-Papá: ayer estuve leyendo el diccionario, y dice que la templanza es una de las cuatro virtudes cardinales, que modera los apetitos y uso excesivo de los sentidos, sujetándolos a la razón, que es la moderación y continencia de la ira, cólera u otra pasión.

-Pues, mira, hijo mío -dijo su madre pareciendo entonces, -el diccionario está muy parco en las definiciones que da la templanza, porque ésta es una virtud quizá superior a todas las virtudes, pues se asegura con su práctica la paz y la tranquilidad del hogar doméstico, que es la paz más difícil de conseguir.

Es más fácil a veces suspender las hostilidades entre dos ejércitos beligerantes, que implantar el reinado de la templanza en una familia mal avenida.

-¡Pues, qué! En todas las casas, ¿No viven como vivimos nosotros?
-No, hijo mío; nosotros estamos en el cielo, y la mayoría de los terrenales viven en un infierno.

-Vámonos, mamá, vámonos a paseo y debajo de los pinos me contarás los milagros que hace la templanza.
-Tú lo has dicho, hijo mío; hace verdaderos milagros una mujer que no se encoleriza y que opone a las contrariedades la prudencia y la serenidad, para no caer vencida en las rudas tormentas de la vida.

-Recordarás que, más de una vez, mirando el álbum de familia, te has fijado en el retrato de una mujer muy bella y me has preguntado: “¿Quién es ésta, mamá?”
-Sí que recuerdo mi pregunta y tu lacónica respuesta, pues invariablemente me has contestado: “¡Esa… fue una santa!”

-Entonces, hijo mío, eras muy pequeño y no te podía contestar de otra manera; hoy, aunque eres muy niño, pareces un hombrecito ya, y se puede hablar contigo detallando más los hechos, y puesto que mi propósito es presentarte tipos reales para que aprendas en ellos a practicar las virtudes, te contaré a grandes rasgos la historia del original de aquel retrato que siempre te ha llamado la atención.

-Siempre, mamá, siempre; y muchas veces, sin decirte una palabra, cojo el álbum y miro la imagen de aquella mujer, que, según tú dices, fue una santa.

-Ya lo creo que lo fue; yo te lo aseguro.

Conocí a Isabelina cuando las dos éramos niñas; estuvimos juntas en el colegio algunos años, e Isabelina era el juez de paz en todas las contiendas de las chiquillas.

Tan sufrida, tan callada, tan prudente, que cuando mi madre la sacó del colegio, le dijo la directora: “¡Ay, señora!, se lleva usted lo mejor de mi casa; de balde la tendría yo toda la vida, pues gracias a la templanza de su carácter, donde ella está, reinan el reposo y la alegría”.

Isabelina se despidió de sus compañeras llorando amargamente; parece que la pobre presentía la suerte que la esperaba.
-¿Qué? ¿Fue muy desgraciada?
-Mucho, hijo mío; para ella este mundo fue un verdadero valle de lágrimas.
-Pues, ¿Qué le pasó?
-Al parecer nada de particular, porque se casó enseguida con un señor muy rico, muy guapo y muy distinguido, y hacían los dos una pareja que llamaba la atención.

Él se casó con Isabelina subyugado por su hermosura, porque fue la mujer más hermosa de su tiempo.

Un año después de casada, Isabelina fue madre de un niño enteco y enfermizo, que a los pocos meses de nacer comenzó a padecer accidentes horribles que degeneraron, con el transcurso de los años, en convulsiones nerviosas, debilitándose tanto su organismo, que cuando andaba se tambaleaba como si estuviera ebrio, y sus pies iban cada uno por su lado, cayéndose con la mayor frecuencia.

Isabelina, al ver a su hijo tan desgraciado, se consagró por completo a ser su amorosa enfermera; en cambio, su padre nunca salió con él porque se avergonzaba de que aquel infeliz fuera su hijo.

-¡Ay, mamá! ¡Qué malo era ese hombre…!
-No le juzgues, hijo mío, Dios le juzgará.
-¿Y tuvieron más hijos?
-Sí, dos más; un niño más defectuoso que el primero, con los pies vueltos hacia dentro y las manos sin poder hacer uso de ellas, teniendo que darle de comer hasta su mayor edad, y una niña muy bonita, pero tan pequeñita y tan a medio crecer, que durante un año ni pudieron vestirla, estaba siempre envuelta en algodón en rama, y sólo podían lavar su cuerpecito con aceite de rosas.

