
¡Cómo pasan los años! ¡Me parece que fuera ayer! Yo dormía tranquilamente en un rincón de la Rectoría cuando me despertaron los ladridos de Sultán y las alegres carcajadas de un hombre de bien que jugaba con mi perro como un chiquillo: las almas buenas siempre son risueñas y expansivas.
El más rico hacendado de mi aldea se abrazó a mí diciendo: «Padre, Padre, ¡qué contento estoy…! ¡ya tengo una hija…! ¡es hermosa…! ¡tiene unos ojos tan grandes… que parecen dos luceros! Vengo por usted para que la vea, que bautizarla no podrá ser hasta mañana, que llegará mi hermano, que es el padrino».
Salí con el buen Antonio; llegamos a su casa, y me presentó una niña hermosísima, con unos ojos admirables.
Tomé en mis brazos a la recién nacida, y sentí en todo mi ser una sensación dulcísima, mejor dicho, inexplicable; miré fijamente a la niña y les dije: «Podéis estar contentos de vuestra suerte, porque o mucho me engaño o vuestra hija será un ángel en la tierra».
María, indudablemente, ha sido y es un ser celestial. ¡Es tan buena!…
Al día siguiente mi vieja iglesia se vistió de gala, sus vetustos altares se cubrieron de flores, sus ennegrecidos muros de verde follaje; todos los niños invadieron el templo llevando en su diestra ramas de olivo; y la hija de Antonio entró en la casa del Señor bajo los auspicios más hermosos.
Todo respiraba alegría, inocencia y amor; cuantos pobres llegaron aquel día al pueblo, todos fueron generosamente socorridos; y el bautismo de María fue uno de los sucesos más célebres de la sencilla historia de mi aldea.
Bien hicieron sus padres en celebrar su venida, porque María trajo una gran misión a este mundo, trajo la misión de querer incondicionalmente.
María es de los pocos seres a quienes le he visto cumplir las leyes del Evangelio.
La mujer, dotada generalmente de gran inteligencia, la que demuestra en un gran sentimiento, se puede decir que siempre es madre, porque siempre ampara a los desvalidos e intercede por los culpables, y María es y ha sido siempre la caridad en acción.
¡Qué alma tan hermosa! Ella ha endulzado con su filial cariño las grandes amarguras de mi vida; ella ha cuidado con el mayor esmero las flores de mi tumba adorada; y ella no hace muchos días que me dio la noticia más grata que yo pueda recibir en este mundo, comprendiendo ella perfectamente el inmenso bien que me hacía.
Estando una tarde ella y yo en el cementerio, me dijo con triste y significativa sonrisa:
—Padre Germán: os vais «volviendo egoísta; vuestro cuerpo se inclina hacia adelante, miráis mucho a la tierra. ¿Es que os queréis ir de este mundo?
—Si he de serte franco, hija mía, aguardo esa hora con íntima alegría y a veces hasta con febril impaciencia.
— ¿Y no sabéis que cuando os vayáis, yo tendré mucho más trabajo, que en vez de una tumba que cuidar tendré dos.
Pero yo lo arreglaré de modo que de un tiro mate dos pájaros, porque os enterraré aquí juntos —y me señaló la tumba de ella—, y de ese modo cuidaré todas las flores sin fatigarme.
Al oír esta promesa, al ver que cumpliría mi oculto deseo, deseo vehementísimo que yo no me hubiera atrevido a manifestar, sentí un placer tan profundo y una admiración tan intensa por María, que con tanta delicadeza me hacía saber dónde me enterraría para que descansara en paz, que no pude menos que extender mi diestra sobre su cabeza diciendo, con acento conmovido:
—-La mujer siempre es madre, y tú eres madre para mí. Tú has comprendido toda mi historia; tú me das la certidumbre de la única felicidad posible para mí, que es dormir mi último sueño junto a los restos de un ser amado. ¡Cuan feliz soy, María! ¡Cuánto te debo!
—Mucho más os debo yo.
—No, María; nunca, nunca te he hablado de lo que vales porque conozco tu carácter, y como nunca en la tierra estamos en el justo medio, tanta modestia raya en exageración, casi en una especie de fanatismo; pero hoy, hoy que estoy preparado para emprender un largo viaje, hoy que me despido de ti, sabe Dios hasta cuándo, justo es, María, que hablemos largamente, que quizás en los días que me quedan de estar entre vosotros no tengamos tan buena ocasión como ahora.
—Pero qué, ¿os sentís enfermo? —me preguntó ella con visible angustia.
—Enfermo precisamente, no; pero muy débil, sí, y conozco que al paso que voy no tardaré mucho en postrarme, y al caer yo enfermo, rara vez estaremos solos, o mejor dicho, nunca. Ya que los que se van se confiesan, yo me confesaré contigo; y tú me dirás tus cuitas, quizá por última vez. Vámonos a la fuente de la Salud y allí nos sentaremos, que la tarde convida.
—Y juntos salimos del cementerio.
