¡Manuscrito querido, fiel depositario de los últimos secretos de mi alma!

Después de Dios, tú eres mi confesor, tú eres mi exacto retrato. El mundo no me conoce, tú sí. A ti me presento tal cual soy con mis debilidades y mis remordimientos. Ante ti soy hombre. Para la sociedad soy el sacerdote.

Muchos me creen impecable. ¡Dios mío!, ¿por qué pedirán un imposible?
¿Por qué le exigen al ungido del Señor la fuerza del gigante? ¡Si es un pigmeo como los demás hombres de la tierra!

¡Ah, las leyes!, ¡las leyes sociales, cuan absurdas son!

Yo antes no lo conocía, pasé muchos años contento con mi suerte. Celebrar la misa, enseñar la doctrina a los niños, pasear con mi viejo compañero el fiel Sultán, entregado a lecturas piadosas, era todo mi encanto.

Sólo una nube de tristeza envolvía mi mente cuando tenía que cumplir un acto de mi sagrado ministerio. Sólo una cosa me abrumaba y me enloquecía: recibir la confesión de los pecadores.

¡Oh! cuando me sentaba en el confesionario, cuando mi angustiosa mirada se fijaba en el rostro de los penitentes, y éstos me confiaban sus cuitas y a veces terribles secretos, yo sufría mil muertes por segundo. Salía del confesionario huyendo de mi mismo, corría como un loco, y me iba al campo; y allí me postraba en tierra, y pedía a Dios que me quitase la memoria.

A veces Dios escuchaba mi ruego; un sueño apacible se apoderaba de mis sentidos y mi fiel Sultán tirando suavemente de mi hábito, me despertaba, y yo me sentía débil como si hubiese tenido una fuerte calentura.

Recordaba vagamente mil sucesos extraños, y volvía a mi hogar, donde el viejo Miguel me esperaba inquieto.

Nunca quise el tumulto de las grandes ciudades, siempre prefería mi aldea; pero, como si fuese mi expiación, aunque yo rehusé vivir en la gran ciudad de N… sus principales habitantes venían a buscar al cura de la aldea, y mujeres de noble cuna, y hombres de encumbradísima posición social, venían a mi humilde iglesia para que yo les diera la bendición nupcial.

Y yo miraba a aquellas jóvenes parejas sonriendo de felicidad, y sin darme cuenta del porqué, sentía un dolor agudo en la frente y en el corazón, y cuando todos se iban, cuando me quedaba solo en el templo, éste me parecía un sepulcro, y yo el cadáver enterrado en él.

Guardábame muy bien de comunicar a nadie mis impresiones, porque el vulgo y mis envidiosos compañeros hubiesen dicho que el diablo me tentaba, y yo bien sabía que Satanás no había nacido.

Educado en el más riguroso ascetismo, sin haber conocido a mi madre, que murió al darme a luz; hijo del ministerio, crecí entre una comunidad religiosa, como flor sin rocío, como ave sin alas, obligado siempre a obedecer, sin derecho alguno para preguntar.

Un día me dijeron:
—Serás ministro de Dios, y huirás de la mujer, porque de ella se sirve Satán para perder al hombre —y yo huí con un terror supersticioso porque quería ser grato a los ojos del Señor.

Me entregué a leer, leí mucho, y comprendí (aunque tarde) que el sacrificio del sacerdote católico era contrario a las le yes naturales, y todo lo que violenta la leyes de Dios es absurdo, pero… enmudecí, envidié el valor de los reformadores, y no me atreví a seguirles; quise cumplir bien con mi delicada misión, y me sacrifiqué en aras de la institución a que pertenecía.

El día que cumplí treinta y cinco años, los niños de mi aldea entraron en tropel en mi huerto, y todos a porfía me entregaron ramos de flores, frutas y leche, miel y manteca, y cuando más contento estaba yo entre mis hijos adoptivos, suspirando interiormente por la familia que yo no había podido crear, recibí un pliego de la ciudad de N… en el cual la directora de un colegio de niñas nobles me anunciaba que a la mañana siguiente vendría con quince de sus educandas para que recibieran mis consejos espirituales y se acercaran a la mesa del Señor, a participar del festín eucarístico.

Sin saber por qué, latió mi corazón aceleradamente, algo tibio resbaló por mis mejillas, y aunque procuré dominarme, todo el día estuve triste.

A la mañana siguiente, una larga fila de coches rodeó el humilde templo de mi aldea, y preciosas niñas de doce a catorce años, como una bandada de palomas, abatieron su vuelo y entraron en el risueño nido de la Iglesia cristiana, cuyos sencillos altares estaban adornados con perfumadas flores, que justo era que se confundieran las rosas de los prados con las blancas azucenas del jardín de la vida.

