Para ti , Señor, nunca es tarde.

¡Gloria a ti, fundador de los siglos! gloria a ti…! ¡El tiempo es tu apoteosis! ¡Gloria a ti, Suprema Sabiduría, que mides el fondo de la conciencia con la sonda de tu tolerancia!

¡Cuánto te amo, Señor! ¡Cuánto te admiro! ¡Tú todo lo precaves! ¡tú todo lo previenes! ¡tú todo lo presientes! ¡tú todo lo ves! ¡porque tú eres la luz! ¡tú nunca dejas el vacío entre los hombres; cuando un árbol seco se derrumba bajo el hacha cortante de la muerte, nuevos retoños florecen en torno del anciano de los bosques!

Lo estoy viendo en torno mío. Yo que durante muchos años he sido la sombra protectora de algunos seres atribulados, desde el apartado rincón de esta aldea conozco que pronto comenzará la tribulación para mí; porque dentro de poco o habré dejado la tierra o seré un pobre viejo sin vigor ni energía, con la imaginación conturbada entre los recuerdos del pasado y los presentimientos del porvenir.

Seré otra vez niño y como en mis primeros años, buscaré los rayos del sol porque siempre he creído que viéndome cubierto de luz estaba más cerca de Dios.

¡Oh, la luz! ¡la luz es tan hermosa…!

Yo deseaba la muerte y la temía, porque miraba en torno mío, y al ver a tantos hombres dominados por el vértigo de la tentación, veía que mis consejos les eran necesarios, y pedía a Dios pusiese en lugar mío alguien que siguiera mi trabajo en mi querida aldea; y como Dios concede cuanto se le pide para el progreso de la humanidad, ha puesto a María, a esta sacerdotisa del pueblo, a esta mujer singular que por sus condiciones especiales está llamada a regenerar un planeta…!

¡Gracias, Dios mío! ¡ya no estoy solo, ya puedo dormir el sueño de las tumbas! ¡ella queda en lugar mío! ¡Ella! ¡llena de vida, de juventud y de amor! Ya no pecaré de egoísta si alguna vez deseo apresurar el momento de mi partida.

¡Hace tanto tiempo que no he visto a la niña de los rizos negros…!

¡Perdóname, Señor, si pienso en mí cuando aún no me pertenezco!

Tengo aún que hacer en la tierra: Rodolfo me necesita; tiene tisis en el alma; la consunción se apodera de su espíritu, y la inacción consume su cuerpo.

¡Pobre, pobre hijo mío…! Hijo mío, sí; bien seguro estoy que ha llevado mi nombre y he mecido su cuna. ¡Qué malo es ser malo! ¡Cuánto le compadezco! ¡Ya está despierto, ya conoce que no ha vivido! y tiene sed de vida. ¡Pobre desgraciado!

Anoche mismo, ¡cómo se lamentaba hablando con María de la soledad de su existencia…! ¡Y cuan bien ella le consoló! ¡Él la ama, él siente por María un amor desconocido, él ve en ella no a la mujer, a la madre; él la admira como la admiramos todos, y parece que se tranquiliza cuando habla con ella! Otras veces se aterra porque parece que escucha una terrible profecía.

¡Qué inspirada estuvo anoche María! Sin duda alguna, sirve de intermediaria a espíritus superiores, porque el bullo de sus ojos, su entonación profética, algo que resplandece en torno suyo, todo me inclina a creer que se comunican con ella los Espíritus del Señor.

¡Qué elocuencia! ¡qué sentimiento! ¡qué convicción!

Yo disfruto cuando la oigo hablar. Anoche en particular estuvo inspiradísima. Llegó Rodolfo antes que ella y se sentó sombrío y meditabundo; yo me acerqué a él y le dije:
—¿Qué tienes? Te encuentro más triste que de costumbre.
—No digáis que estoy triste; lo que estoy es desesperado.
—¿Qué te pasa de nuevo?
—De nuevo, nada; todo en mí es viejo. Es que ya no puedo resistir el enorme peso de la vida.

Si no fuera por esa maldita influencia que ejercéis sobre mí, os aseguro que volvería a la Corte, de intriga en intriga, y de crimen en crimen al menos viviría, porque aquí no vivo.

—No vives porque no quieres.
—Porque no quiero… me hacéis feliz. ¿Y qué diablos queréis que haga si en todas partes me encuentro mal? Lo único que disipa un poco las nubes que oscurecen mi pensamiento es la hija de Luisa; cuando esa niña sonríe y me cuenta muchas cosas, entonces me parece que no estoy en este maldito mundo; pero de pronto me asalta un recuerdo y pienso en su madre, que es de otro hombre, que aquella misma niña que me encanta es fruto de su amor, y la envidia corroe mi alma, y creo que es más feliz que yo el pordiosero si en medio de su miseria se ve amado.

—Sin duda alguna que es más dichoso que tú.
—Y después de ese convencimiento, después de comprender que estoy maldito de Dios, ¿Cómo demonios queréis que viva? ¡Necio, necio de mí, que os he escuchado pero aún no es tarde, y creo que aún me volveré a la Corte; porque la vida contemplativa es buena para los santos, padre Germán, para vos, por ejemplo, que miráis vuestra vida pasada y no tenéis de qué avergonzaros, pero para los réprobos no se han hecho las meditaciones.

