Estoy triste. Señor, muy triste. ¡Me he quedado tan solo…! Sultán, mi fiel Sultán, el compañero de una gran parte de mi vida, a pesar de haber alcanzado una longevidad extraordinaria, al fin se ha ido, y me ha dejado solo. Yo fui el primero que le acarició al nacer, y yo he sido el que al morir he sostenido su inteligente cabeza sobre mis rodillas. ¡Noble animal! Triste es decirlo, pero es muy cierto: he hallado en un perro lo que no he podido encontrar en un hombre.

¡Cuánta lealtad! ¡Cuánto cuidado! ¡cuánta solicitud!
Él dormía de día, rara vez le vi dormir de noche, y sólo estando enfermo.

Cuánto me complacía, si alguna mañana nos quedábamos dormidos Miguel y yo, ver con qué suavidad nos despertaba Sultán tirando de las mantas que respectivamente nos cubrían; si alguna tarde, paseando por el bosque, me sentaba para meditar mejor, y por último me rendía el sueño, antes de anochecer del todo, él me despertaba, y ¡siempre adivinaba mis deseos!

Nunca había entrado en el cementerio, antes al contrario, se paraba a la puerta, y ladraba con impaciencia cuando veía al sepulturero; pero desde que murió ella, la joven pálida de los rizos negros, entró conmigo cuando la llevé a enterrar; y cuando no aparecía Sultán por ninguna parte, decía Miguel sonriendo: «estará allá»; aquel «allá» era la tumba de ella, y efectivamente iba a buscarle y le encontraba sentado junto a la huesa detrás de la cruz. Al verme corría hacia mí, y los dos nos dirigíamos nuevamente a la fosa que encerraba todos los amores y felicidades de mi vida.

¡Ah, Sultán, Sultán, qué inteligencia tan maravillosa poseías!
¡Cuánto interés te tomabas por mí! Al perderte he perdido a mi mejor amigo.

Antes, cuando volvía a mi retiro, cuando en el fondo de mi oratorio rezaba con mi llanto, cuando lamentaba las persecuciones que sufría, le veía a él, que me escuchaba inmóvil.

Nunca se cansaba de estar junto a mí, siempre su mirada buscaba la mía, y en el último sueño él mismo ha reclinado su cabeza sobre mis rodillas buscando el calor de mi cuerpo hasta el postrer instante que se apagó en él esa llama misteriosa que arde en todos los seres de la creación.

Ahora sí que estoy solo, pues el pobre Miguel es una máquina que funciona si la hago funcionar; pero en Sultán había iniciativa, acción incesante, y si algunas obras buenas he podido hacer durante mi existencia, él ha sido el primero que me ha impulsado a ellas, porque me decía con sus caricias y con sus miradas llenas de intención: Corre, que es preciso salvar a un hombre, y yo corría afanoso, alentado por el deseo de hacer un bien.

Ahora nadie me llama, cuando me despierto nadie se alegra, y tengo frío en el alma, pero un frío intenso; cuando entro en mi pobre casa todo permanece mudo.

El viejo Miguel, ocupado en el huerto, acude si le llamo, si no, ni oye mis pasos, y él sigue en su ocupación favorita, y yo me siento a mi ventana, miro al cielo, y mirando la inmensidad, los recuerdos afluyen a mi mente, y si bien veo en lontananza a algunos seres que me dirigen una mirada de gratitud, cerca de mí contemplo enemigos implacables que me persiguen y me acusan de apóstata, de traidor a la Iglesia y al Estado; y si no fuera porque es cometer un crimen, yo les diría: Matadme, saciad vuestra cólera en este pobre viejo, a quien ya le faltan las fuerzas para luchar con la humanidad; pero esto no puede ser; la vida es un depósito sagrado, y no podemos disponer de bienes que no nos pertenecen; ellos serían criminales y yo homicida, y el hombre no viene a la tierra para matar, que el quinto mandamiento de la ley de Dios dice: «No matarás».

Por esto yo, siguiendo su mandato, he hecho cuanto he podido para evitar los grandes homicidios sociales, y por esto me acusan, y hasta me llaman avaro.

Esto es lo que más deploro, ¡Señor!, que me acusen de avaricia creyendo que he sido heredero del último duque Constantino de Hus.

