¡Cuánto se ha escrito sobre los niños!

Y no es extraño, porque ellos son la imagen de la esperanza, la realidad de la vida, la encarnación del progreso; ellos nos hacen sonreír ante una época mejor; «hoy los niños nacen sabiendo», es una gran verdad.

Los espíritus que van llegando a la tierra son mucho más adelantados que los de nuestros abuelos; y se ven criaturas nacidas de padres fanáticos, que crecen entre rancias costumbres, y sin embargo, el racionalismo de aquellos espíritus vence a la rutina y domina en absoluto.

Conocemos a un niño llamado Enrique, que tendrá seis años, inquieto y revoltoso en grado máximo, hijo de un matrimonio católico romano que va a misa casi diariamente, en particular el padre, que sigue con fervor la religión de sus mayores, que tiene parientes y amigos eclesiásticos, no oyendo el niño hablar de otra cosa que de Dios y de los santos.

Últimamente estuvo enfermo, y en la convalecencia le dijo su padre:
-Mira, hijo mío, en cuanto te levantes iremos a la iglesia de la Merced a darle gracias a Dios por haberte puesto bueno.
-No quiero ir – dijo el chicuelo con acento enfadado.
-¡Qué dices, hijo! ¿No quieres ir a darle gracias a Dios después que te ha puesto bueno?
-No; no; no quiero ir. ¿Para qué me puso antes malo?

– Y el pequeño racionalista no consintió en ir a la iglesia.
Fijémonos bien en el profundo racionalismo de este espíritu.

El niño oye decir constantemente: Sucede esto, porque Dios lo quiere: aconteció aquello, porque Dios lo quiso, y todos los actos de la vida, por insignificantes que sean, Dios los ha dispuesto.

El pequeñuelo, de pronto, se sintió enfermo; recibió aquel mal sin que él lo hubiese buscado, y luego, al recobrar la salud, le dicen que vaya a darle gracias a Dios, y él contesta muy oportunamente:

-No quiero ir: ¿para qué me puso antes malo? Esto es, ¿para qué me hizo padecer sin causa?
¡Qué profundo pensamiento! He aquí un filósofo racionalista que promete ser un librepensador del siglo XX.

¡Pobre religión es aquella que tienen que reformar los niños!

Conocemos otra niña, casi de la misma edad de Enrique, en cuyos ojos brilla la llama del genio.

Si se oye hablar, sin verla, a la pequeña Luisa, nadie creerá que es una niña la que reflexiona con tanto juicio y tanto acierto.

Una tarde, hablando con un amigo nuestro, decía Luisa refiriéndose a las deudas:
-Cuando se debe dinero, no se puede vivir; porque todos los días viene cada uno a pedir lo suyo, y es una fatiga. No, no; yo no quiero deber un céntimo a nadie.

¡Pobre niña! Aun no ha visto seis veces florecer los almendros, y ya comprende las luchas y las amarguras de la vida.

Hablando después del cielo, y del lugar de las tinieblas, dijo ella:
-Yo quiero ser muy buena; porque así no iré al infierno.
-¡Cómo Luisita! -dijo nuestro amigo-. Tú que tienes tanto talento, ¿crees que hay infierno?, ¿lo crees tú eso?
-Sí que lo creo -dijo la niña encogiéndose graciosamente de hombros. Nuestro amigo le hizo entonces muchas reflexiones sobre esa absurda creencia, y al fin dijo Luisa con vibrante y marcada intención:
-¡Bueno! Ya está bien todo lo que usted me dice, y lo creo así; pero si mi papá y mi mamá me dicen: Sí, Luisita, si, hay infierno; yo… ¿Qué he de decir?, ¿Qué quiere usted que haga? Decir que hay infierno… porque lo dicen ellos.

– Y la mirada de Luisa se iluminó con los destellos de la burla más fina y de la más delicada ironía…
Aquel ser tan pequeñito ya conoce que debe respetar a sus padres; pero al mismo tiempo se ríe de la credulidad de aquéllos, y se doblega a ella, por obediencia, pero no por convicción.