¡Preciosas niñas! ¡sonrisas del mundo! ¡esperanzas del hombre! ¿por que entrasteis en mi pobre aldea?

Yo las miré, pero sólo vi a una; era una niña pálida, con largos rizos negros; al andar se doblegaba como los lirios marchitos. Cuando se prosternó ante el confesionario, el olor de los blancos jazmines que coronaban su frente llegó hasta mi cerebro y me trastornó. La niña me miró fijamente y me dijo con voz triste:
—Padre, cuando una persona se confiesa, ¿es preciso que diga cuanto piensa a su confesor?
—Si es malo, sí; si es bueno, no.
—¿Querer es malo?

A esta pregunta no supe al pronto qué contestar; miré a la niña y no sé qué leí en sus ojos, pues me llevé las manos al corazón para contener sus latidos y repliqué con grave acento:
—Querer es bueno, pero no siempre es bueno; se debe adorar a Dios, se debe amar a nuestros padres, se debe querer al prójimo, pero hay otras pasiones en el mundo que tú no comprendes todavía, en las cuales el querer es un delito.
—Yo amo a Dios, quiero a mis padres, a mis hermanos y… a un hombre.
—Eres muy niña aún para querer a ningún hombre.
—Yo he leído que para el corazón no hay edades, y ya hace un año que le quiero.

En vez de preguntar, yo enmudecí; el nombre de aquel hombre no quería saberlo, pero la niña prosiguió:
—Hace un año que mi hermana Adela se casó, quería que la bendijera un santo, y la bendición la recibió de vos.
—¡De mí… ¡
—Sí, de vos; tenéis fama de justo. Yo vine con mi hermana, y desde aquel día…
—¿Qué?
—Desde aquel día pienso en vos, y para volveros a ver, para poderos hablar, yo he sido la que he demostrado más empeño en venir para preguntaros si es un pecado pensar en vos.

¿Qué pasó por mí entonces? No lo sé; cerré los ojos, pero fue inútil; aquella niña hechicera, aquella joven encantadora, llena de ingenuidad y de pasión, me revelaba un mundo de felicidad negado para mí; aquella voz acariciaba mi alma, pero tuve bastante valor para dominar mi sentimiento, y dije a la niña:
—A un sacerdote no le puedes amar, hija mía, porque es un hombre que no pertenece al mundo; ruega fervorosamente para que Dios aparte de ti esa fatal alucinación, y pide a Dios que te perdone como te perdono yo.

Y ciego, abrumado por diversas y encontradas emociones, salí del confesionario y pedí a Dios no ver, para no sufrir. Pero ¡ay! ¡sólo a ella veía! La niña pálida de los rizos negros quedó grabada en mi mente, y durante mucho tiempo turbó mi sueño y mis oraciones el perfume de los jazmines que coronaban su frente.

Ocho años más tarde, un apuesto caballero llegó a mi aldea, pidió verme y me dijo:
—Venid, señor; mi esposa se muere y no quiere más confesor que a vos.

Le seguí, y sin saber por qué, pensé en la niña de los rizos negros.
Llegamos a un palacio, y el joven me acompañó a una habitación regia, en la cual había un lecho envuelto en largas cortinas de púrpura, y dentro de él una mujer se quejaba débilmente. Me dejaron solo con la enferma, y entonces ella me dijo:
—¡Miradme! ¿No me conocéis?
Mi corazón ya la había reconocido, aunque a decir verdad no la había olvidado; pero tuve fuerza de voluntad para decirle:
—Quien ha de conoceros es Dios en su reino; que los hombres de la tierra son cosa baladí.
—Yo no os he olvidado; hoy hace ocho años que os dije que os amaba; dicen que voy a morir, y he querido deciros que sobre todos los seres de la tierra os he amado a vos.

La miré un momento, contemplé aquellos ojos donde irradiaba la pasión, la bendije con mi pensamiento, hice una cruz con mi diestra, queriendo poner algo entre ella y yo, y salí de la estancia mortuoria huyendo de mí mismo, volví a mi aldea y devoré en silencio aquel amor que yo no tenía derecho a gozar.

Dos años después la peste asoló la ciudad vecina, y numerosas familias vinieron a mi aldea en busca de sus aires de salud. Mas ¡ay! los huéspedes trajeron el contagio, y la campana lanzó al viento su voz melancólica para decir a los sencillos campesinos:
«La muerte está entre vosotros», mas esto no fue óbice para que siguieran llegando nuevos emigrados; entre ellos, llegó una noche el duque de V. . . acompañado de su esposa y de numerosos criados.

Al día siguiente, en breves horas, murió el duque, y cuando llegué para prestarle los últimos auxilios de la religión, ya era tarde. Una mujer salió a mi encuentro llorando silenciosamente.