¡El tiempo!, ese mago misterioso, ese gran aritmético que suma todas las cuentas, ese matemático de los siglos que descifra y resuelve todos los problemas, ese agente del pasado ha dicho a los hombres que el duque de Hus no murió a manos de encubiertos asesinos, sino que, muy al contrario, murió tranquilamente en su lecho, y su cuerpo descansa en humilde sepultura sombreada por los sauces y embalsamada por las flores, que en su huesa sembraron seres agradecidos.

Esto se sabe; también que los colonos de maese Juan han heredado a su señor, pero no se concibe que su salvador no herede nada, y coligen que la mayor parte de sus bienes me fue entregada antes de morir Hus.

¡Pobre humanidad!, no cree en el sacrificio sin el beneficio inmediato; no pueden conformarse con que yo me expusiera a una prisión cierta, y a una muerte segura, por hacer entrar en la senda de la virtud a un desgraciado criminal.

La razón terrena ¡qué atrasadísima está todavía !, hundida en el envilecimiento, sumergida en el egoísmo; encadenada por la más completa ignorancia, todo lo ve pequeño y mezquino; para ella no hay más que el comercio, el negocio, la usura, prestar uno y cobrar ciento.

El hombre ignora que el alma vive a través del sepulcro; cree que en la tierra comienza y acaba todo, y por eso se afana comprando goces efímeros para una sola existencia.

Yo veo más lejos, por eso el oro no me seduce; no soy virtuoso, no; lo que soy es razonable, esencialmente racionalista, no busco la santidad, busco el progreso, porque en último resultado, ¿Qué es la santidad en la tierra según la consideran las religiones?

Es la intolerancia de un hombre, es la aniquilación de un cuerpo, es truncar todas las leyes naturales.

¡He aquí la santidad de los hombres! ¿Será grata esa santidad ante los ojos de Dios? ¿Le complacerá ver a sus hijos luchando como fieras hambrientas?

No; si Dios es amor, si Dios es justicia, ¿Cómo ha de querer que le adoren con cruentos sacrificios?

A Dios, verdad esencial, con actos de verdad debemos adorarle; pero esto no lo quieren comprender, y como la generalidad de los seres que se llaman racionales no ven más que la tierra que pisan, no quieren convencerse de que haya otros hombres que miren y descubran la vida universal, vida que yo presiento; vida que yo veo, que yo toco, que yo siento germinar en mí cual generosa savia que reanima mi abatido cuerpo y alimenta mi desfallecido espíritu.

Sí, cuando las circunstancias apremiantes me arrojan a la corriente impetuosa del mundo, cuando la persecución de los hombres acerca a mis labios la copa de la amargura, cuando apuro hasta las heces la amarga hiel de la vida, contemplo la naturaleza, veo la renovación en todo, y la muerte en mí mismo, entonces… reflexiono y digo: Yo también, átomo integrante de la Creación, estoy sujeto a la ley de la reproducción eterna.

¡Yo viviré porque todo vive! ¡Yo progresaré porque todo progresa! ¡Yo, Señor, creo en ti, y te adoro en tu inmensa obra, y sigo cuanto me es posible tu hermosa ley, para poder entrar algún día en tu reino!

Pero ¡ah! ¡Cuántas angustias…! ¡Cuántas agonías me cuesta esta existencia, tan breve para el placer… y tan interminable para el dolor!

Nunca acabo de sufrir… siempre una buena obra me deja una herencia de lágrimas.

Yo hice que el duque de Hus muriera tranquilo en su lecho, pero yo… no sé aún cómo moriré.

Dame fuerzas, Señor; estoy en poder de un hombre que sabe toda esa historia, y desgraciadamente, él sabe que yo soy la voz de su conciencia.

En su mano tiene él ahora mi vida; ejerzo sobre él una fascinación especial, quisiera matarme y no ser él el autor de mi muerte, ¿Qué hará conmigo? Dios lo sabe, Rodolfo es temible.

Hace tiempo, mucho tiempo, que un noble viejo puso secretamente fin a sus días, y fui su confesor; el veneno que tomó no fue activo como él deseaba y me mandó llamar para que le ayudase a morir, y en aquel último trance, en esa hora suprema, en esos instantes sagrados en los cuales los hombres más degradados no se atreven a mentir, me dijo el anciano: «Padre, he atentado contra mi vida para evitar el crimen; he preferido ser yo criminal a que mi hijo lo fuera.

