
“Vuestra vida es lo que os hagáis.
El mundo no nos devuelve más que aquello que le damos”.
Máximas americanas.
Nada más cierto. Recogemos lo que hemos sembrado, y ¡Qué mala siembra habremos hecho los terrenales! Porque la mayoría de los habitantes de la Tierra no recogemos más que punzantes espinas.
Leer los periódicos entristece, angustia, fatiga, porque no pasa un solo día que no se lea descripciones de horrorosos naufragios, de choques de trenes, de hundimientos de puentes, de ciclones devastadores, de erupciones volcánicas que arrastran ciudades florecientes, de incendios violentísimos que destruyen pueblos enteros, explosiones en las minas donde quedan sepultados centenares de mineros.
Es tristísimo considerar el modo como se vive en la Tierra, porque los que no son víctimas de espantosas hecatombes, los que viven “al parecer” con relativa tranquilidad, si se penetra en sus hogares, si se levanta una punta del velo que cubre su vida íntima, ¡Qué cuadros tan tristes se contemplan! Familias formadas por enemigos irreconciliables, hacen ensayos de cariño, de tolerancia mutua; procuran dominar sus inexplicables antipatías, sus misteriosas aversiones, pero no siempre lo consiguen; a lo mejor, una chispa de odio mal apagado prende fuego y las rencillas, las envidias, la diferencia de carácter, se incendian como un montón de paja y se desarrollan esas tragedias en las cuales se produce la eterna historia de Caín y Abel, y si no se llega a final tan triste se vive muriendo bajo la tiranía de un padre déspota, de una madre tiránica, de un hermano egoísta, siendo los abusos de unos y de otros la moneda corriente en el gran mercado de la vida.
¿Y esto es vivir? ¡No! Esto es pagar ojo por ojo y diente por diente, es beber de continuo la hiel y el vinagre que según cuenta la tradición le dieron a Cristo; es recibir herida tras herida, causadas por implacables desengaños. Y si a esto se redujera la vida, más valiera no haber nacido.
“Dices bien –me dice un Espíritu, si no hubiera más escenario, para representar el eterno drama de la vida, que la Tierra que habitas, Dios sería la injusticia personificada y el último reptil de la Tierra sería más feliz que el rey de la Creación (vulgo hombre), porque está sujeto a innumerables calamidades, comenzando por enfermedades incurables, por dolencias que conducen a la desesperación, como son la guerra, la parálisis, la carencia de los miembros más necesarios, como son los brazos, las manos, las piernas y los pies, la lengua, el oído y el entendimiento.
Sufre el hombre tan variados y multiplicados tormentos, que si no tuviera en su vida un pasado y no le esperara un mañana, habría que renegar de haber nacido.
Pero, afortunadamente, en la noche del tiempo, sin poder precisar la fecha fija, el hombre se encontró rey de las selvas, miró al cielo y sintió brotar de su pensamiento la llama intangible del deseo; contempló su cuerpo desnudo y experimentó la imperiosa necesidad de cubrir su desnudez; se vio fuerte y empleó su fortaleza en adquirir lo más indispensable para satisfacer las más apremiantes necesidades de la vida, y fue conquistando palmo a palmo el terreno suficiente para levantar sus tiendas y rodearse de sumisos servidores, de familias que satisfacieran su sed de reproducción, y durante el transcurso de los siglos los patriarcas centenarios dejaron la Tierra, volviendo de nuevo a poblarla, pero ya no se contentaron con vivir entre las esperezas del bosque y la fragosidad de las montañas, levantaron ciudades y le pidieron a los magos y adivinos los secretos de su ciencia para destruir las tinieblas de la noche”.
“Comprendieron que la divisa de la Naturaleza, como dijo uno de vuestros pensadores, es la de “trabaja o muere”.
“Si dejáis de trabajar moriréis, moral, intelectual y físicamente, y la muerte ha sido siempre rechazada por los hombres que han sabido tener lucidez en su entendimiento. Sólo se suicidan los desequilibrados. La completa destrucción sólo la busca el que no comprende el inmenso valor de la vida.
Por eso, el trabajo ha sido, es y será la ley eterna por la cual los hombres se regirán eternamente. Y los actuales pobladores de la Tierra, todos, tienen su historia, todos vivieron ayer y vivirán mañana. Todos han trabajado para crearse un medio de vida, empleando su inteligencia y sus pasiones, sus vicios y sus virtudes, sembrando cada uno la semilla que mejor le ha parecido y las circunstancias le han proporcionado; pues muchas veces un paso dado en falso hace resbalar y caer.
Como la pendiente del vicio es tan resbaladiza, el hombre desciende por ella sin poder detenerse, porque dado el primer paso la caída es inevitable, y conociendo así, a veces, el error que encierra las caídas, o sea, las reincidencias del delito, hasta llegar a acostumbrarse el Espíritu a la perversidad, se deja arrastrar por lo que se llama fatalidad, la cual no es otra cosa que la costumbre del mal obrar.
