
Siguiendo nuestros estudios en la sociedad, vamos a dar algunos consejos a una joven del pueblo; antes, para que comprendan mejor nuestros lectores, contaremos el incidente que dio margen a que estampáramos en un papel nuestras ideas.
Hallándonos en una reunión observamos lo siguiente. Entre los individuos que nos rodeaban reparamos en una joven que a lo más tendría veinte años. Su rostro expresivo se animaba al contemplar a un hermoso niño que sostenía en sus brazos, y al que daba ese primer néctar de la vida, con ese arrobamiento, con esa íntima ternura, con que las madres amamantan a sus hijos.
Una mujer simpática, de mirada inteligente, estaba sentada junto a ella, y le miraba con esa dulce fijeza que revela el cariño, parecía que tenía celos que el niño recibiera la vida de otro ser, que no fuera ella, y cuando aquel se separaba del pecho de su madre, lo tomaba en sus brazos y exclamaba con santa satisfacción:
-A mí me quiere mucho el niño, si su madre no le diera de mamar ni se acordaría de ella.
La joven la miraba sonriendo, y nosotros admirábamos aquella hermosa rivalidad del cariño, aquel amor profundo de la familia, aquella ternura suprema: que es la vida de la vida.
Todos enmudecimos para escuchar la lectura de un artículo, que leyó una mujer; cuando esta concluyó de leer, murmuró por lo bajo la joven madre:
–¡Ay! Qué bien está eso, como me gusta; y su compañera le dijo con esa sencilla admiración que distingue a las almas buenas.
–¿Te gusta? No te decía yo, que aquí se oyen cosas muy bonitas. Y mira, eso lo ha compuesto la misma que lo ha leído.
–¡Sí!…
–Sí, sí; esa señora es de las que escriben novelas y versos…..
–¡Ay! ¡Quién fuera como ella!
–No te figures, ahí donde la ves es pobre, no tiene a nadie, está sola, sin padre ni madre.
–Y que me importaría a mí eso, ¡Sabiendo lo que ella sabe!
Nosotros la miramos con esa dulce compasión con que se mira a los niños que no saben lo que quieren, y entonces no le dijimos nada, para no perder ni un detalle de aquel idilio de familia, de aquel cuadro encantador.
Supimos que aquella joven, sola en el mundo, se había ganado honradamente su subsistencia, un hombre la vio y la amó, y más tarde contrajo matrimonio con ella, el niño que tenía en sus brazos era el primer fruto de su dichosa unión, y la madre de su marido era la excelente mujer que le disputaba el cariño del hermoso ángel que las dos acariciaban con maternal ternura.
La sonrisa de la paz iluminaba aquellos semblantes, y algo risueño, puro y tranquilo, se encontraba entre aquellos seres verdaderamente felices.
Cuando se fueron, la figura de la joven, reapareció en nuestra mente, y sus palabras resonaron con más claridad en nuestro oído, y una fuerza desconocida nos impulsaba a dedicarle un recuerdo. Nos hemos dejado llevar por ella, y trazaremos a continuación unos cuantos pensamientos que brotaron al calor de un deseo juvenil rico de entusiasmo, y de impremeditación.
Joven que hoy vives entre las flores de la vida, escucha el consejo de un ser, que pretende estudiar en el corazón humano.
En este planeta de expiación, donde el Espíritu dichoso es un condenado a muerte, el goce íntimo de la familia, es la única dicha real y positiva que hay en el mundo.
No te negaré que esta felicidad, casi siempre se compra con lágrimas, que no hay madre que no llore la pérdida de uno o de varios hijos, pocas, muy pocas, dejan de pagar ese tributo; pero como tras de la tempestad viene la calma, la mujer que se crea una familia tiene dolores supremos, pero tiene en recompensa goces tan puros, tan legítimos, tan sagrados, que superan a todas las glorias de la Tierra, así pues: no envidies a nadie, que tú has alcanzado poseer la suma de felicidad que Dios ha concedido a las mujeres de este mundo.
Ten en cuenta que la mujer, tiene una gran misión que cumplir, y sólo la cumplen debidamente aquellas que ejercen el sacerdocio de la familia. El Espíritu al tomar la envoltura femenina, se envuelve en ese débil ropaje para aprender a sufrir y amar, para ejercitar su paciencia, para ser la protección de los pequeñitos, para ser tolerante y armonizarlo todo. La mujer es un compuesto de encantadora flaqueza y de arrebatadora energía; con su súplica nos desarma, y con su mandato nos seduce, y todas estas prerrogativas, todos estos encantos se desenvuelven en el seno de la familia.
Este es el templo donde la mujer tiene su culto, y donde ella se engrandece, en su casa, en su hogar; allí está en su centro, allí está en su mundo, y todas las mujeres que viven fuera de ese santuario, compadécelas; o son espíritus rebeldes que han venido únicamente a sufrir, porque tenían muchas deudas que pagar, o son espíritus ligeros que no han sabido cumplir los deberes de su misión, y son una especie mixta, que no tiene vida propia, ni en la Tierra ni en el aire ni en el agua. A veces estos seres múltiples, sin punto fijo, suelen servir de guía a los demás, no por su proceder, sino por su predicación, y vistos de lejos encantan, y trazan la senda de muchas existencias sin haber sabido trazar la suya.
¡Quizá Dios en su misericordia infinita permite que los buenos espíritus inspiren a estos seres a predicar la ciencia y el amor; para que su encarnación les sea provechosa y no pierdan todo el tiempo empleado en ella!