En la mirada de mi hijo Rodolfo he visto mi sentencia de muerte, y para evitar un parricidio he preferido dejar la tierra.

Mi hijo me odia, porque yo soy el único que le puede decir frente a frente: ¡eres un miserable!

¡Padre! a vos lo recomiendo. Velad por él, sed su segundo padre, ya que el primero tiene que huir de su lado para evitarle un horrendo crimen. ¡Dios me tenga en cuenta la fatal causa de mi muerte!» Expiró el anciano y unos ojos de fuego se clavaron en mí, Rodolfo, escondido tras las pesadas cortinas que envolvían el lecho, se conoce había oído la confesión del moribundo y se abalanzó sobre mí rugiendo como el león herido.

Yo sujeté su brazo y le dije: «¡Desgraciado! Huye de aquí, y no profanes el cadáver de tu pobre padre»; y aunque él era vigoroso y yo era débil, sujeté entre mis manos las Suyas de hierro, le obligué a salir del aposento mortuorio, y entonces le dije, dejándole libre: «Hiere si quieres». Él me miró y levantó su diestra, pero yo fijé mis ojos en él, que cayó como herido por un rayo, profiriendo una horrible maldición.

Poco tiempo después el conde de A… me llamó para hacerme su última confesión, y me dijo: «Padre, sólo una hija tengo, y ésta ha sido deshonrada por Rodolfo.

Queriendo lavar con sangre la mancha de mi honra, al ver que se negaba a darle su nombre a Berta, le reté a un duelo, y él me contestó que no se batía con ancianos; mas éste fue un pretexto.

No se ha batido conmigo por miedo de que yo le matara, pues el brazo del ofendido recibe la fuerza de Dios.

Mi plan era matarle y hacer entrar a mi hija Berta en un convento; pero Rodolfo, más astuto que yo, me ha herido por la espalda, y aunque iba encubierto lo he reconocido.

Este asesinato de nadie es sabido, porque yo he ocultado a todos el nombre del matador: la pobre Berta lo ignora; mi nombre quedará deshonrado si mi hija no se casa con su seductor.

En vos confío, Padre, y moriré tranquilo si vos me juráis obligar a Rodolfo a que dé su nombre a mi hija».

Le prometí a aquel mártir de su honra cumplir su noble deseo, y acto seguido fui a ver a Rodolfo. Y le dije que en mi mano estaba su vida porque sabía sus horribles secretos.

Subyugado por mi voluntad, accedió a mi mandato, y antes de darle sepultura al cadáver del conde A… bendije la unión de Berta y Rodolfo, y cosa extraña, si me hubieran exigido juramento, hubiera jurado que el alma del conde de A… había servido de testigo en la sagrada ceremonia, tan claro le vi al lado de su hija. ¡Quién sabe!

Berta se marchó al campo a pasar el luto y a dar a luz un niño dé figura contrahecha y de una fealdad espantosa, que yo bauticé secretamente, pues por salvar la honra de la madre se convino ocultar el nacimiento de aquel niño que nació con mala estrella, pues a su madre le daba horror el mirarlo y Rodolfo repetía que no podría llevar su nombre un monstruo semejante.

Yo me hice cargo del niño, que quedó en poder de una nodriza en una alquería cerca de mi aldea. Sus padres se fueron a viajar y durante ocho meses nada se supo de ellos. El niño, entretanto, jorobado y escuálido, vivía gracias a los cuidados que se le prodigaban. Era un ser repulsivo, de carácter violento, pero conmigo se sonreía y yo, sin explicarme la causa, cuando le besaba se me oprimía el corazón.

Una mañana vino su nodriza llorando y me dijo que se habían llevado al niño.
—¿Quién? —pregunté temblando.
—Su mismo padre, señor; hace tres días que vino, me dejó mucho dinero, y por más que yo le supliqué que me lo dejara, «su madre ha de verlo», me contestó y se lo llevó.

Se fue la pobre mujer, y yo sin perder tiempo me puse en camino y llegué a la casa señorial de Rodolfo, y los criados me dijeron que los señores habían estado allí quince minutos, pero nada me hablaron del niño.

Yo enmudecí, y cuando estuve solo, sin saber por qué, lloré; lloré con ese llanto cuyas gotas de fuego tuercen su curso, y en vez de resbalar por las mejillas, caen perpendiculares sobre el corazón.