Todo vicio adquirido es un beodo insaciable, y mucho más que vuestras costumbres, y vuestras mal llamadas leyes, él empequeñece la órbita en la cual giran vuestros criminales, se le cierran todas las puertas y sólo le abren sus brazos los antros del vicio, de la degradación más humillante”.
“Siempre leo en tu pensamiento esta eterna pregunta: ¿Por qué Dios, que todo lo puede, no detiene al hombre en el borde del abismo y le dice: “Levántate que yo lo quiero”… Y yo te contesto: ¿Y qué mérito tendrá entonces la generación del hombre? Ninguno, Absolutamente ninguno. Sus luchas no tendrían la menor importancia, porque no le habrían servido de escarmiento. Tanto valdría ser un santo como un réprobo, si al final de la jornada Dios le dijera: “Entra a mi reino porque así lo quiere mi voluntad”.
“El hombre ha sido creado para escalar todas las alturas, para afrontar todos los peligros, para descubrir todos los arcanos que guardan los mundos, para conocer todas las propiedades de la materia, para hacer uso de toda la fuerza de que dispone la Naturaleza, para ser sabio, para ser bueno. Y para llegar a poseer la virtud y la ciencia es necesario que el hombre sepa por sí mismo lo que duelen las heridas del cuerpo y las heridas del alma, y la humillación que en sí lleva la ignorancia, la crueldad, la persistencia en el crimen. Sin el dolor de la caída no se puede apreciar el placer superior a la bajeza y a las miserias humanas”.
“La obra de Dios es perfecta, pero la perfección es una obra de titanes, y para perfeccionarse el Espíritu necesita la lucha incesante de los siglos. Los que vosotros llamáis desastres, calamidades, hecatombes, horrorosos acontecimientos, ¿Sabes para qué sirven? Para sanear la atmósfera de vuestro mundo, para librar a la humanidad de monstruos insaciables, para separar de vosotros a muchos caínes dispuestos a seguir sacrificando a sus hermanos. Cuando tengáis noticia de que ha desaparecido una ciudad, aniquilada por el fuego o la furia del huracán, o por estremecimientos geológicos, no creáis que Dios es injusto arrebatando de su hogar lo mismo al centenario que al pequeñuelo pendiente del pecho de su madre. La envoltura material no marca el adelanto del Espíritu; es su historia pasada, y su aspiración presente, la que pone de manifiesto su inferioridad o su elevación”.
“No es la caprichosa casualidad la que devasta un pueblo, es la ley de la compensación la que se cumple. Los crueles conquistadores, los que han gozado destruyendo las ciudades donde se albergaban los vencidos, tienen que sufrir el dolor que causaron a los otros, tienen que despertar aterrorizados y aturdidos, tienen que vagar sobre las humeantes ruinas de sus hogares sin darse cuenta de por qué en menos de un segundo han perdido cuanto poseían.
En las leyes eternas todo es justo, no se conoce la imprevisión ni el olvido, todo llega a su tiempo; nadie recoge un átomo que no le pertenezca, nadie lleva más carga que en justicia le corresponde, y por mucha que ella sea, no os abrumará su peso, porque tiene el Espíritu un depósito de fuerzas para resistir todo lo que en justicia le corresponde sobrellevar. Si así no fuera Dios sería injusto y su justicia alteraría la marcha de los mundos, porque crearía obstáculos que harían saltar de sus órbitas a las inmensas moles que llevan en su seno otras humanidades”.
“Lo que damos es lo que recogemos. Esa es la ley, no hay que echar mano de subterfugios ni de componendas, no hay religiones que valgan, ni filosofías que alteren el orden de lo creado. Con la obra divina todo es inmutable, las minas del infinito siempre tienen sus pozos abiertos para que por ellos desciendan las humanidades y saquen el metal precioso del progreso y de la verdad. Sed buenos mineros, buscad en las montañas de la Tierra a los débiles y a los vencidos, dadles lo que les hace falta, luz para el alma y pan para el cuerpo, que de los ciegos y de los hambrientos salen los caínes de la humanidad.
“Adiós”
¡A cuántas consideraciones se presta la comunicación que he obtenido! ¡Cuántas verdades!
Verdades desconsoladoras, amargas, pero verdades innegables, y esto es lo que debe buscarse en las comunicaciones de los espíritus, la verdad sin velo, la enseñanza racional, el leal consejo para inclinarse a las prácticas de las virtudes, el convencimiento de que sin la mejora individual los pueblos nunca serán libres, ni progresarán, ni se engrandecerán, ni conseguirán grabar su nombre en la historia patria, figurando como héroes, como redentores, como inspirados marinos llevando las naves a seguro puerto.
¡Bendita sea las comunicaciones de los espíritus! Ellos nos guían, ellas nos alientan, ellas nos hacen conocer la grandeza y la justicia de Dios.
Amalia Domingo Soler
La Luz que nos Guía