I

¿Hemos mendigado nuestro sustento en nuestras pasadas encarnaciones? ¿Tendremos que implorar la caridad pública en nuestras sucesivas existencias?

¿Recordamos, o presentimos? ¿Contemplamos nuestro pasado, o adivinamos nuestro porvenir?

¿Por qué miramos con tanto afán a los niños pobres? ¿Por qué espiamos sus sonrisas, atendemos a sus conversaciones, y nos interesan tan íntimamente los más leves detalles de su vida?

Este vivísimo sentimiento de profundísima compasión debe obedecer a una causa, debe tener su razón de ser; porque son muchos los cuadros tristes que vemos en el mundo, y ninguno nos interesa tanto como los niños harapientos que piden una limosna tristemente.

Muy doloroso es ver a un anciano temblando por el frío de los años y abrumado por el enorme peso de sus desventuras: bien podíamos conmovernos; y, sin embargo, confesamos ingenuamente nuestra debilidad, los niños pobres son los que más nos atraen; sentimos por ellos algo que no podemos explicar ni definir.

En la infancia, todo es bello: nos agrada mirar a los niños ricos, pero los miramos como a una colección de figuras bonitas; nos place su gentileza, el precioso adorno de sus lindos vestidos, pero no tratamos de leer en sus ojos la historia palpitante de su alma. En cambio, los niños pobres son para nosotros libros de estudio que hacen brotar en nuestra mente todo un mundo de consideraciones filosóficas.

Conocemos a un pobre ciego que tiene tres hijas: de la una nos hemos ocupado extensamente en un artículo que hace tiempo le dedicamos, titulado ¡Amparo!; después conocimos a la hija mayor, pálida niña que cuenta ocho años, y últimamente hemos conocido a la más pequeña, que hace dos primaveras que está en este mundo. Dolores se llama, «dolores» revelan sus hermosos ojos, y dolores sin duda, ha venido a buscar en la tierra.

Regresábamos una noche a nuestra casa, y el viento huracanado levantaba una densa nube de impalpable polvo.

Un niño se puso ante nosotros diciéndonos con dulce acento:
-Deme usted una limosna para el padre de Amparo.

Miramos al niño y exclamamos: -¿Qué dices, muchacho?
-Yo a usted, la conozco -replicó el niño sonriendo-. Es usted, la señora que le da muchos besos a mi prima Amparo; y mire usted, aquí está su padre.

Efectivamente, el pobre ciego estaba parado junto a una esquina, le hablamos, y al momento nos conoció, y nos dijo:
-Mire usted, es mi Dolores-. Y nos presenta una hermosa niña que tenía en brazos. Es muy parecida a Amparo, y con gracioso abandono reclinaba su cabeza en el hombro del autor de sus días. La besamos, y la pequeñuela nos miró con alegre curiosidad.

Observamos con placer que iba envuelta en una capita de lana, cuya capucha resguardaba del frío la cabeza de aquel pobre ser, que al llegar a la tierra reclinaba su frente en el hombro de un mendigo ciego.

¡Qué cuadro tan triste! ¡Pero de una tristeza dulce, conmovedora!… ¡Parece que aún lo vemos!

¡Un hombre joven! ¡En lo más hermoso de la vida!

Pues tendrá unos treinta años, ¡con los ojos herméticamente cerrados! ¡Con la sonrisa en los labios! ¡Con la resignación en su frente! Y una niña en sus brazos, que contaría dos inviernos, reposando tranquila y risueña en el pecho de aquel desventurado, y un niño de unos ocho abriles reclamando la atención de los transeúntes para aquellos dos míseros seres.

Nos gusta mucho hablar con este pobre ciego y le dijimos:
-¿Cómo se atreve usted a sacar a la calle a esta pobre criatura con el frío que hace?…
-No tenga usted cuidado; mi mujer no duerme por arreglar la ropita de sus hijos, porque es de lo que no hay, y mi Dolores va muy bien abrigada, y además, es ella la que quiere venir conmigo.