Siempre aquel niño me inspiró profundísima compasión, porque su madre no lo quería, por ser él la prueba de su debilidad, y su padre porque el heredero de su nombre era un ser marcado por la cólera de Dios, que la ignorancia atribuye a Dios enojos y venganzas que no tienen razón de ser; pero de absurdos se compone el mundo.

Aquella noche no dormí, y alguien decía a mi oído que el pobre niño había sido asesinado.

Estas sospechas vivieron conmigo y a Sultán le estaba reservado encontrar el cadáver de aquel inocente. Una tarde, paseando con él en lo más agreste de la montaña, al pie de un cedro centenario, observé que Sultán escarbaba con furor.

Le ayudé, y pronto encontré, envuelto en una manta, el cadáver del hijo de Rodolfo en perfecto estado de conservación. El muerto delataba a su matador, porque sólo su padre y su madre eran enemigos de aquel pobre ser, y no me quedó ninguna duda de que él, y tal vez en connivencia con Berta, había dado muerte a aquel infeliz.

Enterré nuevamente el cadáver, regué con mi llanto la tierra de su sepultura, y volví a mi casa para sufrir una aguda enfermedad, porque la infamia de los hombres es el veneno más activo para las almas sensibles.

A nadie dije nada de mi triste hallazgo, porque en los crímenes de los grandes siempre son las víctimas los pequeños.

Únicamente se lo escribí a Rodolfo y obtuve el silencio por respuesta, y más tarde una persecución espantosa por parte suya.

Los años pasaron, Rodolfo en la Corte adquirió renombre y gran influencia, y en todos los sucesos de mi vida él ha tomado parte directa o indirectamente.

La verdad es que siempre que nos hemos encontrado, su mirada se ha fijado en mí con odio feroz; porque no puede perdonarme que yo sepa sus crímenes. Él para mí es un miserable, y esto lo exaspera, porque se empeña en parecer impecable, pues nadie es más avaro de virtudes que aquel que no tiene ninguna.

Entre Rodolfo y yo hay un misterio; él me odia, al mirarme conozco en su mirada que siente no haberme estrangulado ante el cadáver de su padre, y al mismo tiempo cuando le miro cierra los ojos como deslumbrado y huye de mí con desesperación.

Yo, en cambio, le amo. ¿Por qué? Lo ignoro. ¿Nos ha unido algún lazo en otras existencias? ¡Quién sabe! Yo sólo puedo explicarme que a pesar de reconocer en él a un gran criminal, le quiero, sí, le quiero con toda mi alma, y en el fondo de mi corazón hay un mundo de ternura para él y para el pobre niño que duerme al pie del cedro de la montaña.

Muchas, muchas veces, el pequeño asesinado despierta mis recuerdos, y en su ignorada tumba elevo una oración a su memoria.

Al descubrirse últimamente el secreto y el misterio de cómo pasó los últimos años de su vida Constantino de Hus, Rodolfo es el que más interés ha tomado en este asunto, porque ha encontrado una ocasión propicia para perderme, y la quiere aprovechar.

Yo me encuentro en los brazos de Dios, y dejo hacer a los hombres, pero Dios me protege, indudablemente vela por mí, no me cabe duda.

Hace algunos meses vino Rodolfo con una orden expresa de llevarme con él, para comparecer ante mis superiores y ser juzgado por el tribunal de la Iglesia y por el tribunal del Estado.

¿Por qué no me obligó a ir con él? ¿por qué después de escucharme y de cumplir la penitencia que le impuse me dejó libre y nada he vuelto a saber de él? ¿por qué es esto?

Porque sobre todos los odios de los hombres, está la inmutable justicia de Dios. ¡Oh, sí. Dios es justo!

Estaba una noche solo en mi cuarto cuando entró Rodolfo en el, diciéndome con punzante ironía:
—¿Sabéis lo que se hace con los encubridores de los criminales?
—¿Qué se hace con ellos?—le pregunté fríamente.
—Se les ata con una cadena muy corta.
—Entonces hace mucho tiempo que yo debía estar atado.
—Al fin confesáis vuestro delito.
—¡No he de confesarlo…! si tú eres mi cómplice.
—¡Yo…! ¿Qué decís?
—La verdad, quizá fuiste tú el primer asesino de quien yo tuve misericordia.
—Mirad bien cómo habláis.
—Estamos solos, Rodolfo; por eso hablo así. ¿Te acuerdas? —y cogí su mano entre las mías mirándole fijamente—. ¿Te acuerdas? Hace veinticinco años que murió tu padre, y tú…escuchaste su confesión, y… el confesor te causó estorbo, pero… vivió para sufrimiento tuyo; después… pasaron cinco años y murió el conde de A… Tú y yo sabemos quién lo asesinó… Te uniste a la hija del asesinado, y al poco tiempo nació un heredero de tu nombre.