-¡Ay! ¡Pobre madre…!
-¡Ya lo puedes decir, hijo mío; pobre madre! Su marido, si no llegó a odiarla le faltó muy poco; y la infeliz Isabelina, siempre serena, siempre sonriente, siempre tranquila, paseaba con sus hijos y era la que velaba su sueño, la que cuidaba de su alimento, y sobre todo la que estaba siempre al quite para evitar discusiones enojosas entre su marido y sus hijos.

Siempre estaba alerta, siempre estaba en guardia aplacando el carácter irascible de sus hijos, siempre defendiendo las intemperancias de su esposo, alegando que tenía motivos sobrados para estar disgustadísimo, porque sus negocios bursátiles le iban de mal en peor, y así pasó Isabelina los mejores años de su vida, despreciada de su marido, que se pasaba meses enteros sin dirigirle la palabra; si le hablaba era para maldecir la hora en que se había casado con una mujer que le había dado por hijos dos fenómenos y una chiquilla de pasta de merengue.

Isabelina nunca le contestó; cuando le veía más furioso se iba al cuarto de sus hijos, los estrechaba contra su corazón y lloraba por dentro, para que sus hijos no comprendieran su horrible sufrimiento.

No es posible que yo te cuente la vida de martirio que llevó Isabelina; sus parientes todos le aconsejaban que se separase de su marido, y ella respondía sencillamente: “Mi deber no es separar a mis hijos de su padre; mi obligación más sagrada es despertar en mis hijos, sino el amor por su padre, al menos la compasión; ¿Queréis mayor desgracia para un hombre que no amar a sus hijos, cuando hasta las fieras quieren a los suyos? No, no; vosotros no me queréis bien; ya vendrá la muerte, y al aventar mis cenizas, mis hijos dejarán su casa paterna; pero mientras yo aliente, en este hogar habrá el calor de mi cariño”.

Y así fue; Isabelina casó a su hijo mayor y no permitió que se separara de ella, su marido, aunque tarde, comenzó a comprender lo que valía su esposa, que nunca tuvo una queja para sus constantes desvíos; siempre le dirigió la más dulce sonrisa, inculcando en sus hijos el más tierno cariño hacia su padre.

Pero Isabelina no tenía el cuerpo de hierro, y tantos años de lucha y de sufrimiento concluyeron por lesionar su corazón, y al fin se postró en su lecho para exhalar su último suspiro.

-Y entonces su marido, ¿Qué hizo?
-¿Qué hizo? Lo que era natural que hiciera, entonces lloró lágrimas de sangre; entonces, postrado ante Isabelina, le decía:
“¡Perdóname! ¡Perdóname, que he sido un miserable! ¡Tú eres una santa! Y yo he sido tu verdugo. Yo te prometo que amaré a nuestros hijos en memoria tuya; quédate, quédate conmigo; yo seré tu esclavo y te adoraré de rodillas”.

Pero sus quejas y sus ruegos fueron inútiles; Isabelina murió como había vivido, sin exhalar una queja, sonriendo como deben sonreír los ángeles al gozar de la presencia de Dios; sus hijos la cubrieron de flores.

Su marido se quedó como un idiota; de pronto, se estremecía, y caía de rodillas, diciendo: “¡Era una santa! ¡Era una santa!”

Algunos días después del entierro, en aquel hogar donde la templanza de Isabelina había mantenido el fuego sagrado, que presta calor y vida a las familias terrenales, se desencadenó la más horrible tempestad; el hijo mayor acusó a su padre de la muerte de su madre y le dijo que no quería vivir más tiempo al lado de un asesino, y por consiguiente, que huía de él como se huye de un genio maléfico; y la hija, en cuanto se casó, abandonó a su padre, y el pobre padre se quedó con su segundo hijo, porque éste por sus defectos orgánicos no cabía en ninguna parte; y aquí tienes una familia deshecha, después de haber estado unida quizá treinta años, resistiendo sus miembros grandes vicisitudes, porque pasaron de la opulencia, del lujo y del fausto a la más modesta medianía.

