I

La hora del anochecer es la más favorable a los recuerdos.

En esa hora en que las estrellas comienzan a fulgurar, es cuando me senté, un día, junto al balcón de mi gabinete.

Sin embargo de hallarme en estado de vigilia, desaparecieron de mi vista las casas que a regular distancia estaba contemplando distraídamente, viendo en lugar de ellas una inmensa llanura iluminada por los últimos rayos del sol en su ocaso: en el suelo, cubierto de arena blanquecina, no brotaba ninguna florecilla silvestre, ni naciente hierbecilla interrumpía la monotonía de aquel extenso arenal.

Mi espíritu, sorprendido a causa de semejante mutación, miraba atentamente aquel desierto preguntándome qué significado podría tener un tan maravilloso cambio.

Y cuando con más atención miraba las rojizas nubecillas, que trazaban en el horizonte extrañas figuras, vi adelantarse hacia mí la figura de una matrona caminando con suma lentitud: iba envuelta en una especie de túnica cenicienta de luenga cola y mangas flotantes; su rostro era hermosísimo; de sus ojos brotaban abundantes lágrimas, que resbalaban por sus mejillas, sin que la aflicción contrajera sus facciones; en su boca se dibujaba la sonrisa divina que ilumina el semblante de los mártires.

Al llegar junto a mi, se detuvo, y entonces vi que con su diestra oprimía un gran libro contra su pecho, mientras que en la otra mano llevaba un ramo de flores secas, que iban cayendo al suelo lentamente.

Nada más bello que aquella aparición, a la vez tan triste y tan hermosa.

Miraba yo con asombro a aquella figura simbólica, la cual parecía querer hablarme.

No era ilusión de mis sentidos, porque yo estaba perfectamente despierta.

¿Qué me quería decir? Interróguela con la mirada y con el pensamiento, preguntándole quién era. La aparición permaneció muda, pero sobre su cabeza aparecieron cuatro letras luminosas: «La Fe», que muy pronto desaparecieron para ser reemplazadas por estas otras: «¡Adiós!»

La hermosa matrona se alejó lentamente, y mientras se alejaba: vi dibujarse en el horizonte las altas cúpulas de gigantescas catedrales, por entre cuyas torres se levantaban columnas de humo y montañas de fuego.

Al desaparecer La Fe, hundiéronse las basílicas, se apagó el incendio y volví a ver las humildes casas de la plaza del Sol y brillar en el cielo un sinnúmero de estrellas.

La Fe religiosa, la primera de las tres virtudes llamadas teologales, que consiste en creer todo lo que la Iglesia establece como revelado por Dios, se había desvanecido, dejando en pos de sí las cenizas de un culto que sólo ella podía perpetuar sobre la tierra.

Es la viajera de los siglos que huye cuando la razón fija en ella su investigadora mirada.

Es el fuego fatuo que brilla en la noche de la ignorancia y se apaga a los primeros albores de la ciencia.

Porque de la ciencia, la humanidad terrestre no ha vislumbrado aún sino los primeros resplandores, y no obstante, han bastado para que la Fe se hundiese en los abismos.

II

Dos o tres días después de lo que acabo de referir, vino a verme una señora, acompañada de una elegante joven que, sin saber por qué, me pareció una oveja descarriada del redil católico.

Pronto comprendí que no me había equivocado. Por su conversación, conocí que no había leído más libros que el de Misa y el Año Cristiano, y que, sin embargo, sus creencias se bamboleaban, próximas a desplomarse a los embates de la reflexión y de la duda.

Aquel espíritu levantaba por primera vez su vuelo.

No sé cómo, en el curso de la conversación vinimos a hablar de los fusilamientos por delitos políticos y de sus terribles consecuencias para las pobres familias de los rebeldes.

Al tocar este punto, dijo la joven, con voz apasionada y vibrante:
-¡Ah! eso es horrible: ¡es necesario verlo para comprenderlo! Yo lo comprendo, porque he visto lo que se sufre.

Mi padre tuvo una vez que mandar el cuadro que había de fusilar a unos oficiales sublevados, y nunca, nunca olvidaré aquel día.

Estaba mi padre enfermo, muy enfermo; pero no podía excusarse de mandar la fuerza, por no hacerse sospechoso en un tiempo de odios y rencores encarnizados.

Yo le vi llorar como un niño. Salió de casa diciéndonos a mi madre y a mis hermanas: «Idos a la iglesia y pedidle a la Virgen del Carmen, que es tan milagrosa, que haga un milagro, consiguiendo el indulto de estos infelices».

Entonces le manifesté que varias Hijas de María estábamos haciendo una novena a aquella Virgen, para conseguir su intercesión en favor de aquellos desdichados; y dominada por la más profunda convicción, abrigando la más dulce y consoladora esperanza, me fui con mi familia a la iglesia, donde encontré a mis compañeras.

Todas nos arrodillamos delante de la imagen y comenzamos a rezar el Rosario con la mayor devoción.

Ya llevábamos rezadas dos partes, cuando hizo temblar el templo la primera descarga de la fuerza que mi padre mandaba.

Yo no sé lo que sentí: miré a la Virgen, que siempre me había parecido preciosísima, y la encontré sin expresión, ¡sin vida!… Me levanté maquinalmente y me fui a una capilla: necesitaba estar sola para llorar.