¡Qué hermosa estaba la tarde! María y yo nos sentamos y permanecimos en silencio mirando las cumbres de las lejanas montunas coronadas de abetos seculares.
Después miré a mi compañera y le dije:
—Hija mía, estoy satisfecho de tu proceder; de niña fuiste humilde, sencilla y cariñosa; de joven fuiste amable, pudorosa y discreta; y hoy que vas a entrar en la edad madura, eres digna, reflexiva y entusiasta del progreso.
«En la profunda soledad de mi vida, tú has sido verdaderamente mi ángel tutelar:
cuando lloraba, cuando había momentos que mi espíritu desfallecía, y mi templo me parecía una tumba, te veía entrar en él, y entonces pedía a Dios que perdonase a mi rebelde espíritu; y en tu luminosa mirada leía una frase que decía ¡espera!
«Dos amores he sentido en mi vida; a ti te he querido como yo hubiera querido a mí madre y a mi hija; y a ella, a la niña de los rizos negros, la he amado como se ama en la ilusión primera, le he rendido culto a mi memoria y me halaga la idea de morir, sólo por encontrarla; aunque al mismo tiempo siento dejarte y apartarme de los pobrecitos de mi aldea, si bien confío que les quedas tú.
Pero tu género de vida no me satisface, hija mía, pues vives muy sola; tus padres, por ley natural, dejarán la tierra antes que tú; y yo quisiera dejarte enlazada a un hombre, que más de uno conozco yo que te quiere y respeta, y ese mismo respeto les ha impedido dirigirse a ti; y ya que de mí recibiste el agua del bautismo, quisiera dejarte unida con un hombre de bien; quisiera, en nombre de Dios, bendecir tu matrimonio.
María me miró fijamente, se sonrió con tristeza y me dijo con dulcísimo acento:
—¡Padre Germán, vos me habéis dicho muchas veces que la mujer siempre es madre cuando sabe sentir y perdonar, cuando sabe rogar por el culpable, cuando mece la cuna de los niños huérfanos. Yo amo mucho a la humanidad, muchísimo; me interesan todos los dolores, me conmueven todos los infortunios, me atraen todos los gemidos, y encontrándome tan dispuesta al amor universal, creo que sería egoísta de mi parte si me consagrara únicamente a hacer la felicidad de un hombre.
—Pero, ¿tú vives feliz? No sé. Créeme, María, yo también amo a la humanidad; bien sabes tú que más de una vez he jugado mi cabeza por salvar la vida de un desgraciado; pero después de amar a todos los hombres en general, el alma necesita (al menos en este planeta) un algo singular; sin un amor íntimo no se puede vivir; y tú ese amor no lo tienes, María.
—Sí lo tengo, Padre, sí lo tengo.
— ¡Ah! ¿También has tenido secretos para mí?
—Lo mismo que vos. Nunca me habéis dicho hasta ahora que amabais a la niña de los rizos negros.
Yo ya lo sabía y os compadecía con toda mi alma, y para no aumentar vuestras penas no he querido contaros las mías; pero, confesión por confesión, os diré que yo he soñado como sueñan todas las mujeres, y encontré la realidad de mi sueño; pero me es tan imposible el unirme al amado de mi alma, como os fue a vos el uniros con la niña pálida, la de la corona de los blancos jazmines.
— ¿Tiene otros lazos?
—Sí, tiene otros lazos que aprisionan el cuerpo, pero que dejan libre el alma, así es que me ama aunque no me lo ha dicho, pero su pensamiento siempre está fijo en mí; y yo le amo con ese amor del espíritu, desprendido del egoísmo y exclusivamente terrenal; ese amor que acepta el sacrificio y se halla dispuesto a hacer progresar al ser amado: y sabré cumplir con mi deber como vos habéis cumplido el vuestro; de vos he aprendido.
Por eso cuando me decíais en el cementerio que me debíais mucho, os dije que más os debía yo, porque os he debido la tranquilidad de mi conciencia, y os deberé el progreso de un espíritu muy enfermo.
Creedme, el cura de una aldea es el padre espiritual de una gran familia, y en su buen ejemplo aprenden sus hijos; por mi parte he aprendido de vos.
—No, María, no; tú trajiste ya bonísimos instintos. Recuerdo, cuando no tenías más que cinco años, y estando una noche en la Rectoría, llamaron atribuladamente, y entró un pobre hombre con un niño cubierto de harapos.
Tú, al verle, le acariciaste, te lo llevaste contigo, y cuando nadie se fijaba en ti, le desnudaste y le pusiste tu vestido al niño y tú te envolviste con sus harapos.
Un año después vinieron unos pobres titiriteros, y a los niños que traían les diste toda tu ropa.
—Concedo que yo trajera buen instinto, pero mi sentimiento se despertó observando vuestras acciones; y como yo os veía dar vuestra ropa, decía: cuando él lo hace, todos le debemos imitar.