Estas almas, tienen el destino de la antorcha como dijo Sellés: ¡Dan la luz, el calor, y se consumen! ¡Así pues, cuando te oímos decir, con esa espontaneidad que solo tiene la juventud: ¡Ay! Quién fuera como ella!… refiriéndote a una mujer que escribe en prosa, y en verso, y al hacerte presente que era pobre, y sin familia, exclamastes con ese entusiasmo de la inexperiencia: ¡Y qué me importaría eso, sabiendo lo que ella sabe!
¡Inocente! Tú crees que esa mujer sabe mucho, y tú has sabido más que ella, tu Espíritu ha sido más práctico, y más inteligente, y de mejores condiciones que el suyo, puesto que tú has sido merecedora de formarte una familia, y de vivir tranquila, en medio de una humanidad que según dice Emilio Souvestre: “Nos amamos lo estrechamente necesario para sufrirnos, y nos perdemos sin desesperación”. El escritor francés afirma una gran verdad, la generalidad de los hombres, nos toleramos unos a otros, pero no nos queremos.
¡Cuán pocas veces en la vida se tiene la seguridad de llegar a una casa cuyos moradores estén impacientes por vernos! Antes al contrario, lo que suele suceder, es que al escuchar nuestra voz murmuran contrariados ¡Qué fastidio! Y luego nos reciben con los brazos abiertos, se resignan con nuestra visita, y sigue la tolerancia de la vida. Por esto, noble joven, alma sencilla y buena, que en medio de tu libre albedrío has sabido conquistarte el amor de un hombre, la consideración social, y los tiernos lazos de una familia, no envidies a nadie, que tú posees la suma de felicidad que merecen los espíritus felices en la Tierra.
Aquí no hay más; la dicha de la mujer tiene su límite en el amor de su marido, y en las caricias de sus hijos; como en este planeta la rosa de más fragancia, es la que tiene más espinas, la tranquilidad conyugal, es la que se turba más fácilmente, porque hay mil causas para ello; desde el más leve detalle, hasta el suceso más terrible, que es la pérdida de un ser querido: pero en estado normal, cuando el hombre desea llegar a su casa, y su mujer le espera con dulce impaciencia, diciendo al verle: Ya estaba con cuidado; hasta el niño te busca con los ojos, y le presenta a su hijo que le tiende sus bracitos sonriendo… esos momentos son la apoteosis de la felicidad, y esta felicidad tú la tienes, no envidies a nadie.
Ruega más bien por esos seres que deleitan a los demás, y no guardan para ellos más que la soledad.
Se cuenta que un actor cómico, si mal no recuerdo, del teatro inglés, tenía el poder mágico de sostener la hilaridad de los espectadores mientras él estaba en escena. Un día este hombre que era la alegría de los demás, fue a ver a un médico y le dijo:
–Yo vengo a ver, si Vd puede curarme una enfermedad moral, que me consume hace muchos años, y que al fin se relaciona con mi cuerpo, porque me faltan las fuerzas hasta para andar.
El médico le habló de varios remedios, le aconsejó que viajara, y por último le dijo.
–Hombre, vaya Vd a ver a ese actor cómico tan célebre, tal vez sus agudezas le hagan reír.
–¡Ay! Contestó el enfermo, esa distracción está negada para mí, yo soy esa celebridad, y no puedo hacerme reír.
Pues bien, ese cuento se puede aplicar a todos los seres que tienen alguna irradiación; no creas que los escritores, la mayoría de ellos ven la luz que difunden; son espíritus que sufren grandes pruebas, son almas muy enfermas, que en sus horas de fiebre, cuentan sus penas a la multitud.
Su adelanto intelectual ha superado a su progreso moral, y por esto muchos de ellos viven solos, y cuando forman familia suele acontecer que sus extravíos desatan los lazos y siguen su vida aventurera, diciendo el mundo ¡Cosas de los Genios!
No; vano subterfugio, no son cosas de los genios; es el desequilibrio entre la ciencia y la moralidad.
La instrucción y el talento no son incompatibles con el amor.
Sócrates fue un gran hombre y es proverbial su paciencia evangélica, con el carácter irascible de su mujer.Víctor Hugo es una de las celebridades contemporáneas, y fue un modelo de amor paternal.En los hombres no hay excentricidades; lo que tienen son defectos, hijos de su inferioridad.
Adiós querida niña; da gracias al Eterno por lo bien que has sabido emplear tu tiempo haciendo adelantar a tu Espíritu.
Vive tranquila en tu humilde rincón, desconocida de todos, pero amada profundamente por tu marido, y cuando eleves tu plegaria a Dios, ruega por esos seres que saben tanto, que muchos de ellos no son otra cosa más que médiums escribientes que sirven de intérpretes a otras inteligencias. Si la noble envidia del engrandecimiento de tu ser se apodera de ti, envidia en buena hora a la mujer que se sacrifique por la humanidad, principiando por su familia, y acabando por el último mendigo que gime en un hospital, porque esos espíritus fuertes son nobles héroes en la Tierra, y ángeles de luz, en la eternidad.
No ambiciones tener un gran talento, prefiere ser buena, y que cuantos te conozcan admiren tu gran corazón.
Ciencia y caridad son las substancias de que se compone la vida; pero nunca tenemos igual dosis de esos principios infinitos; somos dueños de elegir a placer, más del uno que del otro; la perfección consiste en ser buenos y sabios, pero no olvides jamás mi consejo, entre las dos calificaciones de mujer buena, y mujer sabia; ruega a Dios que mañana cuando dejes la Tierra, al recordarte tu familia y tus amigos, exclamen con melancólica ternura:
¿Por qué se habrá ido?
¡Era tan buena!
Amalia Domingo Soler
La Luz del Camino