¡Oh, Señor!, cada día que pasa, me convenzo más de que yo habré vivido ayer y debo vivir mañana para realizar el sueño de mi mente.
Yo conozco que mis fuerzas están gastadas y necesito reposar en una nueva existencia, en la cual viva olvidado de todos, menos de la compañera de mi alma, porque sin amarse dos en uno, no comprendo la vida.
¡Ah, Señor!, ¡Cuánto deseo acabar mi jornada… tan llena de contrariedades, teniendo que luchar abiertamente, creándome poderosas enemistades… Sí, yo Quiero vivir en un rincón de la tierra; quiero tener mi cabaña rodeada de palmeras; quiero amar a una mujer de rostro pálido con rizos negros; quiero estrechar junto a mi corazón hermosos niños que me llamen padre!; ¡quiero bendecir a Dios cuando los pájaros le saluden! ; ¡quiero extasiarme en la meditación cuando la esposa del Sol acaricie la tierra!; ¡quiero, en fin, recobrar fuerzas!, ¡adquirir vida!; ¡quiero que mi espíritu sonría!, ¡quiero que durante algún tiempo no lleguen hasta mí los lamentos de los hombres!, ¡quiero ignorar las historias de la humanidad!
¡No me llames egoísta, Señor! porque llevo muchos años de lucha.
La carrera del sacerdote es de las más penosas si quiere cumplir con su deber.
¡Se le exige tanto al sacerdote … ¡
Sin duda por expiación acepté yo el sacerdocio, porque al ver tantas infamias, tantos crímenes ocultos, todo mi ser se estremece, y me encuentro pequeño, muy pequeño para reprimir tantos abusos; y cuando quiero cortar alguno, mis superiores me amenazan, y me dicen que el fin justifica los medios, y yo entonces… ¡Cuánto sufro, Señor! porque no admito buenos fines sin justos medios; y les digo a aquellas eminencias : ¡Señores: o se cree en Dios o no se cree! Si reconocemos una inteligencia suprema, si consideramos que una mirada infinita está fija constantemente en la Creación, debemos comprender que para esos ojos eternos no hay medio de ocultarle lo que sentimos; así, pues, la falsa devoción de nada sirve; ¿Qué importa que la acepten los hombres si no tiene valor para Dios?
¿Son las religiones convenios especiales para crearse privilegios en el mundo? No; las religiones deben servir para acercar al hombre a Dios, porque las religiones son un freno que contiene el galope de las pasiones; y si no se consigue mejorarnos íntimamente, tan ateo es el que dice que no cree en nada, como el que levanta una capilla para encubrir un crimen.
¡Señor! ¡Señor! Yo te confieso, me faltan las fuerzas para luchar con los hombres, y… o quítame este amor a la verdad para que pueda tolerar la hipocresía, o revísteme de más energías para que en los momentos supremos de la lucha mí pobre cuerpo conserve la fuerza necesaria, y no sea vencido, teniendo tanta entereza como mi espíritu.
Ahora mismo me encuentro rendido, he llevado unos cuantos días crueles, porque yo cuando estoy en contacto con el mundo soy profundamente desgraciado. ¡Oh! ¡la humanidad!, ¡la humanidad todo lo envenena!
¡Quién me había de decir que una tranquila fuente (que los aldeanos llaman de la Salud) me había de proporcionar serios disgustos, amargas contrariedades y al mismo tiempo hacer una buena obra: he salvado una rosa rodeada de punzantes espinas!
¡Manuscrito querido!, cuando yo mañana deje la tierra, sabe Dios adonde irás a parar; pero, cualquiera que sea tu dueño, deseo que aprenda en estas confesiones de mi alma y reflexione sobre los extravíos a que nos conducen las pasiones desordenadas; y vea que la hipocresía y el fingimiento han sido casi siempre los móviles de las fundaciones religiosas.
Al pie de una montaña, entre dos peñas, un caudal de agua cristalina calmaba la sed de los niños de mi aldea; y en aquellas felices tardes que yo pasaba rodeado de pequeñuelos, cuando aún no conocía las miserias del mundo, me gustaba sentarme junto al rústico manantial, y allí contemplaba a mi infantil familia que corría gozosa y terminaba su frugal, merienda, bebiendo alegremente aquel néctar de la naturaleza, tan necesario para vivir; y al ver aquellas caritas sonrosadas, aquellos ojos brillantes, aquellas bocas sonrientes que recogían el agua con alborozado afán, yo les decía:
—Bebed, bebed, hijos míos, que ésta es el agua de la salud. Y desde entonces todos los habitantes de la aldea llamaron al humilde manantial «la fuente de la Salud».
Agua salutífera era, en verdad, para los inocentes chicuelos que me seguían afanosos para que les dejara jugar con Sultán y les contara historias de aparecidos. ¡Para las almas puras todas las aguas son buenas!
