Un lecho de flores

Decía Voltaire, que si no hubiera Dios habría necesidad de inventarlo y yo añado, que si no fuera cierta la inmortalidad del alma y su progreso indefinido, sería preciso que la fantasía humana los creara, pues sólo esperando en el mañana se pueden sobrellevar tantas y tantas penalidades como a la humanidad afligen.

Dejando a parte la completa soledad en que viven la mayoría de los espíritus de la Tierra, que aún en su propio hogar están como si fueran proscritos; eliminando el desacuerdo que existe en innumerables familias, hay un dolor irresistible, superior a todos los dolores, y es cuando un individuo se ve atacado por una de esas dolencias incurables, desesperación de la orgullosa ciencia, la cual a pesar de vanagloriarse de poseer la suprema sabiduría, se tiene que cruzar de brazos ante un tumor canceroso, que, hablando metafóricamente, empuña la guadaña destructora y corta sin piedad el hilo de la existencia de aquel en quien hizo su presa.

Yo, que no escribo más que cuando me emociono, necesito estampar en el papel las dolorosas impresiones que he recibido al visitar a mi amiga Luisa, atacada de un cáncer en el estomago. Al verla, al contemplar aquel cadáver que parece hasta imposible que pueda moverse, hablar y relacionarse aun con las cosas de la vida, decía para mí:

¡Señor!… si la historia de esta mujer no tuviera ni hubiera de tener otros capítulos que el de su existencia presente, ¡Qué injusto serias con ella! ¡Y qué cruel con su familia!condenar a un ser a vivir entre dolores insoportables, y hacer partícipes de aquel inmenso sufrimiento a sus deudos más cercanos; estar todos condenados por más o menos tiempo a habitar en un cementerio, pues no otro lugar parece la casa donde hay un enfermo atacado de mal tan horrible; si esos acerbísimos sufrimientos no tuvieran una causa, ni fuera el medio de pagar terribles deudas, Dios no sería justo, y habría derecho para negar su existencia y para atentar cada cual a la suya.

Al considerar que Luisa es una mujer completamente inofensiva que ha dejado el hogar paterno para crearse honradamente una nueva familia; que no ha faltado a sus deberes; que ha procurado por el bien de los suyos y no se ha hecho sorda a los gemidos ajenos ¿Porqué, me pregunto, para terminar sus días ha de sufrir una enfermedad espantosa que sea su desesperación y la de los que la rodean, en tanto que muchos miserables criminales gozan de una salud envidiable y mueren tranquilos y sin dolores?

¿Por qué para los buenos tantos padecimientos, y padecimientos horribles, y para los hombres sin corazón tantas satisfacciones y dulzuras?

He aquí una injusticia aparente que echa por tierra todos los cálculos basados en la justicia de Dios; pues nada más injusto que hacer padecer a un inocente.

Por eso mi amiga Luisa, que no cree absolutamente en la inmortalidad del alma y en su progreso indefinido, ni tampoco en las farsas religiones, me decía con desesperación:

Nunca creí que la mujer fuese tan cobarde. ¿No te parece en mí, falta de valor el no coger una pistola y apoyarla en mi sien, sufriendo lo que sufro y sabiendo que mi mal es incurable?

Antes al contrario; yo creo que es dar muestras de gran fortaleza el sobrellevar un sufrimiento como el tuyo: tu no duermes, no comes, no das un paso que no te cueste un gemido. ¿Quieres más valor que esperar la muerte sin temerla ni buscarla, y mucho más tú que en nada crees?… Y a propósito, ¿No piensas alguna vez en el porvenir de tu alma? ¿No te preocupa la idea de si tu conciencia sobreviviera a tu descompuesto organismo?

Si, no pocas veces reflexiono sobre el problema de la muerte, y me pierdo en un mar de conjeturas: esta duda es un tormento más añadido a mi enfermedad; porque si bien me parece estar persuadida de que todo acaba en la sepultura, cuando veo que grandes sabios se ocupan en estudiar este problema y considero que ellos no suelen perder el tiempo en investigaciones inútiles, me ocurren estas preguntas: ¿Qué sucederá después? ¿Los seres que yo he amado y amo en la actualidad volveré o no a verlos? ¿Se reproducirán en otra vida, continuación de ésta, mis cruelísimos dolores? ¿Habrá un juez que me juzgue? ¿Porqué sufro tanto hoy?

¿Sabes que si Dios existe, es un tirano de la humanidad? En cuanto a mí, poco bueno puedo contar de su divina clemencia, porque no he hecho daño a nadie, y sin embargo me martiriza de un modo espantoso, haciéndome vivir en un ¡Ay! continuo y siendo causa de un malestar y pesadumbre para cuantos me rodean.