Yo retrocedí estupefacto; era ella, era la joven pálida de los rizos negros que yo creía muerta hacía dos años.

Ella me comprendió, diciendo con voz triste:
—Dios es muy bueno para mí, creo que ahora moriré del todo; creo que ahora seguiré a mi esposo.

Vos recibisteis mi primera confesión, y tal vez recibáis la última. Sólo un secreto he tenido en mi vida, sólo un pecado he cometido, si es que el querer es un delito.

Las señales de la fiebre contagiosa ya se marcaban en su pálido semblante, y corrí como un loco a pedirle a la ciencia la vida de aquella mujer que tanto me había querido y que tanto yo había amado; pero la ciencia (gracias a Dios) no escuchó mis imprudentes ruegos, y dos días después murió la joven duquesa, diciéndome: «Quiero que me entierren en el cementerio de esta aldea, quiero estar a vuestro lado muerta, ya que no he podido estar en vida».

¡Qué misterios guarda el corazón humano!

Cuando eché un puñado de tierra en su sepultura casi me creí feliz; ¡cuan egoísta es el hombre!
Cuando la niña pálida coronada de blancos jazmines, llena de inocencia y de amor, me brindó con la copa de la vida, yo rehusé el néctar de la felicidad, y envidié al hombre que la llevase al altar.

Cuando la noble dama rodeada de opulenta familia me dijo que se moría queriéndome, envidié a los suyos, que podrían recibir su último suspiro y podrían prestarle a su cadáver todo el lujo de las pompas humanas.

Cuando aquella mujer, sola, rodeada de seres extraños que huían temerosos de contagiarse, me pidió un rincón en el cementerio de mi aldea; cuando vi que nadie podía arrebatarme sus cenizas, porque de su puño y letra dejó escrito que su cuerpo no fuese extraído de la humilde sepultura que deseaba, ¡oh! entonces, entonces recibí sus últimas palabras con mágico arrobamiento. Su primera confesión fue para decirme que me amaba, y su última confesión fue para repetir que mi memoria había sido el culto de su vida.

Ni un instante me separé de sus restos; los pobres habitantes de mi aldea, diezmados por la fiebre, espantados por la mortandad, habiéndose muerto el sepulturero, los pocos que me quedaban no querían tocar a los muertos, y entre Miguel y yo depositamos en una fosa el cadáver de la mujer pálida. Sultán se echó a mis pies.

Miguel se alejó, y yo entonces entregué mi corazón a la felicidad de amar.

Con amar a una muerta no quebrantaba los mandatos sagrados; lloré mi juventud perdida, lamenté mi debilidad de no haber protestado de mis votos y haberme afiliado a la iglesia luterana, uniéndome con el lazo del matrimonio a aquella niña pálida de los rizos negros, y me hubiera creado familia grata a los ojos del Señor. Comprendí en breves horas lo que no había comprendido en veinte años, y suspiré por una dicha que rara vez se encuentra en la tierra.

¡Yo que he sabido tantos secretos! ¡Yo que he visto a tantas mujeres sin careta, confiándome sus infidelidades y sus extravíos!… ¡Yo que he visto tanta inconstancia, apreciaba en todo su valor el amor inmenso de aquella mujer que me vio cuatro veces en su vida, y desde que supo sentir sintió por mí!

¡Con qué placer cubrí su huesa de flores!
¡Con qué santo deleite las cuidaba!
¡El corazón del hombre siempre es niño!
¡Ni un día, ni un solo día, dejaba de ir al cementerio! ¡Allí estaba el encanto de mi vida!

Pasaron muchos inviernos; la nieve cubrió su tumba, y dejó en mi cabeza blancos copos, pero mi corazón siempre fue joven.

Siempre el calor del más puro sentimiento mantuvo el fuego santo del más inmenso amor.

¡Madre, hermana, esposa e hijos, todo lo refundí en ella, que es justo pagar con creces las sagradas deudas del amor!

¡Si algo he progresado en este mundo, todo se lo he debido a ella! ¡A la niña pálida de los rizos negros!

Junto a su tumba comprendí el valor de la reforma luterana, y regando los sauces que le prestaban sombra, disipé las sombras que envolvían mi imaginación.

Conocí lo pequeña que era la iglesia de los hombres, y lo grande que era el templo universal de Dios.

¡Amor! ¡sentimiento poderoso! ¡fuerza creadora! ¡tú eres el alma de la vida porque vienes de Dios!

¡Sacerdotes sin familia son árboles secos! ¡Y Dios no quiere la esterilidad del sacrificio; Dios no quiere más que el progreso y el amor universal!

Amalia Domingo Soler

Memorias del Padre German