Además, cuando vine a la aldea, noté mucho descuido en el aseo de los pequeñuelos, y lentamente les fui imponiendo la limpieza como un deber de buen cristiano, y para que mejor obedeciesen les decía a los niños:
—Si todos los días os laváis dos veces los ojos con el agua de la Salud, nunca los tendréis malos.
Y aquellos inocentes (que me querían mucho) cumplían religiosamente el mandato del señor cura, creyendo que el agua tenía una virtud milagrosa, y la virtud consistía en la limpieza que ellos y sus madres fueron adquiriendo paulatinamente. Éste fue el origen de la fuente de la Salud.
Qué sencillos principios tienen casi siempre todas las cosas; pero como no se hacía ninguna especulación, les dejaba creer que el agua de aquella fuente tenía la virtud de conservar la vista, con tal que mis fieles tuvieran la buena costumbre del aseo higiénico.
Un día vino uno de mis superiores y me indicó que sería conveniente ver si podía levantarse una capilla junto a la fuente de la Salud, porque así, cuando las mujeres fuesen por agua, podrían rezar; que era necesario que el pecador encontrase por doquier pequeños templos donde orar para arrepentirse de sus culpas, y al mismo tiempo, aquella agua podía ser propiedad de la capilla, y expendiéndola a un precio módico, era una renta segura para la nueva ermita.
Yo miré a mi superior de hito en hito, y le dije fríamente:
—Comprendo muy bien vuestra sana intención, pero… dispensadme, no estoy conforme con ella.
Templos no hacen falta, demasiados hay.
Y en cuanto a ponerle un precio al agua, no puede hacerse, porque esa agua no tiene virtud ninguna, que químicamente la he reconocido, y no tiene ninguna substancia que la recomiende especialmente.
—Pues bien le llaman «la fuente de la Salud».
—Ese nombre se lo puse yo para darle más aliciente a la costumbre del aseo, que quería establecer en favor de mis feligreses.
La limpieza es la salud, y yo deseaba que estos pobres seres desposeídos hasta de lo más necesario, tuvieran una riqueza positiva en una salud inalterable, y sabido es que la limpieza robustece el cuerpo, y al par que lo vigoriza lo embellece.
Levante usted donde quiera la capilla que desea (que yo creo innecesaria), pero deje libre el manantial de la Salud, que yo no quiero especulaciones a la sombra de la religión.
—Sois un mal sacerdote —me dijo mi interlocutor—, no sabéis despertar la fe religiosa.
—Del modo que vos queréis nunca la despertaré.
Si Dios es la verdad, sólo la verdad se le debe ofrecer.
—Pues tendréis que dejar hacer, porque una opulenta familia vendrá aquí dentro de poco, atraída por la nombradía que tiene la fuente de la Salud.
La primogénita de esta noble casa está enferma; su madre (devotísima señora) espera que aquí se pondrá buena su hija, y tiene hecha la promesa de que si aquélla recobra la salud levantará una capilla junto a la fuente bendita; y os lo repito, no vengáis a estorbar que se levante una nueva casa de oración.
Yo le iba a contestar, pero parece que alguien me dijo al oído:
—Calla y espera.
Y nada contesté. Mi superior creyó que me había convencido con sus razones, y se despidió de mí más afectuosamente que de costumbre.
A los pocos días llegó a la aldea la familia que me había anunciado, es decir, parte de ella, pues no venía más que la madre y la mayor de las hijas, con varios criados que, después de dejar instalados a sus señores, volvieron a la ciudad, no que dando más que un viejo escudero y la nodriza de la joven enferma… Fui inmediatamente a ofrecerles mis respetos, pues recibí una orden terminante para que así lo hiciera, y aun cuando no la hubiese recibido yo hubiera ido, pues presentía que aquella familia traería misterio; y a pesar de que huyo de la gente, cuando presiento que se va a cometer un crimen, venzo mi carácter y hago cuanto me es posible para evitarlo, porque creo que ésta es mi única obligación: evitar el mal y practicar el bien.
Efectivamente, en cuanto las vi, comprendí que no me había engañado; la madre era una mujer de buen fondo, temía verdaderamente a Dios; pero engreidísima con su noble alcurnia, hubiera muerto cien veces antes de admitir en su familia un plebeyo y su hija era tan orgullosa como su madre, supersticiosa y dominada en absoluto por el fanatismo religioso y por el orgullo de su nobilísima cuna.
Se conocía que estaba enferma por su extremada palidez; y la expresión de su semblante denotaba tan profundo fastidio, que se conocía que todo le molestaba, empezando por ella misma.
