Por espacio de tres años estuvimos yendo por la noche, y a veces por la tarde, a casa de nuestra amiga Elena, y siempre nos llamaba la atención una niña que estaba sentada en la portería.

Cuando la conocimos, tendría seis años, y cuando dejamos de verla, contaría nueve primaveras. Vestía pobremente, casi harapienta, con el cabello cortado como los muchachos, a punta de tijera, con los ojos casi siempre malos, el rostro enflaquecido y amarillento, era un ser antipático y hasta repulsivo por la expresión de su semblante dura y sombría; pero a nosotros nos inspiraba profunda compasión, porque sabíamos, por Elena, que no tenía padre ni madre; la portera de la casa de nuestra amiga la había encontrado en la puerta de la calle.

Una noche, al ir a cerrar, vio un bulto, lo cogió y se encontró una niña recién nacida, envuelta en dos pañales de batista y un magnifico chal de cachemira de la India, y movida por la codicia más que por la generosidad, hizo gran ostentación de quedarse con la niña, creyendo que le sería provechoso encargarse de una criatura envuelta en una mantilla que valía más de trescientos duros.

Con la esperanza de una buena recompensa, crió a la niña, entregándola a una nodriza después de haberla bautizado con el nombre de Juanita.

Fue ésta creciendo sin que nadie se acordase de ella para reclamarla, hasta que, perdida toda esperanza, la señora Rita, alma vulgar, espíritu rastrero apegado a la especulación, se sublevó contra la inocente criatura, que para su torpe cálculo ya le servía de estorbo; y no la puso en un asilo, por si acaso algún día parecían los parientes de la niña; pero la trataba con el mayor desvío y la hacía estar de día y de noche vigilando en la portería mientras ella recorría todas las casas de la vecindad.

Conocidos estos antecedentes, mirábamos con pena a la pobre Juanita, que, a pesar de sus pocos años, era un fiel centinela que cumplía muy bien con su obligación, preguntando a cuantos entraban a qué cuarto iban.

Pero se adivinaba en aquella criatura un temor continuo.

Cuando veía venir a la señora Rita, no sabía la infeliz cómo quedarse, si de pie o sentada, y le presentaba en seguida el pedazo de media que había hecho; y nunca observamos que aquella mujer sin sentimiento le dirigiera una mirada cariñosa, antes al contrario, le solía dar un empellón diciéndole con dureza:

– ¡Bien poco trabajas, holgazana! ¡No te ganas el pan que comes!

A nuestra amiga Elena le decíamos muchas veces:

– ¡Qué lástima nos inspira la pobre Juanita!
-Y a mí también -replicaba Elena-; te aseguro que si mi marido quisiera, me encargaría de esa desgraciada, aunque su madrastra, pues la señora Rita no merece el nombre de madre, es como el perro del hortelano, que ni come, ni deja comer.

Sólo porque ve que yo la llamo para darle un poco de sopa al mediodía, suele decir la muy imbécil:
-Sí, a los hijos criados cualquiera se los hace suyos; pero ya estaré con cuidado, que si la trato así, es para educarla, que es muy solapada, y pareciendo una mosquita muerta, es una serpiente de cascabel.

– Y puedo asegurarte que Juanita vive tan mortificada, que la infeliz nunca tiene un instante de expansión. Jamás la he visto jugar: para ella, no hay un día de fiesta; todos los días son iguales. Desde las seis de la mañana hasta las doce de la noche está en la portería haciendo media, y si alguna vez le he dado algún juguete de mis niños, su madrastra me dice:
-Dispense usted, señora; pero yo no quiero que Juanita se entretenga en jugar: esas cosas son buenas para las niñas ricas, más las pordioseras como ésta no tienen otro remedio que trabajar.

Por más que he hecho para convencerla, no he podido conseguirlo, y se conoce que Juanita tiene delirio por las muñecas. ¡Pobrecilla!