¡Si está más engreída con su padre! No se lo puede usted figurar.
-Pero yo no sé: a mí me daría miedo; temería que se me cayese de los brazos.
-Alguien vela por los hijos de los pobres, señora; y estoy bien seguro que a mis hijos no les pasará ninguna desgracia yendo conmigo.

-Tiene usted mucha fe… ¡eso le salvará!
-¡Cómo no he de tenerla! ¡Si veo lo mucho que la suerte providencial me favorece, dejando a un lado que para mí siempre es de noche! Por lo demás, no puedo quejarme.

Tengo una mujer buena, muy buena, unas hijas buenísimas, que nunca lloran ni se impacientan, ni se desesperan, aunque se pasen días y días comiendo pan frío y pan caliente.
-¿Pan frío y pan caliente?
-Sí, señora, pan en sopas, y pan en seco.

Tienen un delirio por mí: prefieren mi compañía a todo.

Esta pequeña vive en mis brazos, y con ella, ni me acuerdo de mi desgracia. Es verdad que estoy ciego en lo mejor de mi vida; pero me hago cuenta que todo no se puede tener en el mundo.

-Ciertamente, tiene usted razón; todo no se puede tener en la tierra; y si usted se ve amado, casi se puede creer feliz.
-Sí, señora, sí. Cuándo mi Dolores se queda dormida, como ahora debe estar, que arrima su carita a la mía, el calorcillo de su aliento parece que me reanima, y me da más tino para andar, aunque vaya solo con ella, como me iré esta noche; porque mi sobrinito quiero que se vaya pronto a casa.

Y efectivamente, el niño se fué, y el pobre ciego continuó:
-Pues sí, cuando voy con mi Dolores, no tenga usted cuidado que dé un solo tropezón. Vaya, buenas noches.

Y el resignado mendigo emprendió camino con paso ligero, mientras nosotros los mirábamos ir, murmurando:
-¡Qué historia tendrán esos dos espíritus! ¡Ahí van entregados en brazos del destino! ¡Él, ciego… y ella tan pequeñita! Pero los dos se aman; y donde reina el amor, irradia la luz.

II


Siguiendo nuestra especie de monomanía, otra noche nos fijamos en cuatro niños, de los cuales el mayor tendría nueve años.

Íbamos con una joven a quien adornan bellísimos sentimientos, la cual había comprado un pan, y al ver a un pequeñuelo que le pedía limosna, se apresuró a dárselo.

Este, contento con su fortuna, aceleró el paso, sin duda para qué sus hermanos no reclamasen su parte en el festín; pero el rapazuelo fue castigado en el momento por su egoísmo, porque el pobrecillo tropezó y cayó lastimándose el rostro.

Nuestra amiga se interesó vivamente por el pequeñito egoísta, y nos detuvimos hasta dejar restablecida la paz entre aquellos diablillos; y mientras duraron las capitulaciones, tuvimos ocasión de hablar con el mayor de los niños, que nos llamó la atención por sus razonadas contestaciones y su modo de obrar.

El pobre lastimado tenía la carita llena de sangre. Su hermano le quitó el pañuelo que llevaba anudado al cuello, para limpiarle la cara, visto lo cual por nuestra joven amiga, le dijo reconviniéndole:
-¿A qué le quitas el pañuelo del cuello? ¿No ves que se constipará?. Límpialo con la blusa.
-Por supuesto -dijo el muchacho con enojo-. Ha de saber usted que hoy hemos estrenado estas blusas todos cuatro, y además gorras y alpargatas, que han costado catorce pesetas; y estas catorce pesetas le cuestan a mi madre muchos sudores.

¿Quiere usted que se limpie con ella, para que la manche? No faltaba otra cosa, cuando mi madre las quiere guardar sólo para un gran día.

Nuestra amiga llevó al niño a una fuente vecina para lavarle al cara, y nosotros seguimos hablando con el jefe de aquella infantil familia, que nos dijo al preguntarle si tenía padre:
-Sí, señora, le tengo; pero tiene mal en una mano y no puede trabajar; y mi madre, la pobre, tiene que hacer el trabajo de los dos.

Cuida a mi padre, a otro enfermo, y luego nos manda a la calle a ver si recogemos algún cuarto.