Por primera vez en mi vida fui diplomático, y las dejé hablar, encontrándolas muy dispuestas a levantar una capilla junto a la fuente de la Salud, siempre que la joven Clarisa se curara con dicha agua, que estaban seguras que se curaría.
Yo las miraba y pedía fuerza de voluntad para enmudecer, pues comprendí que Clarisa estaba enferma, pero que su enfermedad tendría remedio.
Traté de estudiar el carácter de aquella mujer, y vi que tenía un corazón de mármol, una inteligencia viciada por un orgullo excesivo, y tenía formada una idea de Dios tan absurda y tan inadmisible, que no se podían escuchar con calma sus desdeñosos razonamientos.
Todos los días iba a la fuente de la Salud a beber agua, pero su palidez aumentaba, y su impaciencia crecía, y su carácter se agriaba.
Yo traté de hacerme dueño de aquella alma rebelde por medio de la dulzura, pero comprendí que de aquel espíritu sólo por el terror religioso se conseguiría alguna obediencia; así es que para ella fui el sacerdote severo, nombrándole de continuo un infierno (en el cual nunca he podido creer).
En cambio, su madre tenía mejores condiciones; era de carácter más dulce, e intimó mucho más conmigo, hasta el punto que, pasado algún tiempo, me dijo en confesión lo siguiente:
—¡Ay, Padre! Tengo un peso en mi conciencia que me abruma, y he resistido a comunicárselo a mi esposo; se lo dije a mi confesor, y aunque él aprobó mi plan, desde que le oigo hablar a usted no sé qué me pasa; me confundo, me aturdo, me pierdo entre mil ideas distintas, y hay circunstancias tan agravantes que se necesita de una voluntad poderosa para salir de ellas.
—Hace tiempo que comprendo que sufrís.
—¡Ay, Padre! y mucho; mi hija Clarisa desgraciadamente va a ser madre del modo más fatal que podéis imaginaros.
Baste saber que lo que lleva en su seno es fruto de un amor incestuoso.
Ella y su hermano (un hijo clandestino de mi esposo), un infeliz bastardo, han sido víctimas de satánica tentación.
El honor de la familia ante todo.
Yo descubrí esta horrible locura, pero ya no era tiempo de remediar el daño; y apelamos a medios violentos, a ver si podía deshacerse el ser en mal hora concebido, pero todo ha sido en vano; al llegar aquí apelamos a nuevos remedios, pero inútilmente, y es preciso.
Padre, que vos me ayudéis en este trance fatal.
—¿Y en qué puedo yo seros útil, señora? Hablad, que estoy dispuesto a serviros.
—Gracias, Padre mío; no esperaba menos de vos y creed que recompensaré vuestros servicios.
Cuando el hijo del delito, cuando el fruto del incesto venga al mundo, es necesario ahogar el llanto, y para desagravio del Eterno, levantaremos en el lugar que le sirva de ignorada sepultura, una ermita que tomará el nombre del manantial cercano, y se llamará Capilla de la Salud.
Mi hija, libre de la carga del pecado, volverá buena, y creerán que ha sido curada con agua de la fuente bendita. El santuario adquirirá renombre, y con la fundación de esta obra se engrandecerá la iglesia de Dios, que si los medios no son tan laudables como yo quisiera, el fin no puede ser mejor: conservar sin mancha el honor de una noble familia, y levantar un templo que con el tiempo será grandioso y al que acudirán los fieles a implorar la misericordia de Dios.
—De ésa necesitáis vos, señora; de la misericordia del Eterno, para que os perdone un infanticidio.
—¿Un infanticidio. Padre?…
—No tiene otro nombre el asesinato de un niño. ¡Queréis levantar un templo sobre una tumba!; ¡queréis que la sangre de un ser inocente sirva de argamasa para unir las piedras de una nueva iglesia levantada para encubrir un crimen! ¿Y creéis, pobre pecadora, que esa casa de oración será grata al Divino Jehová? No blasfeméis más, señora. Porque ¡ay! de los blasfemadores.
¿Creéis que los incestuosos serán menos culpables si después de cometer un asesinato ponen las primeras piedras de una Catedral? ¡Ah, señora! Dios no quiere templos de piedra, porque Él se los ha formado múltiples en la conciencia de cada hombre.
—Pues entonces, ¿Cómo desarmaremos su justa cólera?
—¿Y creéis que Dios se encoleriza como un débil mortal? ¿Creéis que las pobres historias de la tierra pueden llegar hasta su trono excelso? ¿Cuándo el negro fango pudo manchar el arco iris?… ¿Cuándo el reptil que se arrastra por el lodo pudo mecerse en las ondulaciones del éter?
—¿Y qué haré, entonces, para hacer algo meritorio? Porque os lo confieso.
Padre, tengo miedo.