Una tarde fuimos a casa de Elena, y al entrar nos dijo Juanita:

– La señora Elena ha salido y ha dejado la llave para que usted subiera y la esperara.
En vez de seguir subiendo, nos sentamos al lado de la niña, y le preguntamos por la señora Rita.
-Está lavando, y no vendrá hasta muy tarde – contestó Juanita con la satisfacción del que puede respirar algunas horas lejos de su verdugo.
-Qué cansada estarás de permanecer siempre aquí – le dijimos mirándola con tristeza.
-Sí que lo estoy, sí -dijo la niña-; y lo que más siento, que no tengo una muñeca. ¡Oh! ¡si yo tuviera una muñeca como la señorita Susana! ¡Cuán hermosa es!.
-Esa Susana será rica, ¿eh?
-¡Que si lo es! ¡Pues si tiene hasta coche! Todas las tardes sale a paseo y se lleva su muñeca, ¡que es más grande!…, y su hermano un aro muy bonito con cascabeles.
-Te gustaría también tener un aro?
-No, no; lo que yo quisiera tener es una muñeca; pero la señora Rita no me la deja tener, porque dice que las pobres como yo sólo deben trabajar.

Yo sé que las niñas de las buhardillas también son pobres, hasta van como yo, sin zapatos, y sin embargo, sus madres les compran muñecas. Si yo tuviera madre, también me la compraría; porque las madres son muy buenas.

Al oír estas palabras, nos conmovimos profundamente, y besamos la frente de la pobre Juanita, que nos miró con agradable sorpresa.

Poco después, en el portal de la casa de enfrente aparecieron dos niñas y un niño, una de las primeras llevaba en sus brazos una muñeca hermosísima de gran tamaño.

Juanita se levantó exclamando:
-¡Mire usted! ¡Mire usted! ¡Qué preciosa es!
Y asomándose a la puerta comenzó a gritar:
-¡Señorita! ¡Señorita! ¿Quiere usted que vaya a ver la muñeca?

– Y sin esperar contestación, la pobre Juanita atravesó la calle con la ligereza de un pájaro, y se quedó parada delante de la lujosa niña, que, a pesar de verla tan sucia, como sin duda la conocía, la miró sonriéndose, al mismo tiempo que ponía en el suelo la muñeca , que se sostenía perfectamente.

Juanita se quedó como extasiada, y se comprendía que ni respiraba mirando aquel precioso objeto tan codiciado por ella. Allí hubiera estado toda la tarde, si los niños no hubiesen subido al coche que vino a buscarlos.

