Un lecho de flores

Dice muy bien el poeta: la pereza es el roín que nuestras almas mancilla. Antiguos refranes escritos por la experiencia, dicen que la ociosidad es la madre de todos los vicios, y que la pereza es la madre de la pobreza.
¡Cuán tristemente es cierto lo que dicen estos antiquísimos proverbios! Y lo más doloroso es que en la raza humana se ve siempre el instinto de la indolencia, desde la acción más grande a la más pequeña, y aunque hay honrosísimas excepciones, pues hay hombres que trabajan más de lo que permiten sus fuerzas, dicen que esparcir ideas sobre el mundo es deber de los hombres, como es deber de las nubes esparcir lluvias sobre las simientes; estas almas generosas componen únicamente una pequeña fracción de la humanidad, y nosotros hablamos de la totalidad de los hombres que viven rutinariamente entregados al torpe placer de no hacer nada.

Nosotros no llamamos trabajo precisamente a las tareas ordinarias de la vida, porque estas por necesidad se han de emprender. El pobre tiene que trabajar, porque si no trabaja no come; de manera que no es ningún sacrificio que cumpla con su obligación.
El industrial si no inventa, si no perfecciona los mecanismos y procedimientos conocidos, si no hace trabajar su imaginación, su capital será riqueza muerta; y por interés propio, por ese egoísmo natural, pone en juego toda la inventiva que se alberga en su cerebro y trabaja con ahínco contemplando en lontananza la prosperidad; y en todas las clases sociales cada cual se afana por sí mismo, cada hombre, a semejanza de la araña, teje la tela de su vida terrestre, pero tiene una gran pereza para comenzar la renovación de su vida espiritual, y sobre este vicio fatalísimo haremos algunas consideraciones.

Que los pobres no se ocupen de los grandes problemas de la vida del Espíritu, no es extraño, porque la generalidad viven como bestias de carga: trabajan, comen y duermen; y como los jornales son tan pequeños, y las necesidades tan grandes, tienen que aumentar las horas de trabajo y tienen que convertirse en máquinas, quedándoles apenas el tiempo indispensable para reconciliar el sueño por la noche; por consiguiente el obrero vive sin vivir, porque no conceptuamos vida su azarosa existencia; pero las clases acomodadas, las que tienen horas sobradas para matar el tiempo, como dicen los españoles, esas sí que son verdaderamente perezosas: siguen la rutina de la vida sin tomarse el trabajo de analizar los hechos en los cuales toman parte; y cuanta compasión nos inspiran esas almas que duermen en el enervamiento, que dicen con profundo fastidio cuando se les pregunta en qué pasan el tiempo:
¿En qué hemos de pasarlo? ¡En nada! ¡En nada, gran Dios!… ¡En nada!…¡ Cuando hay tanto en qué pensar, y tantas cosas que hacer!…

El hombre mismo es un problema, y un ser de mediana inteligencia tiene en sí mismo un volumen cuyas páginas nunca concluirá de leer. Somos un jeroglífico dificilísimo de adivinar, y los más grandes filósofos no han encontrado aún la solución al porqué de nuestros vicios y nuestras virtudes; porque cuanto han dicho las religiones, no puede llevar el convencimiento a ningún profundo pensador, y nuestro cerebro tiene que trabajar buscando la causa de tantas anomalías. ¡Y aún hay hombres que se aburren porque no tienen nada en qué pensar!

La pereza sin duda es la primera caída del hombre, es el pecado bíblico del cual nos hablan las escrituras en distinto sentido, pero racionalmente considerado, es en realidad la culpa primera, porque la humanidad siempre ha tenido pereza de pensar, y por esto su adelanto ha sido tan lento.
¡Cuánto odiamos la pereza y cuánto sufrimos cuando observamos las tendencias de la generalidad de los seres que se reducen a vivir al vuelo, a salir del día de hoy sin ocuparse del mañana! Porque si se ocupan del mañana material, sí tendrán una gran fortuna, sí podrán hacerse ricos de ésta o de otra manera. ¡Todo para aquí y nada para allá! Y para la vida del Espíritu es para lo que nosotros quisiéramos que se despertara el interés y la atención general. Que no hubiera pereza para ocuparse de la cuestión más trascendental de la vida.

¿Qué es una existencia? ¿Qué son los afanes de una encarnación? ¡Si en menos de un segundo todos los tesoros acumulados los deja el hombre junto a su corruptible envoltura! Y él, el ser que piensa, el alma que medita, el Espíritu que vive siempre, el que se salva del naufragio, del incendio, de los terremotos, de la peste, de las flechas; el que es más fuerte que todos los elementos, porque domina a todas las destrucciones; ese reo de los mundos, ese hijo de Dios, se encuentra en el espacio más pobre que el último mendigo del Universo; y esta pobreza es la que nosotros quisiéramos evitar, porque la mendicidad del alma es de fatalísimas consecuencias.

¡Ay de los espíritus que hacen bancarrota, cuando juegan en la bolsa de la eternidad!… Por nosotros mismos conocemos los resultados. ¡Cuán horrible es la ruina del Espíritu perezoso! Vuelve a la Tierra ¿Y a qué viene?…¡A vivir muriendo!
¡A ver la felicidad en los brazos de los otros!
¡A desear verse querido, y de todos se ve desdeñado!
¡A querer formar el nido de la familia y a no encontrar un árbol que le preste sus ramas para hacerlo!
¡A buscar el calor de otra alma y sentir un frío glacial aunque habite en zona tórrida!
¡A vivir como las hojas secas, porque para los espíritus perezosos siempre es Otoño!
¿Hay vida más triste? No, y pensar que nosotros hemos ido levantando la fábrica de nuestro infortunio, con nuestra indiferencia, con nuestro abandono, ocupándonos del presente sin acordarnos del mañana, pensando únicamente en nuestro cuerpo sin dársenos un bledo del adelanto o estacionamiento del Espíritu. ¡Ah! Qué fatal resultado hemos obtenido.

¡Y cuesta tan poco trabajar en nuestro perfeccionamiento!
¡El ser bueno es tan sencillo! No se necesita tener talento, ni grandes estudios para hacerse sabio, ni enormes sacrificios de ninguna especie para elevar nuestro Espíritu a la contemplación de todo lo creado; y como consecuencia inmediata; despertar en nosotros el amor a Dios, y amando a Dios:
Se ama a los pequeñitos.
Se socorre a los necesitados.
Se compadece a los delincuentes.
Se aconseja a los atribulados.
Se consuela a los afligidos.
Se vive, en fin, tomando parte activa en las penas y en las alegrías de los demás, y el Espíritu adquiere dulzura, sentimiento, amor, amor purísimo que es su único patrimonio; y trabajando para todos, trabaja para sí mismo.

Es más útil cultivar nuestra viña que arar en terreno baldío, como le sucede al perezoso, que no trabajando más que lo estrictamente necesario para su comodidad del momento, no atesora ni un denario para mañana, y se encuentra al dejar la Tierra sumergido en la indigencia más horrible.
¡Huyamos! ¡Huyamos de la pereza que es el padrón de infamia de la humanidad!
¡Ganemos los siglos perdidos que ya es tiempo que comencemos a progresar!

 

Amalia Domingo Soler.

La Luz de la Verdad