Hay seres en este mundo que parece que nacieron en «mes negro» (así llaman los irlandeses al mes de noviembre) y que escogieron para hacer su entrada en la tierra el «fatídico» viernes o el «aciago» martes: tantas son sus penalidades, tantos sus azares y angustias.

Entre estos desheredados, entre estos mártires, figura en primera línea una pobre mujer que conocí en una de las épocas más tristes de su vida, cuando la muerte le había arrebatado a su esposo, dejándole por herencia seis hijos, el mayor de catorce años, y una miseria espantosa, una de esas situaciones dificilísimas en que a dondequiera que se mire no se ve más que simas insondables.

Dormía una noche la infeliz Juana tranquilamente, en compañía de su esposo; éste se levantó de madrugada, tratando de no hacer ruido, pero su esposa se despertó, no causándole la menor extrañeza que su marido se levantara tan temprano, puesto que tenía costumbre de comenzar su trabajo antes que la rosada luz del alba tiñera el horizonte con sus nubecillas de zafir y grana.

Por algo inexplicable, a pesar de que no dio la más leve importancia a la acción de su marido de abandonar el lecho cuando aun las sombras de la noche extendían su manto sobre una parte de la tierra, Juana sintió una sensación extraña cuando su compañero le dijo: «Abrígate, mujer, que hace frío, y duerme tranquila, que aun tardará en amanecer».

Salió Pedro de la estancia, y Juana, obedeciendo la indicación de su esposo, se envolvió en la manta y trató de conciliar el sueño, pero fue su empeño vano: comenzó a sentir angustia; el calor la sofocaba, sin embargo de estar en pleno invierno; luchó más de una hora en una como somnolencia agitadísima, hasta que al fin hubo de exclamar con angustiosa voz:
-¡Pedro! ¡Pedro!… dame un vaso de agua; no sé qué tengo… Juana esperó algunos segundos; volvió a llamar a su marido, y nadie le contestó; entonces, dominada por un temor indefinible, se levantó y recorrió apresuradamente su pequeña morada, sin encontrar a Pedro.

Salió al portal, convertido en taller de carpintería, y como la lámpara que pendía del techo estaba a media luz, no vio de pronto el cuerpo de su marido, que se balanceaba delante de la puerta de entrada.

El infeliz se había ahorcado. Al descubrirlo, con la rapidez del rayo, cogió una herramienta y cortó la cuerda, cayendo entonces Pedro contra el pecho de la desdichada, que rodó con su carga por el suelo.
A los gritos horribles de Juana, se despertaron los niños y todos se levantaron, encontrando a su padre muerto y a su madre desmayada.

¡Qué cuadro más espantoso!… En ninguna novela de folletín se describió jamás una escena tan sombría y aterradora. Cuando Juana recobró el conocimiento, el cadáver del padre de sus hijos no estaba allí: la justicia había cumplido con su deber llevándose al suicida.

II

Desde entonces la pobre Juana se ha ido consumiendo lentamente. Algunas veces viene a verme para contarme sus cuitas, y al mirarla no puedo menos de decir interiormente «¿Qué valen las imágenes de las Dolorosas en comparación de este rostro macilento, de estos ojos hundidos, enrojecidos por el llanto, cuyas miradas revelan un sufrimiento inagotable?»

La última vez que la he visto, la encontré más triste que de costumbre.
-¿Qué tienes? -le pregunté-; ¿qué nueva calamidad ha caído sobre ti?
-Desde que murió mi marido, ni una sola vez he podido sonreír. La miseria más horrible me ha hecho sentir todos los tormentos del hambre, del frío; las amenazas y los insultantes desprecios de mis acreedores me han humillado y abatido; más de una vez no he sabido dónde guarecerme al llegar la noche; pero todo lo he sufrido con resignación; con todo me he conformado, pensando que puesto que tal suerte tengo, debo tenerla merecida; pero, ¡ay! la pérdida que ahora acabo de experimentar, me ha llegado al alma de tal modo, que no me explico lo que siento.

Yo creí, después de la desgracia de mi esposo, que ya nada me haría llorar en este mundo; que sería insensible a toda desgracia, a toda muerte. ¡Lloré entonces tanto, que podía creer agotado el manantial de mis lágrimas! ¡Yo no sabía cuánto se quiere a los hijos! ¡Ignoraba que pudiese haber palabras pronunciadas por un niño que no se olvidasen nunca!…
Y la pobre Juana, al decir esto, se cubrió el rostro con las manos y comenzó a sollozar con el más profundo desconsuelo.

Dejé que llorase cuanto quiso. El raudal del llanto me inspira más veneración que todos los ríos sagrados de las religiones. El agua del dolor es una lluvia bendita que regenera al espíritu más culpable y presta nuevo aliento al ser más abatido.

Juana lloró largo rato, y cuando se tranquilizó, le dije:
-De tus palabras infiero que alguno de tus hijos ha dejado de existir.
-Sí, uno que tenía cinco años: el pobrecito ha muerto, se puede decir, de hambre. Como yo siempre estoy enferma y el hijo mayor gana tan poco, nuestra alimentación es insuficiente. Me aconsejaban que pusiera en un asilo de beneficiencia a los dos más pequeños; pero Emilio, que es el que se ha muerto, si alguien hablaba delante de él de encerrarlo para que estuviera mejor, se agarraba a mi vestido y decía con voz muy grave: «No, yo no quiero salir de mi casa; yo no soy pobre, porque tengo a mi madre».

Cuando se puso enfermo, hablé de llevarle al Hospital, donde no le faltaría, como a mi lado, lo indispensable para su curación. «No, madre mía -me dijo-, no me separes de ti, si he de morir, quiero morir en tus brazos».

La mañana del día que murió, vino a verme una señora. Salí de la habitación un momento, y oí que mi hijo le decía:
-Señora, ahora que no está mi madre voy a pedirle un favor.
-¿Qué quieres, hijo mío? – le contesto ella, acercándose a la cama.
-Quiero que me deje usted unos cuartos para comprar un pan muy grande…
-¿Tanta gana tienes?
-¡No! ¡si no es para mí! es para mi hermanita: le gusta mucho el pan Yo no necesito de nada, porque hoy mismo «¡me voy al cielo!»

Y al oír aquellas palabras, no pude contenerme: corrí y me abracé a mi hijo que se incorporó para decirme: «No llores, que ¡me voy al cielo!». Y efectivamente, abrazado a mí se quedó muerto, sonriendo como nunca le había visto sonreír.

¿Querrá usted creer que estoy oyendo siempre las palabras de mi hijo? Lo repito: a todos los dolores me he resignado; pero esta pérdida me ha trastornado por completo. Momentos hay en que dudo de todo. Mi vida es un infierno horrible. ¡Cuántas veces recuerdo que mi hijo abrazado a mí me decía:
-Dime que me quieres mucho, ¡madre mía! y dame muchos, besos, que cuando tú me besas… no tengo hambre…
Jamás olvidaré sus últimas palabras: «Yo no necesito nada; ¡me voy al cielo!»

II

¡A cuántos comentarios se presta este verídico relato! Si no hubiese un pasado y un mañana en la vida del espíritu, habría que enloquecer pensando en esa causa desconocida que a algunos seres como la desventurada Juana, al darles la vida, les da por patrimonio el dolor y la desesperación.

¡Pobre madre! Ella dice que no puede olvidar las últimas palabras de su hijo.

También a mí, desde que Juana me contó tan triste y conmovedor episodio, me parece a veces estar oyendo una voz dulcísima que murmura en mis oídos: ¡me voy al cielo!

Amalia Domingo Soler

Sus mas Hermosos Escritos