—¿Qué haréis? Escuchadme, y ¡ay de vos si no me obedecéis! Lo que teníais obligación de hacer, es buscar secretamente quien se encargue de ese pobre ser que va a venir al mundo, que cuando llegue, algo tendrá que hacer aquí; si queréis, yo me encargaré de todo; y la cantidad que ibais a gastar en levantar una capilla, empleadla en crearle un patrimonio a ese pobre huérfano, que harta desgracia tendrá de haber nacido sin recibir un beso de su madre; y ya que el orgullo de familia y la fatalidad le arrebatan el pan del alma, no le neguéis el pan del cuerpo, que vuestra sangre corre por sus venas.
—¡Ay, Padre!, lo que vos me proponéis es muy comprometido, y hombre muerto no habla.
—¿Qué no habla? ¿Qué decís? ¡Si un muerto habla más que una generación entera! ¿Sabéis lo que es ser perseguido por la sombra de una víctima? Yo lo sé, no por experiencia propia (gracias a Dios), pero muchos criminales me han contado sus cuitas y sé que el remordimiento es el potro del tormento donde se tritura el hombre.
Y yo, en nombre de Dios, y por amor al prójimo, os prohíbo terminantemente que llevéis a cabo vuestro cínico plan: dejadme hacer a mí, yo buscaré una familia en un pueblo cercano que se haga cargo del hijo de la locura, y vos cumplid con la ley de Dios, si no queréis que el sacerdote se convierta en implacable juez.
No sé qué metamorfosis se opera en mí cuando evito un desacierto; pero me siento crecer; no soy el tímido pastor de las almas que huye del peligro, soy el juez severo que tomaría declaración en aquellos momentos a los primeros potentados de la tierra; no me deslumbraría el resplandor de las coronas; me creo tan fuerte, y me veo investido de un poder tan especial, que si no cumplieran mi mandato no respetaría miras sociales, diría la verdad a la faz del mundo entero y antes de consentir en una felonía, creo que atentaría contra mi vida; y ejerzo en aquellos instantes una subyugación tan poderosa sobre los que me rodean, que me obedecen si no de grado, por fuerza; y cuando corre peligro la vida de un inocente tomo todas las providencias para salvarlo.
Durante un mes no he vivido, hasta que encontré una familia a propósito que se encargara del «huérfano, y le aseguré una crecidísima suma con la cual tiene un buen porvenir y hasta el momento que Clarisa, moribunda, dio a luz un niño, he sido su sombra, predicándole constantemente el amor al prójimo.
La joven me escuchaba con profundo asombro, y parecía humanizarse su sentimiento, pero yo no estuve tranquilo hasta que vi al niño en brazos de una nodriza durmiendo dulcemente.
¡Pobre ser, condenado a morir antes de haber nacido! Yo te he salvado de una muerte cierta. ¿Cuál será tu misión en la tierra? ¡Dios únicamente lo sabe!
Cuando Clarisa marchó a la Corte estrechó mi mano con efusión, diciéndome:
—Gracias, Padre, llegué a vuestro lado desesperada, y gracias a vos, me voy tranquila: velad por él. Padre mío; y cuando pueda rezar, enseñadle a rezar por su madre.
Al oír estas palabras, al ver que había conseguido romper el hielo de aquel corazón, sentí una satisfacción tan inmensa, que aquel momento de purísima alegría me recompensó de mis grandes amarguras, y con sólo recordarlo adquiero fuerzas para resistir el embate que me espera, porque mis superiores me llamarán, y me pedirán estrecha cuenta de no haber dejado levantar la capilla de la Salud, y no haber utilizado el manantial del cual tomaba el nombre.
Mucho sufriré, gravísimas reconvenciones caerán sobre mí; pero… mi conciencia está tranquila. Señor, he salvado a un ser inocente de una muerte cierta y he asegurado su porvenir; no he tomado parte en el piadoso fraude de convertir un agua natural en agua milagrosa, y evitado que se cometiera un engaño y que dos desgraciados fueran infanticidas. ¿No es mejor esto? ¿No es esto más justo, que haber dejado levantar un templo sobre la tumba de un inocente? ¡Quién sabe lo que ese niño podrá ser!…
¡Señor! creo que he cumplido estrictamente con mi deber y estoy tranquilo; pero al mismo tiempo las recriminaciones injustas me fatigan, y van viciando el aire de mi vida hasta el punto que no encuentro un paraje donde respirar libremente.
Muchos me llaman hereje y falso ministro de Dios.
¡Señor! dadme fuerzas de voluntad para enmudecer, porque los secretos de confesión no los puedo revelar; mas yo te amo.
Señor; yo creo que te debemos adorar con el culto de nuestras buenas obras; y no es buena obra cometer fraudes en tu nombre. Si en ti todo es verdad no debemos adorarte con hipocresía.
Amalia Domingo Soler