Hoy hemos andado mucho… ¡mucho!… y no hemos recogido más que el pedazo de pan que esa señora le dio a mi hermanito.

Nuestra amiga pacificó en lo posible a los pequeñuelos dándoles nuevamente del manjar de los pobres, conocido con el nombre de pan; hizo que se tomaran de la mano, y los vimos ir con sentimiento, murmurando:
-¡Pobres seres! En la infancia, cuando se necesitan tantos cuidados, tantas precauciones, la miseria los arroja a la calle y los expone a toda clase de peligros.

Tienen una madre que los ama; que se complace en vestirlos con limpieza, y que después de contemplarlos, con honda tristeza, sin duda dirá:
-Id, hijos míos, mendigad vuestro sustento, que aun sois pequeños, y no podéis trabajar-. Y los pobres niños caminan a la ventura, cruzan las calles de la populosa ciudad, se salvan por milagro de morir atropellados entre las ruedas de un coche, y al llegar la noche regresan a su hogar rendidos de fatiga, sin que una mirada cariñosa se haya fijado en ellos.

¡Cuán desgraciados los niños! ¡Si reciben los besos de una madre, estos besos irán humedecidos por las lágrimas! ¡Para los niños pobres no hay infancia! Un pequeñuelo de nueve años tiene que pensar en el valor del dinero y en el arreglo de la ropa… El más leve placer le está negado.

Siempre recordamos con honda pena a dos niños de diferente sexo, muy pobres, y muy buenos, que hemos visto crecer entre lágrimas.

Ella se llamaba Lola, y él Julio. Un día se encontraron en la calle un pequeño perrito recién nacido, y los niños entraron en su casa muy contentos, llevando al pobre animalito envuelto en el pañuelo de Lola, y le dijeron a su madre:
-Mira, mamá, ya tenemos un compañero para jugar: lo criaremos con leche-. Su madre les miró tristemente, y les dijo:
-Hijos míos, los pobres no podemos aumentar gastos, si no tengo pan para vosotros, menos tendré para ese pobre animal.

Los dos niños se miraron, hablaron entre sí, y al fin dijo Lola:
-Mira, mamá, a nosotros nos das pan y leche por la mañana: déjanos partir con el perrito nuestra ración.

Después de haberlo traído, ¿Quién tiene corazón para tirarle? -Su pobre madre accedió y el perrito abandonado es hoy compañero inseparable de los dos niños; siendo lo más gracioso de este sencillo y verídico caso, que en el mismo día que los niños llevaron el perrito, una hermosa gata, que era el entretenimiento de los chicuelos, dio a luz cuatro gatitos, y Julio, apreciando en lo que valía aquel fausto suceso, dijo gravemente:
-Mira, mamá, a la gata no le dejaremos más que un gato, y en lugar de los tres gatitos le pondremos el perrito, porque es preciso que ella también nos ayude a la buena obra-.

Y en honor de la verdad, la dócil gata no defraudó las esperanzas de Julio, repartiendo sus cuidados entre su hijo y el protegido del niño.

Nada más dulce, más conmovedor y más risueño a la vez, que ver a los niños haciendo particiones de su escasísimo almuerzo.

Lola le daba una parte de su ración al perrito y Julio a la gata, diciendo muy formal, que, siendo la gata la nodriza del perro, debía procurarse tenerla bien mantenida.

Y aquellas inocentes criaturas, para desplegar su generoso sentimiento, para difundir su cariño, para satisfacerse con el pan del alma, ¡tenían que carecer del pan del cuerpo!

¡Hay episodios tan dulces y tan tristes en la historia de los niños pobres!

Los espíritus no se permiten ni una hora de descanso.

¡Vienen a la tierra a ganar muchos siglos perdidos!
¡Tienen una herencia de lágrimas!
¡Tienen un pasado muy doloroso!
¡Tienen un porvenir lleno de azares!
¡Pequeñitos de la tierra! ¡Mendigos infantiles! ¿Qué hicisteis ayer?
¿Por qué tenéis que vivir hoy en el seno de la desnudez y del hambre?

Amalia Domingo Soler

Sus más Hermosos Escritos