Ocho meses vivió en el mundo, y al cumplirse tan breve plazo, un ser sin corazón, un padre sin entrañas, un monstruo de iniquidad, le arrebató de su cuna, porque aquel ser deforme estorbaba a una madre sin alma.

Aquel pobre niño por su espantosa fealdad os parecía un castigo de Dios, y para huir del ridículo, ¿Qué mejor cosa que hacerle desaparecer? ¿Qué te parece, Rodolfo, no es verdad que el padre de aquella inocente criatura es verdaderamente un miserable? ¡Matar a un ser indefenso por el solo delito de ser un desgraciado…!
—¡Callad! ¡callad! ¡voto al infierno! ¡No sé por qué vivís todavía, sois la sombra maldita de mi vida! Lo que me pasa a vuestro lado no lo comprendo, ante vos no sé negar.

Me decís los horribles secretos de mi fatal existencia, y os escucho sin entregaros al mutismo eterno. No me miréis, dejadme libre de esa especie de fascinación que ejercéis sobre mí; no estrechéis mi mano, que a vuestro contacto parece que plomo derretido circula por mis venas.
Solté su mano y me senté en mi sillón, y él se quedó de pie mirándome con furor reconcentrado, diciéndome al fin:
—¡Bien me decía ella!
—¿Quién es ella?
—Quién ha de ser, Berta, mi esposa, la que al saber que venía a veros se vino conmigo diciéndome: «Aquel hombre es un brujo, un hechicero, y con sus malas artes te subyuga y no conseguiremos nuestros deseos».
—Yo te dejaré hacer cuanto quieras; pregúntame, y te diré cuanto deseas saber.
—¿Qué queréis que os pregunte, si ya todo lo sé? Estoy muy bien enterado de la historia de Hus, ¿no es verdad que es cierta?
—Certísima.
—¿Y por qué apadrináis a los malvados?
—Por la misma causa que te apadriné a ti; porque siempre confío conseguir más con la persuasión que con el castigo rudo, y afortunadamente siempre obtuve buenos resultados; sólo tú, criminal impenitente, sigues descendiendo al fondo del abismo, pero siempre tengo esperanzas de que te detendrás en la resbaladiza pendiente de tus vicios.

Y ya ves si te detienes, que me odias, que soy para ti el tormento de tu vida, que si quieres no te faltarían asesinos para en menos de un segundo triturar mi débil cuerpo, y sin embargo, si bien lo piensas muchas veces, te detienes y no lo haces.

Tú sabes que tus tres grandes crímenes nadie los sabe más que yo, pues te escribí en seguida que encontré a tu hijo, llamándote inicuo infanticida.

«Nada me contestaste porque nada me podías contestar, tú que a mí no me sabes mentir.

A tu esposa también le pesa mi vida, porque comprende perfectamente que yo sé la parte que tomó en tu último crimen. Sois ricos, poderosos, vuestra delación puede perderme, puede hundirme en un calabozo donde no vea nunca más la hermosa luz del sol. ¿Por qué no lo hacéis? ¿Por qué no me acusáis de encubridor de los grandes pecadores? ¿Sabes por qué no lo haces?»
—¿Por qué? Decídmelo.
—Porque te domino moralmente; porque la piedad es el arma más poderosa de la tierra, por esto te sientes pequeño ante mí.

