He aquí una palabra que se pronuncia con alborozo, con admiración, con tristeza, con dulce esperanza del creyente, y con todos los tonos que tiene la voz humana para expresar lo que siente el alma.

Los labriegos, los navegantes, los sabios naturalistas, todos aquellos que con la luz del día emprenden importantes trabajos, saludan alborozados los arreboles de la aurora diciendo: «¡Qué mañana tan hermosa!»

Los desheredados, los mártires de la Tierra, los que comen hoy y nada les queda para el día siguiente, dicen con amargura: «Hoy he comido; pero mañana… ¡quién sabe!»

Los místicos, los que viven fuera de este mundo soñando con cielos y bienaventuranzas eternas, dicen: «La vida de aquí es un soplo; la vida de mañana es la que hay que asegurar con buenas obras, o sean actos de verdadera contrición».

Los indolentes, los perezosos, los que dudan y vacilan en tomar una resolución, murmuran: «Mañana será otro día; lo que es hoy no estoy para resolver nada, esperemos a mañana».

Y…¡cuántas buenas obras dejan de hacerse por dejar para mañana lo que debíamos de hacer hoy, trayendo a veces fatales consecuencias para el que debía ser favorecido y el que había de representar el sagrado papel de protector!

Estas consideraciones me recuerdan una conversación que tuve hace algunos días con un médico espiritista que acaba de dar la vuelta al mundo para estudiar la mejor manera de curar la locura, y contándome uno de sus ensayos, me dijo lo siguiente:
-Me hablaron que en uno de los cementerios de una gran ciudad se pasaba una gran parte del día una señora que tenía perturbadas sus facultades mentales, pero que era una loca completamente inofensiva, y su familia no quería someterla a ningún tratamiento, temiendo empeorarla, esperando que el tiempo, más sabio que los hombres, obraría en la enferma un cambio favorable.

Con estos antecedentes, me fui al cementerio indicado una mañana, y en el lugar destinado a la fosa común encontré a una mujer de mediana edad, vestida con elegante sencillez.

En su diestra llevaba una sombrilla blanca, cerrada, que le servía de bastón; daba algunos pasos y se detenía, comenzando a escarbar con la contera de la sombrilla la tierra removida, murmurando algunas frases, que al pronto no comprendí; la seguía a respetuosa distancia un lacayo con librea blanca, que tenía sumo cuidado que la señora no le viera al dar la vuelta.

Yo, por el contrario, me puse en mitad de su camino y le saludé cortésmente; ella me miró y correspondió a mi saludo; me puse a su lado con ánimo de pasear juntos; mas ella se detuvo y comenzó a escarbar de nuevo, haciendo yo lo mismo con mi bastón; al ver la pobre loca lo que yo hacía, se acercó a mí con el mayor cariño, diciéndome con voz dulcísima:
-¿Tú también llegaste tarde?
-Sí, también.
-¡Cuánto se sufre!… ¿Verdad?
-No hay contrariedad que le iguale.
-Tienes razón; yo desde aquel día ni duermo ni sosiego – y la pobre loca se llevó la mano izquierda a la frente, como si quisiera contener el turbión de sus pensamientos.

-Cuéntame por qué llegaste tarde al punto que deseabas – le dije mirándola fijamente, tratando de dominarla con la fuerza de mi voluntad.

-Ya verás: Julia estaba en el Hospital; era una pobre joven que vivía frente a mi casa, y que sin tratarla, la quería; me pasaba horas y horas viéndola coser a la máquina (pues se mantenía de su trabajo).

Un día me acerqué al balcón de mi gabinete y no la vi detrás de los cristales de su ventana; miré por la tarde, a la mañana siguiente, unos cuantos días más, hasta que se me ocurrió mandar a preguntar por ella, y entonces me dijeron que estaba en el Hospital.

«¡Pobre Julia!, exclamé con tristeza; iré a verla; desde que no la veo junto a su ventana, parece que en mi gabinete falta algo; mañana iré a verla».

Al día siguiente amaneció nublado, tanto, que a pesar de ir siempre en coche, tuve pereza de salir de casa; pasaron algunos días más, todos nublados y lluviosos, y mirando a la ventana de Julia, siempre repetía lo mismo: mañana iré a verla.

AL fin llegó el día deseado; fui al Hospital, y al preguntar por Julia, me dijeron: -Ya está enterrada. -Dejadme ver la cama donde murió-. Me acompañaron hasta el lugar donde la joven había exhalado el último suspiro, y su lecho no estaba vacío; Julia estaba en él, envuelta en su sudario blanco y sus manos cruzadas atadas con una blanca cinta, con los ojos abiertos, como si me estuviera diciendo: -«Te esperaba!» – Caí de rodillas pidiéndole perdón por mi tardanza, me rodearon las enfermeras, me hicieron levantar, y yo les dije: -Dejadme, que Julia está ahí esperándome: la veo tan perfectamente como os veo a vosotras.