Una débil mujer retuvo en torno suyo a tres seres díscolos y desgraciados, porque de sus tres hijos ninguno se parecía a ella, todos tenían el carácter de su padre, y éste lo único que hacía era emprender largos viajes; pero siempre volvía a su casa: Isabelina era el imán que le atraía.

Ya ves si la templanza es una gran virtud.
-Ya lo creo que lo es; más de lo que parece. Y dime, mamá, ¿Hay muchas mujeres como Isabelina?
-Ya lo creo que las hay; ¿Crees tú que si no las hubiera habría tantas familias unidas en la Tierra?
-Pero, ¿Todos los hombres son tan malos como el marido de Isabelina?
-No, hijo mío; afortunadamente no abundan esos seres tan egoístas y tan presuntuosos que sólo se fijan en la belleza del cuerpo; la generalidad de los hombres y de las mujeres, ni son muy malos ni son muy buenos, son medianías, pero la templanza es la varita mágica que suelen manejar los padres de familia para educar convenientemente a sus hijos.

-El director de mi colegio siempre está a vueltas con la templanza, y él dice que necesita hacer acopio de ella para manejar a tantos toritos como tiene a su cuidado.

-Y dice muy bien el buen señor; ¿Crees tú que se necesita poca templanza para no dejarse dominar por la ira, teniendo que aguantar las impertinencias de los niños mal educados y las exigencias de muchos padres peor educados aún?

-Pues, yo no quiero hacer rabiar a mi maestro, porque es muy bueno; ¿Qué debo hacer, mamá, para no molestarle?
-Cuando estés a su lado, hazte cargo que estás al lado de tu padre; ni más ni menos; que si tu padre es el padre de tu cuerpo, un buen maestro es el padre del alma; y cuando los hombres estén más civilizados y por consiguiente esté más educado y más desarrollado su sentimiento, los maestros serán miembros de las familias, y así como hoy se respeta a los abuelos y éstos son los compañeros cariñosísimos de los niños, los maestros tendrán centenares de nietos que todos se apresurarán a demostrarles su cariño y su respeto filial.

-¿Y llegarán los hombres a ser tan buenos?
-Ya lo creo que lo serán; no tienes más que leer la historia de los pueblos.

En los países civilizados, ¿Se arrojan los herejes a las fieras?
-¡Ay!, ¡No, gracias a Dios…!
-¿Se oye hablar de ningún auto de fe?
-No, mamá, no.
-Pues, así como hoy somos mejores que ayer, mañana seremos mejores que hoy, no te quepa la menor duda.

-Empleando la templanza, ¿No es verdad?
-Justamente; ella es la mejor compañera de la Humanidad; no deja desarrollar ni el odio ni la venganza; en un lugar donde reine la templanza, no habrá crisis violentas, no habrá desesperaciones, ni conatos de suicidio.

-¿Y qué te parece, mamá? ¿Estoy yo predispuesto a la templanza?
-Aunque no lo estuvieras, viviendo como vives arrullado por el inmenso amor de tus padres, no tendrás más que flores en tu camino.
-¿Y esas flores no tendrán espinas?
-No, hijo mío; tu padre y yo se las arrancaremos.

Cada día desplegaba mayor actividad para estudiar el Espiritismo; y aunque mi buena hermana, con ternura verdaderamente maternal, me aconsejaba que no trabajase tanto, porque concluiría por no poder hacer nada, una fuerza superior a mi voluntad me impulsaba a no cejar en mi empeño.

Si como tuve la inmensa suerte de estar rodeada de buenos Espíritus, amantes de la luz, llego a estar dominada por algún enemigo invisible que me guardase odio de anteriores existencias, hubiera sido víctima de la obsesión más horrible y más espantosa más que obsesión hubiera llegado a ser subyugación absoluta; porque durante muchas horas del día, cuando estaba cosiendo, si me encontraba sola, componía versos, que conservaba en mi mente hasta la noche, molestándome muchas veces la tenaz insistencia de los Espíritus, a los que les decía resueltamente:
-Vamos a ver; antes que todo, yo tengo que ganarme el sustento; el día es para mi trabajo, para mi tarea material; bastante tengo que las noches y los días festivos, los empleo en escribir.

¿Qué más queréis? Dejadme tranquila.

Amalia Domingo Soler

Relatos Para Todos