¡Tú, el noble! ¡el favorito de un rey! ¡el que dispone a su antojo de los poderes del Estado! ¿Cómo es que abdicas tus derechos ante un pobre viejo que tiene la monomanía de amar a sus semejantes? Corre, ve, cuenta y dile al mismo rey que Constantino de Hus murió en mis brazos, envía fuerzas para prenderme ya que no tienes valor para hacerlo. ¿Qué te importa un crimen más o menos? El que ha sido dos veces parricida, y una vez infanticida, bien puede denunciar a un bienhechor de la humanidad que ha pedido a Dios en todas sus oraciones por el progreso de su espíritu.
—¡Callad, Padre, callad!
—¡Desgraciado! Mi voz es la única que en la tierra te dice la Verdad. ¿No estás cansado de crímenes? ¿Piensas que no te veo? ¿Crees que no sé todas las intrigas en las cuales tomas parte, desventurado? ¿Hasta cuándo vas a vivir así? ¿No comprendes que no hay culpa sin castigo? Tú mataste a tu hijo porque era un ser de una fealdad espantosa; querías un hijo más bello, pero tu mujer ha sido estéril; porque se tiene que extinguir la vida donde el crimen deja sus huellas.
Piensa en mañana, Rodolfo, piensa en mañana.
Rodolfo me miró fijamente. Me levanté, acerqué una silla, le hice sentar y me senté junto a él.

Cogí sus manos, y a poco, al sentirse dominado, suavizó algo la dura expresión de su semblante, y me dijo:
—No sé, no sé qué me pasa con vos. De lejos os odio, bien lo sabéis; odio que sólo sería satisfecho con vuestra muerte. Mi pasado me pesa algunas veces, y lo que más me hiere es que otro hombre sepa todos mis secretos. Tengo medios seguros para perderos, porque vos desafiáis a los tribunales, y cuando voy a firmar la orden de vuestra prisión, la pluma se desprende de mi mano, siento un dolor agudísimo en el corazón, y me levanto huyendo de mí mismo.
—Y yo me alegro que así te suceda, hijo mío; no por mí, sino por ti; porque tu espíritu comienza a sentir algo. Yo, con perder la vida, ¿Qué pierdo?
Una existencia solitaria, llena de miserias y de contrariedades. En el mundo tengo frío, mucho, mucho frío; y dentro de un sepulcro, en el seno de la madre tierra, estaría más abrigado; pero si me haces morir, es un nuevo remordimiento para ti.
¿Te he ofendido yo? No; he sido para ti lo que he sido para los demás: un ministro de Dios que cree ser intérprete de su misericordia perdonando y amando al delincuente; he aquí todo mi crimen. Alguien te conduce aquí, porque ya es hora que comience tu regeneración; tus cabellos se cubren de matices de plata, has llegado a la cumbre del poder en la tierra; pero… hay algo más allá, Rodolfo, y yo no quiero morirme sin dejarte en buen camino.
—¿Y qué de hacer para comenzar? ¿Dejaros libre?
—Esa cuestión me es del todo indiferente. Dondequiera que me encuentre, procuraré ir a Dios; lo que te pido es otra cosa.
—¿Cuál? Decid.
—Quiero que mañana, cuando el sol dé los buenos días a la tierra, vayas en compañía de tu esposa a rezar a la tumba de tu hijo, y créeme, más vale que la visites en vida que no que la visites después de muerto y permanezcas junto a ella siglos y siglos. Da el primer paso, Rodolfo, que nunca es tarde para Dios.

Rodolfo temblaba, me miraba, y yo, conociendo el gran poder que tenía sobre él, pedí a Dios voluntad bastante para dominarle, y lo conseguí. Toda la noche rogué, toda la noche pedí que no faltara a la cita, y no faltó.

Al día siguiente, muy de mañana, fui a rezar bajo el árbol que daba sombra a las cenizas del niño, y a poco vi subir a Rodolfo y a Berta por la falda de la montaña; y, entonces, me postré de hinojos y exclamé: «¡Señor! ¡Tú que me ves! ¡Tú que lees en el fondo de mi corazón! ¡Tú que sabes lo que yo deseo, inspírame en estos instantes supremos, para que estos dos seres sientan el dardo del remordimiento en su mente atribulada y te pidan misericordia con el más sincero arrepentimiento!».

Rodolfo y Berta llegaron y se prosternaron sin decirme una sola palabra.

Los dos estaban pálidos, agitados, convulsos; miraban a todos lados con recelo.

Ella se postró y rezó, y él se recostó en el tronco del árbol, quedando semioculto entre sus ramas. Me acerqué a Berta y le dije: «Mírame, no tengas miedo. No soy ni hechicero, ni mago, ni brujo: no soy más que un ministro de Dios que ha llorado tu crimen».