¿Querrá usted creer que quise seguir rezando, y no pude decir ni un Padrenuestro?

Y no lloraba solamente por los pobres fusilados y sus atribuladas familias; lloraba también por el desengaño que mi fe acababa de recibir.

Apoderóse de mí un miedo tan grande, que me tuve que ir junto a mi madre y decirle al oído: «Vámonos a casa: me parece que la iglesia se va a caer sobre nosotras; aquí dentro siento pavor; los santos de los altares me inspiran una repulsión invencible; esa Virgen, antes tan milagrosa, me parece que se mofa de mi desconsuelo; vámonos, que aquí me encuentro muy mal».

Mi madre me miró como asustada, y me siguió, quedándose mis hermanas en la iglesia.

Desde aquel día no he vuelto a pedir nada ni a la Virgen, ni a los santos, y crea usted que siento en gran manera la pérdida de la fe, porque creyendo se vive muy bien.

Aunque mi confesor hace lo que puede para devolvérmela, todo es tan vano, y aunque para evitar cuestiones hago el papel de convencida, me es imposible olvidar aquella mañana en que vinieron a interrumpir mi fervorosa plegaria las descargas que borraban del libro de la vida a tres infelices sublevados.

¡No creo en nada, absolutamente en nada! ¡Cómo he de creer en un Dios que se hace el sordo a las súplicas y a los sollozos de los que creen en su bondad y en su poderosa influencia?

Mientras hablaba la joven, yo recordaba mi visión.

III

A los pocos días entró en mi gabinete una mujer del pueblo.

Su semblante nada expresaba; parecía un libro en blanco. Iba enlutada. Preguntéle qué quería de mí, y contestó en voz apenas perceptible:
-¡Consuelo!

Y dejándose caer en una silla, su rostro impasible adquirió súbitamente expresión, sus ojos llenáronse de lágrimas y murmuró con voz entrecortada por los sollozos:
-Me han dicho que usted podía consolarme.

¡He perdido a mi hija!… Hice decir más de cincuenta misas ante el Cristo de Lepanto para que le devolviera la salud, y ¡de nada me han valido!… Muerta mi hija, he ido a la capilla y he dicho al Cristo: «Ya no creo en tu poder: estoy desengañada de todo, porque de nada me han servido las misas, ni las ofrendas, ni los martirios que he dado a mi cuerpo por salvar la vida de mi hija, de mi hija, que era mi única alegría en este mundo; que ha dejado tres niños huérfanos y un marido inconsolable».

Estoy loca de desesperación, viendo que tantos ruegos no han sido escuchados.

¡Parece mentira que Dios no escuche el ruego de una pobre madre! ¡Oh! esto no es creíble.

Y si hay Dios, ¿Cómo es insensible a mi dolor? ¿Si será verdad lo que me dice mi yerno?

-¿Qué os dice vuestro yerno?
-Que los santos, los Cristos y las Virgenes son figuras de yeso y de madera, sordas como el material de que son hechas.

Pero, ¿y los milagros que han obrado? Porque yo he visto muchas ofrendas que los atestiguaban.

Recuerdo de una vez que estuve en Sevilla por Semana Santa, que en la capilla del Señor de los Desamparados no se podía entrar: tantos eran los cuadros, piernas y manos de cera y mortajas de niños, que demostraban la gratitud de los fieles favorecidos por el poder milagroso de la sagrada imagen.

¡Y no favorecerme a mí, que tanto he pedido y tantos sacrificios he hecho, viéndome además obligada a sostener una lucha terrible con mi yerno, que no quería de ninguna manera que hiciera decir misas ni celebrara novenas.

-Pídame usted dinero para darlo a los pobres -me decía-, pero no para emplearlo en ceremonias religiosas, que de nada sirven ni han de servir a la enferma.

– Yo me indignaba, le llamaba ateo, hereje, renegado, qué sé yo lo que le llamaba… pero al ver que mi hija ha muerto… ha caído la venda de mis ojos, y en nada creo; ¡un Dios que no escucha el ruego de una madre desesperada!… ¿Qué podrá esperarse de él?… Y la pobre mujer se deshacía en llanto al verse confundida entre la ruina de sus creencias religiosas.

IV

La relación de aquella pobre mujer me recordó de nuevo mi visión.

¡Oh, Fe religiosa! ¡Oh , viajera de los siglos! ¡Los días de tu reinado expiran; los seres más sencillos, los más ignorantes te rechazan en sus horas de dolor! ¡Ya no inclinan la cabeza ante los mandatos divinos! ¡Ya no dicen «Dios lo quiere»!, antes al contrario, la exasperación se apodera de los que sufren, y el escepticismo derrumba sus místicas creencias de otros tiempos.

Tu poder ha terminado en las naciones civilizadas.

Los observatorios astronómicos valen más, mucho más que las gigantescas catedrales; los laboratorios de los sabios valen inmensamente más que todos los santuarios.

Cuando la ciencia avanza, tú tienes que desaparecer.

¡Adiós! ¡Cierra. tu libro de la tradición y vete con tus flores secas, las flores de las religiones positivas! Terminó tu misión en el mundo.

Amalia Domingo Soler
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