El niño, por lo general, no tiene gran iniciativa, ejecuta lo que ve hacer a otro; por esto es tan necesario tratar de ser bueno, no sólo por nosotros, sino muy principalmente por los demás; el hombre es un espejo en el cual se miran los niños.
—Pues por lo mismo que tan bien comprendes la misión del hombre en la tierra, yo quisiera que tú formaras familia, porque tus hijos serían un modelo de virtud.
—Desistid de vuestro empeño, padre Germán; no puede ser; además que en los planes que yo tengo, si logro realizarlos, no tendré hijos de mi cuerpo, pero tendré hijos de mi alma; porque fundaré hospitales para ancianos, casas de salud para los niños, colegios de corrección para las pobres jóvenes abandonadas en el fango del vicio, asilos para los ciegos; y cuando deje la tierra iré a buscaros para preguntaros si estáis contento de mí.
—Hija mía, tu misión es muy grande, y, verdaderamente, los que vienen como tú, no vienen para ser íntimamente felices, porque la felicidad terrena tiene mucho de egoísta.
—Yo no sé a qué he venido, padre Germán; pero sí os diré que siempre he soñado en hacer bien; que os he querido porque siempre os he visto dispuesto a sacrificaros por los demás; y me he propuesto secundar vuestra gran obra.
Alguna vez, como si soñara, veía unos ojos grandes fijos en mí.
Un día, este pueblo lloraba vuestra ausencia, llegó un hombre y corrí a su encuentro, para pedirle vuestra libertad. Le miré y me miró, y vi que los ojos de aquel hombre eran los que yo veía en mi sueño, y desde aquel instante me di palabra de ser madre sin hijos del cuerpo, y que todos los niños huérfanos que yo conociera serían los hijos de mi alma.
«Vos me lo habéis dicho muchas veces: que el hombre no tiene más goces que aquellos que ha conquistado en existencias anteriores. Vos y yo, sin duda, ayer miramos con criminal indiferencia al santuario del hogar doméstico; y por esto, hoy, vos habéis consumido vuestra vida, y yo consumiré la mía soñando con esa existencia divina, con esa mirada embriagadora de unos ojos amantes que prometen una eterna felicidad.»
—Tienes razón, María; nos queda el mañana.—Y sintiéndome fatigado, volví a la Rectoría, dándome mucho en qué pensar la confesión de María, pues si bien yo había comprendido que el rey la amaba, ignoraba que él fuera la realidad de sus sueños, y veo en este amor mutuo un algo providencial; este amor no es de hoy.
El alma de María es grande, muy grande, y la del rey pequeña, muy pequeña; y no pueden fundirse estos dos espíritus en uno puramente por la atracción actual.
¿Cómo, si son dos fuerzas que se repelen en la actualidad? El amor de ella no puede ser al hombre imposible; será más bien su compasión al espíritu.
Es que en este mundo, como no se ve más que la parte infinitesimal de las cosas, a todo se le da el nombre de amor; y cuántas veces las pasiones de aquí no son más que expiaciones dolorosas, saldos de cuentas y obsesiones terribles en las cuales el espíritu casi siempre es vencido en la prueba, siendo la mujer la que más sufre, porque es un ser sensible, apasionado, compadece pronto y olvida muy tarde.
Por eso no dudo en afirmar que la mujer siempre es madre, porque la mujer siempre quiere. De pequeñita es madre de sus muñecas; de jovencita es madre de las flores y de las aves que cuida amorosamente; y cuando ama es madre del hombre, porque, por ingrato que éste sea, ella siempre le disculpa, y cuando reconoce su falta le compadece y le perdona.
¡Conozco tanto a la mujer!… ¡En el confesionario se saben tantas y tantas historias! … Y, a pesar mío, he sido el confidente de tan íntimos dolores, y he visto mujeres tan buenas, que no es extraño que a veces el sacerdote sea débil.
— ¡Qué contrasentido! ¡qué anomalía! ¡qué sinrazón! Se nos dice: ¡huye de la mujer! y al mismo tiempo apodérate de su alma; dirige sus pasos, despierta sus sentimientos; lee en su corazón como en un libro abierto, y abstente de quererla, porque es pecado.
Y como lo imposible no puede formar ley, por esto ha existido y existirá el abuso; y mientras las mujeres se confiesen con los hombres, mientras exista esa intimidad, será dificilísimo el progreso de las unas y el adelanto de los otros.
No pidamos a los hombres que dejen de sentir desarrollando el sentimiento, que nada son los hábitos ni los votos ante la dulce confidencia de una mujer.
-¡Leyes absurdas! ¡Vosotras habéis creado el escándalo porque habéis querido truncar las leyes inamovibles de la naturaleza!
¡Cuánto se ha escandalizado con la teoría de las tentaciones! ¡y cuántas existencias se han agotado en aras de un sacrificio estéril…!
¡Desunir al hombre y a la mujer, cuando son dos seres que deben amarse y regenerarse con su amor!
¡Oh!, ¡la mujer… la mujer siempre es madre; porque la mujer… la mujer siempre es buena!
Amalia Domingo Soler