-¡Está loca!… ¡Está loca!…, dijeron algunas voces; y que quise, que no quise, me condujeron a mi carruaje, acompañada de dos médicos.

Yo jurando y perjurando que había visto a Julia, y los médicos diciendo que yo veía visiones, que Julia estaba enterrada y mal podía estar de cuerpo presente.

Estuve algunos días enferma, y en cuanto pude, me vine al cementerio y removí la tierra para ver si la encontraba; ¡inutil tarea! La busco y no la encuentro, y hasta que la encuentre no he de parar.

Yo la reconoceré entre mil.
-Pues yo te llevaré donde la podrás ver sin necesidad de pasarte los días en el cementerio.
-¿De veras?
-Lo que oyes; ahora vamos a tu casa.
Salimos del cementerio; me puse en relación con el lacayo, diciéndole mi profesión, y subí al coche con la enferma; llegamos a su casa y hablé con sus hermanas (personas muy finas), a las que les dije lisa y llanamente que yo me comprometía a curar a su hermana, que nada quería por mi trabajo, únicamente que me dejasen estudiar su enfermedad, asegurándoles que no le haría tomar ninguna medicina.

La familia (tuve suerte), aceptó mis proposiciones, les caí en gracia (como se suele decir), y al día siguiente fui con la enferma y una de sus hermanas al Hospital donde murió Julia.

Pedí que nos llevasen a la sala, y ante el lecho donde expiró aquella; la cama en cuestión estaba vacía, pero la pobre loca, al llegar, dio un grito de inmensa alegría, diciendo:
-¡Gracias al cielo que te encuentro!…

Y cayó de rodillas derramando abundantes lágrimas.

Hice que se alejaran, y yo solo me quedé junto a ella, que decía sollozando: -Perdóname, Julia; tú vivías en mi memoria; yo sentía tus penas, y siempre me decía al acostarme: «Mañana iré a verla, ¡mañana!» ¡Ay!… ¡Qué tarde vine! ¡Cómo te encuentro… muerta! ¿Pero cómo estando muerta estas aquí y tienes los ojos abiertos? ¿Esperas quizás que yo te los cierre?
Y levantándose, hizo el ademán de cerrarlos, y luego los besó, diciéndome con la mayor sencillez:
-Ya podía yo buscarla en el cementerio y estaba aquí. ¡Pobre Julia! Esperaba que yo viniese a cerrarle los ojos. Como por encanto ha desaparecido. Ya no está aquí.

Más de seis meses me detuve en aquella ciudad, hasta dejar curada completamente a la que todos creían loca, que en realidad lo que trastornó a la pobre señora fue la ignorancia de cuantos la rodeaban.

Aquella señora era «médium» vidente; desde niña había visto lo que no veían los demás; pero nadie de su familia se preocupó nunca de lo que ella veía; le llamaban romántica y soñadora; de organismo endeble, de constitución enfermiza, muy sensible, muy impresionable, todos los suyos la consideraban como un ser excepcional; la querían muchísimo, la mimaban a porfía, y la «médium» seguía viendo sin utilidad ninguna, ni para ella, porque no se lo explicaba satisfactoriamente; ni para los demás, porque creían que eran delirios de su imaginación calenturienta.

Cuando murió Julia, su espíritu indudablemente no se apartó de su lecho mortuorio, y la médium vidente la vio al llegar, lo que nada tenía de extraordinario, sino que era la
cosa más sencilla y más natural para los que estuvieran al tanto de los fenómenos espiritistas; pero desconociendo la supervivencia del alma y lo turbado que se queda el espíritu según el lugar y las condiciones en que deja su envoltura, dio lugar a una serie de escenas dolorosísimas entre la «médium» vidente (que llegó a enfermar de veras) y su familia y cuantos médicos la visitaron.

Gracias a que sus deudos la querían muchísimo y que su locura era inofensiva, resultado de todo este cúmulo de circunstancias que se libró de ir a un manicomio, y yo pude arrancar una víctima de las garras de la ignorancia.

Hoy la «médium» vidente y su familia todos son espiritistas convencidos; ya ve usted, amiga mía, qué malas consecuencias suele traer la costumbre arraigada de la mayoría de los hombres de decir ante la ejecución de una buena obra; «Lo haré mañana».

¡A cuántas consideraciones se presta el relato del médico espiritista!

Dichoso él que se ha propuesto curar la locura motivada (muchas veces) por el desconocimiento absoluto de las leyes naturales que no otra cosa son los llamados fenómenos espiritistas.

No guardemos para mañana estudiar las verdades que encierra en sus científicas enseñanzas el Espiritismo.

Amalia Domingo Soler

Sus más hermosos escritos