¿Qué hubo ayer? ¿Qué historia se desarrolla hoy? ¿Qué epílogo tendrá mañana? ¿Por qué tanto sufrir sin haber pecado? ¡Oh! Esto es horrible, más vale pensar que todo es mentira; que somos hijos de la casualidad; que ésta amontona los átomos, forma cuerpos y produce inteligencias; que no hay orden ni concierto en la naturaleza; y sólo así se concibe que las personas más inofensivas sean castigadas por los rigores de la suerte, y las más malvadas se vean encumbradas y dichosas, disfrutando de las innumerables satisfacciones que dan las opulencias y la realización de todos los sueños y ambiciones.

Pero esto tampoco me satisface; pues, en medio de todo, descubro en la naturaleza la armonía: todas las especies, excepto la humana, viven cumpliendo su destino, cada individuo dentro de su esfera de acción: sólo el hombre es el que vive fuera de su centro, gozando el criminal y el ambicioso, y sufriendo el que no ha sido capaz de hacer a nadie el menor daño, como me ha sucedido a mí.

Tu conoces mi sencilla historia. Algunos me han atribuido grandes virtudes filiales porque durante los muchos años que mi abuelo estuvo postrado en el lecho, nadie le cuidaba sino yo, prefiriendo pasar las noches a su lado leyéndole algunos libros, a ir a teatros, bailes y reuniones.

Mi familia estaba muy contenta de mí; mi marido y mis hijas también me han supuesto relevantes cualidades: ¿Porqué pues, el castigo de vivir muriendo, habiendo merecido dejar tranquilamente la Tierra? ¿Quién tiene derecho a martirizarme? ¿Qué Dios es ese que distribuye ciegamente justicia? Y si Dios no se ocupa en esas cosas, ¡Maldito el dado que preside mi destino!

¡Pobre Luisa! Comprendo tu inmenso sufrimiento, pues, aun cuando no he tenido tu dolorosa enfermedad, he padecido de diversas dolencias; y cuando vivía como tú vives, sin saber porqué había venido al mundo y era tan inmensamente desgraciada, muchas veces, al contemplar a los demás, me creía la más desgraciada de todos, y exclamaba: ¿Será posible que yo sea el único ser desventurado entre tantos felices? ¿Y por qué? ¿Qué virtudes poseen estos potentados, superiores a mis sentimientos? ¿Qué misterio es este que yo no me explico? Y derramaba lágrimas amarguísimas. Aquel completo desconocimiento de las causas que influían tan dolorosamente en mi existencia, era, como tú dices muy bien, lo más horrible, peor mil veces que la miseria del cuerpo y soledad del alma.

¡Oh! Sí, sí; ya tu ves lo que en mi cuerpo sufro; pues bien, más que el mal físico me atormentan esas ideas; me creo víctima de la fatalidad, y maldigo el fatalismo que pesa sobre mí.

¿Y por qué no tratas de estudiar algo las obras filosóficas que tanto te he recomendado y en las que yo encontré la clave del enigma de la vida y de la muerte? Si tu no quieres leerlas, no faltará quien te las lea.

¡Ah!… Es que yo no quiero tampoco entrar en el terreno que tu te hallas y acariciar tus convicciones y esperanzas.

¿Saber que he vivido ayer, querrás creer que me horroriza? Si, como te he oído decir muchas veces, el presente responde al pasado, el fin tan doloroso que se me prepara, me indica que no habré sido muy buena anteriormente; y me humilla y me subleva a la vez el pensar que he cruzado malos senderos.

Tú dirás lo que quieras; pero encuentro preferible mi desesperación, creyéndome impecable y víctima de una injusticia incomprensible, a resignarse con la certidumbre de haber pecado.

Ahora sí que te compadezco más que nunca; porque el orgullo te domina, porque el amor propio te ciega; porque pretendes ser superior a todos los seres creados.

¿Te acuerdas de lo que dijo Jesús a los que acusaron a la mujer adúltera? Que el que estuviese sin pecado arroje la primera piedra; y nadie la apedreó. Jesús comprendía que la humanidad era frágil. ¿Por qué te empeñas en creerte superior a los demás, si esa creencia no te sirve de ningún consuelo ni te explica el porqué de tu sufrimiento? Créeme Luisa, es una insensatez privarse uno voluntariamente del preciosísimo don de la vista; y así obra el que prefiere el desconocimiento total del principio de la vida, a la explicación racional de las causas que originan sus padecimientos.

Nada me contestó Luisa; pero cerró los ojos, significándome con esto que prefería su ceguedad.

Salí de aquella tumba tristemente impresionada, convencida de que es preferible las dolencias del cuerpo a la ceguera del Espíritu.

¡Ay! De aquellos que prefieren las tinieblas de su orgullo a la esplendente luz de la verdad.

 

 

Amalia Domingo Soler

La Luz del Camino