Entonces Juanita volvió a su cárcel, y se sentó a hacer media, diciéndome con pena:
-¡Ay! La señora Rita me va a pegar cuando venga, porque no he adelantado la media. Yo no sé qué tengo, pero todas las cosas me parece que dan vueltas. – Y el semblante de Juanita se demudó por completo. Vino Elena, y al verla tan desfigurada, dijo con sentimiento:
-Esta pobre criatura está muy mala. ¡Qué bien haría el destino con llevársela al otro mundo! Voy a bajarle un poco de caldo.
Así lo hizo; pero Juanita se sintió tan mala, que a poco subió, llamó precipitadamente, ya al abrir la puerta le dijo a Elena: – ¡Ay, señora! Deje usted que me esté aquí, que así la señora Rita no me pegará – Nuestra amiga, que tiene un excelente corazón; que es madre y sabe querer muchísimo a sus hijos, la abrazó diciendo:
-No tengas cuidado, hija mía, que ahora mismo te voy a acostar en la cama de una de mis hijas. – Así lo hizo, y en seguida mandó llamar al médico. Al tiempo de venir éste, llegó la señora Rita, a la cual Elena trató cariñosamente para conseguir que dejase a Juanita a su cuidado mientras estuviera enferma. Aquella mujer, ruda y grosera, no quería ceder de sus derechos; pero Elena la persuadió, y el médico le dijo severamente:
-Ha de contar usted que si esta señora no se encargase de cuidarla, yo daría la orden que la llevasen al hospital, porque el estado de esta criatura demuestra claramente que se muere de inanición, esto es, que la han asesinado poquito a poco. Hoy ya su curación es casi imposible; pero al menos, que muera en paz.
La señora Rita enmudeció, y Juanita, en los nueve años que estuvo en el mundo sólo dos meses vivió casi feliz. El tiempo que estuvo en casa de Elena, parecía otra, a pesar de que su enfermedad seguía avanzando lentamente. Por las tardes, según me contaba mi amiga, siempre le pedía que la dejara ir junto al balcón para ver la muñeca de la señorita Susana, y desde allí le enviaba besos.
Elena se conmovió tanto al ver aquellas escenas, que, sin decir a nadie su plan, una mañana se llegó a la casa de la vecina, y pidió ver a la señora. Esta la recibió y Elena le dijo:
-Señora, usted me dispensará la libertad que me tomo; pero usted es madre y yo también, y espero que comprenderá el delirio de una pobre niña que va a morir.
-Sí, ya me figuro que vendrá usted a hablarme de Juanita -contestó la señora-. Ya me lo a contado todo la doncella, y mi hija también me contaba que cuando bajaba al portal, le pedía que le dejase ver su muñeca; ahora quizá querrá verla.
-Verla, la ve todas las tardes cuando ustedes salen; mas yo vengo a pedirle una gracia. Mi posición no me permite gastar en un juguete tan caro. Ya le he dado las muñecas de mis hijas; juega con ellas, pero siempre me dice:
-¡Quién pudiera tener una muñeca como la de la señorita Susana! – Y yo quisiera que usted me la dejase por dos o tres días, pues según el médico dice, será lo que tardará en morir. Ya que la pobre ha sido tan desgraciada, me alegraría mucho que en sus últimos momentos fuera dichosa.
La señora, por toda contestación, le entregó la hermosa muñeca de lujo diciendo:
-¿Ojalá que con este juguete le podamos devolver la vida! Dígale usted a Juanita que Susana se la regala; que es para ella.
Elena, según nos contó, volvió a su casa, y preparó a Juanita para que no la perjudicara tan agradable sorpresa. Cuando le presentó la muñeca, dice que la pobre niña demostró su alegría llorando silenciosamente, estrechando contra su pecho su codiciado tesoro.
Nosotros la vimos después, y nos afectó profundamente el gozo de aquella criatura. Al vernos, exclamó con alegre acento:
-¡Mire usted! ¡Es mía! ¡Es mía! Me la ha regalado la señorita Susana. Mírela usted, ¡qué hermosa es! – Y se quedaba como en éxtasis mirando su preciosa joya.
Efectivamente, la muñeca era encantadora, y estaba vestida con su traje de raso, color de cielo, adornado con blondas blancas, y en sus rubios cabellos descansaba una guirnalda de florecitas azules.
Ocho días vivió Juanita en un paraíso. Dormía con la muñeca; al despertar se sentaba en la cama y hablaba con ella, y, según nos contaba Elena, decía con asombro:
-¡Cuántas niñas bonitas vienen a verme! ¿Quiénes serán estas niñas? Yo no las he visto nunca. – Sin duda eran espíritus amigos, que venían a dulcificar su lenta agonía, y lo consiguieron; porque Juanita, sin fatiga, sin angustia, sonriendo a su adorada muñeca, se quedó dormida. Elena, viéndola tan tranquila, se acostó, y al levantarse por la mañana, se la encontró que estaba muerta, con la muñeca reclinada en su brazo derecho.
En una sencillísima caja colocaron el cadáver de la pobre niña, y junto a ella su amada muñeca. Todos los vecinos de la casa fueron a verla, y la que fue tan despreciada en vida, fue considerada después de muerta. Algunas pobres mujeres lloraron al contemplarla abrazada a su ídolo.
¡A cuántas reflexiones se presta este verídico episodio! El nos demuestra que en todas las almas hay ese amor a lo bello, esa íntima ternura, esa sed de cariño que muchos seres, como la pobre Juanita, no pueden satisfacer en la tierra.
¡Qué desgraciados son los niños huérfanos y pobres!
Siempre que vemos a una niña acariciando a una muñeca, nos acordamos de Juanita y nuestro corazón apresura sus latidos y en nuestros labios se dibuja una sonrisa, mientras se llenan de lágrimas nuestros ojos al recuerdo de aquella niña.

Sus más hermosos escritos

Amalia Domingo Soler