Vemos de vez en cuando a una niña que tendrá siete inviernos, y es la desesperación de su madre por su travesura, por su desobediencia, y por contestar siempre que la riñen con una oportunidad, con una lógica sorprendente; pero todos sus defectos son compensados por tener un excelente, un gran corazón.

Es muy amiga de hacer el bien, sin cansarse nunca de hacerlo. Por las tardes se sienta en el balcón a merendar; pero si ve pasar a un pobre , se levanta rápidamente, baja como una flecha la escalera, y le da al mendigo la mitad de su merienda.

Acostumbra ir con su madre todas las mañanas a la plaza del mercado, y siempre observa que su madre da dos cuartos a un moro anciano que pide limosna.

Una mañana vio que su madre pasaba por delante del mendigo moro sin darle la moneda de costumbre, y le dijo:
-Mamá, hoy te olvidas del pobre del turbante.
-No me olvido, no; pero es que hoy no tengo cuartos sueltos.
-No, mamá, no puede pasar.
-Sí…, pues mira, yo no me puedo volver dinero; no me ha quedado ni un céntimo.
-Pues si no te queda ni un céntimo, le daremos pan – Y con admirable soltura sacó un panecillo del cesto, lo partió por medio, y puso dentro de un hoyito que hizo en una de las dos mitades un pedacito de chocolate que ella se iba comiendo, lo unió a la otra mitad y se lo dio al pobre, diciéndole:
-Toma; come, que está bueno, y adiós, hasta mañana.
-Muchacha, ¿Qué has hecho? -dijo su madre-; le has dado el panecillo que llevaba para tu padre.
-¿Y qué querías que hiciera? ¿No ves que el pobre nos esperaba? Yo he reparado otras mañanas que en cuanto le das los dos cuartos se va al puesto de pan que hay enfrente y compra un panecillo, y hoy, si el pobre nos esperaba, ¡mira qué triste se hubiera puesto!… ¿Te gustaría a ti, que papá nos dejase un día sin comer?
-No, no me gustaría.
-Pues mira, ese pobre es de carne y hueso como nosotras; por eso es necesario que te acuerdes de guardar dos cuartos cada día para él.
Su madre, por oírla, siguió diciendo:
-No pienses; aunque no le demos limosna no pecamos.
-¿Que no pecamos? ¿Pues no dice el Señor, no hagas a otro lo que no quieras para ti?
-Pero ese pobre no es como nosotros; no es cristiano, es moro.
-¿Y qué? ¿No mantenemos a los animales que no saben nada? Pues más justo es que favorezcamos a los racionales, sean quiénes sean.
¡Cuán bien comprende la pequeña Emma el modo de practicar la caridad! ¡Qué lección dio a su madre tan bien dada!

Estos tres seres, Enrique, Luisa y Emma, serán tres tipos legítimos del siglo XX. El primero será un buen racionalista, la segunda cumplirá fielmente con su deber, la tercera será la caridad en acción. ¡Cuán hermosa trinidad!

Cuando vemos muchos niños reunidos, los contemplamos y decimos: ¡Cuántos grandes hombres para el porvenir!

Porque, sin duda alguna, la generación que nos sigue es mucho más adelantada que la nuestra.

El mañana de la humanidad es espléndido, es verdaderamente grandioso. ¡Vivir siempre! ¡Progresar siempre! ¡Cuán grande y cuán bueno es el esperar los asombros del progreso humano!

Una eternidad sin limites… y mundos innumerables donde poder trabajar, donde poder vivir con ese noble anhelo de acercarnos con nuestras virtudes a lo más hermoso, a lo más sublime, a la ciencia y a la caridad, que son los atributos del sentimiento humanitario.

¡Niños! ¡Flores de la vida! ¡Creced! ¡Engalanad con vuestras virtudes el árido desierto de este mundo!
¡Sonreíd! Vuestra sonrisa es el ósculo de paz que los espíritus invisibles envían a la raza humana!


Amalia Domingo Soler

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