Berta, al oír estas palabras, se conmovió hasta derramar algunas lágrimas, y yo le dije: «No trates de retener tu llanto, ¡llora, desgraciada! ¡llora en la tumba de tu pobre hijo, que sus cenizas fecundadas por tu llanto producirán flores! ¡Llora, que el llanto es el Jordán bendito donde se purifica de las manchas del pecado la fratricida humanidad!

«¡Llora… mujer ingrata, llora…! ¡Tú que despreciaste la fecundidad que te concedió el Señor!

Considera tu larga esterilidad. Arrojaste de tu seno al ser inocente que te podía amar y se secaron en ti las fuentes de la vida.

Mira, contempla la vereda por donde has subido, todo el monte está cubierto de una verde alfombra. Sólo en la senda que vosotros habéis recorrido la hierba se ha tornado amarillenta, porque las huellas del criminal sólo dejan rastro de la muerte».

Rodolfo y Berta miraron la senda que yo les indicaba, y tal poder tenía mi voz sobre ellos, tan potente era mi voluntad de impresionar a aquellos espíritus rebeldes, tan decidida estaba mi alma a hacerles sentir, tan ferviente era la plegaria que yo dirigí a Dios, tan profunda era la fe que yo sentía, tan inmenso mi deseo, tan puro mi sentimiento, tan grande mi inspiración, tan poderoso me encontré, tan rodeado me vi de figuras luminosas, tan claro resonó en mi oído:
«Habla, que Dios te escucha», que les dije con entonación profética: «¡Mirad! ¡Mirad! ¿Veis vuestro camino?

¡Lleváis la muerte con vosotros, porque todo lo aniquila la huella del criminal!»

Y yo también veía aquella hierba marchita, de un color amarillento, y no cesaba de decir: «¡Mirad! ¡tierra estéril encontraréis siempre! ¡llanuras endurecidas recorreréis sin descanso! ¡Pediréis agua y pan, y se secarán las fuentes, y las espigas del trigo serán arrancadas por el vendaval!, porque la Creación no tiene frutos para los hijos ingratos. Volved ahora a vuestra cárcel dorada; embriagaos con vuestros festines, engalanaos con vuestros trajes de púrpura, engañaos a vosotros mismos; pero recordad siempre que las huellas del criminal dejan rastro de muerte».

Berta lloró, y Rodolfo me miró con una mirada inexplicable. Todas las pasiones estaban retratadas en ella; me cogió la mano y me dijo con voz temblorosa:
—Me voy, porque aquí… me volveré loco; pero… volveré. Descendió rápidamente. Berta se apoyó en mi brazo y bajó lentamente. De vez en cuando miraba hacia atrás y yo decía entre mí: «¡Dios mío!, que para sus ojos la hierba esté marchita». Y lo estaba, porque mi anhelo era tan grande, que creo que sólo con mi aliento de fuego hubiera marchitado al mundo entero.

La infeliz pecadora temblaba de espanto y me decía:
—¡Padre! ¡La hierba se seca…!
—Sí; está seca como ha estado tu corazón; pero Dios , si tú quieres, te dará una eterna primavera.

Ama a los pobres, acoge a los huérfanos y a los ancianos desvalidos, practica la verdadera, la sublime caridad. ¡Ama, porque tú no has amado! ¡siente, porque tú no has sentido! ¡arrepiéntete, pobre pecadora! Para el Padre de todos nunca es tarde, confía y espera en él, y en tu senda hoy marchita verás brotar las más hermosas flores.

Antes de llegar a la aldea nos separamos, y Rodolfo me repitió: «Volveré».
Algunos meses han transcurrido, y aún no ha vuelto.

Lejos de mi presencia su odio habrá renacido; pero estoy seguro de que cuando yo elevo mi espíritu, cuando pienso en la regeneración de aquellos dos seres, cuando digo: «¡Señor! Que vean en su sueño la senda de la montaña con la hierba marchita», ellos escucharán mi voz diciéndoles: «Las huellas del criminal sólo dejan rastro de muerte, ¡arrepentíos!»

Esto lo pido a Dios con la profunda fe que se anida en mi alma, y Dios debe de escuchar mi súplica ferviente.

¿Qué será de ellos? ¿Qué será de mí? A ti me entrego, Señor, cúmplase tu suprema voluntad, porque tú eres el sabio de los sabios, el grande de los grandes. Tú eres ¡Dios! y la sabiduría infinita sólo la posees tú.

Amalia Domingo Soler

Memorias del Padre German