—Pues éstos son los que necesitan meditar —exclamó María, que había escuchado las últimas palabras de Rodolfo.

Éste, al oír su voz, se estremeció, y el rubor de la vergüenza coloreó su rostro. Tratando de sonreír, le alargó la mano, que María estrechó entre las suyas con efusión, y fijando en él su mirada magnética, le dijo con acento dulcísimo:
—¡Ingrato!

Rodolfo la miró fijamente con esa mirada que cuenta toda una historia y que pide todo un mundo, y ella, apoyando su mano en la frente de él, le dijo con maternal ternura:
—¡Serenaos, pobre loco!

Rodolfo, dócil como un niño, exhaló un profundo suspiro, con el cual se dilató su pecho, y levantándose se acercó a mí y me dijo sonriéndome:
—No temáis, padre Germán, no me separaré de vos; pero hay momentos…
—En que os volvéis completamente loco —dijo María, sentándose junto a mí—; porque sólo un loco dice que está maldito de Dios —Pues si no estoy maldito, al menos estaré olvidado —replicó Rodolfo con impaciencia—; porque en mi vida he hecho otra cosa que desaciertos. Así es que vivir me asusta y morir me aterra, porque si hay algo después… yo lo he de pasar muy mal.
—¿Que si hay algo después, decís? —exclamó María—. No hay algo, no; lo que nos espera es el todo. Esa existencia que lleváis no es más que una millonésima parte de un segundo en el reloj de la eternidad.
—Decís lo mismo que el padre Germán; y quiero, quiero creer a los dos… Pero, a veces…, os lo confieso, creo que los dos deliráis.
—Escuchadme—dijo María—, ¿Reconocéis en el padre Germán una gran superioridad moral sobre vos?
—Sí que la reconozco. ¿No la he de reconocer?
—¿Y por qué si él y vos habéis nacido del mismo modo, si habéis pasado por la infancia, por la juventud, y habéis llegado a la edad madura, él ha podido refrenar sus pasiones, y a vos las vuestras os han dominado, y os han vencido hundiéndoos en la degradación? ¿Por qué para él desde niño la luz y para vos desde el nacer la sombra? ¿No dice algo a vuestros sentidos esta notabilísima diferencia? ¿No os denuncia un progreso anterior? ¿una vida comenzada antes, continuada ahora, y que se continuará después? ¿Pensáis que la existencia del hombre se reducirá a unos cuantos años de locura, y, tras de un breve plazo, la nada y el olvido, o el juicio final y el último fallo sin apelación? ¿No veis que esto es imposible…?

—¿Imposible, decís? —replicó Rodolfo—. ¿Qué sé yo… qué sé yo…?

Pero es lo cierto que los que se van no vuelven. Al decir esto, una violenta sacudida agitó todo su ser, su rostro se contrajo, apoyó el índice en sus labios como si nos recomendara silencio, y escuchó aterrado algo que para él resonó; se levantó, corrió por la estancia en todas direcciones, como el que huye de una sombra; y María y yo pudimos retenerle.

Le hice sentar, apoyé su cabeza sobre mi pecho, y María se puso delante de él, diciéndole:
—¡Rodolfo! ¡Rodolfo! ¿Qué tenéis? Volved en vos.
—Los muertos vuelven… ¡qué horror! —acentuó Rodolfo con espanto, y se abrazó a mí como si huyera de un fantasma.

María le puso las manos en la cabeza, y parecía que de sus dedos salían hilos luminosos, desprendiéndose partículas de luz; mi pobre hijo se fue calmando poco a poco, y al fin dijo con voz apagada:
—¡No me abandonéis! ¡Soy muy desgraciado!
—¡Cómo te he de abandonar —le dije—, si sabes bien que te quiero con toda mi alma, que te he dicho muchas veces que si pudiera ir a la gloria, no entraría en ella mientras tú no pudieses venir conmigo! ¡aunque allí me esperara la niña pálida, la de los rizos negros…! Porque si ella es mi amor, tú eres mi deber.

Escucha, Rodolfo, escucha; oye bien lo que voy a decirte, mírame fijamente y graba en tu memoria mi imagen.

¿Me ves? En estos instantes estoy seguro de que en mis ojos brilla un fuego extraño, porque yo siento que la sangre hierve en mis venas, mis ideas adquieren lucidez: miro al espacio y veo la tierra.

Mira, una voz me dice que han pasado algunos siglos y veo un nuevo cuadro, te veo a ti, joven y vigoroso, vestido con el humilde traje del obrero, sonríes con tristeza, y vagamente piensas en mí, y no es extraño, porque voy muy cerca de ti.

No llevo el harapiento hábito que visto ahora, no; me cubre una túnica blanca, no te abandono ni un momento, voy siempre tras de ti.

Yo te hablo, yo te inspiro, yo te envío el alimento de mi voluntad, yo trabajo en tu progreso, yo infiltro en tu pensamiento el pensamiento mío, en tu ser vive mi alma, tú vives entregado inconscientemente a mi recuerdo, y esto sucede después de transcurridos muchos siglos.

Ya ves, hijo mío, si por largo tiempo estaré junto a ti… ¿Cómo quieres, pues, que te abandone ahora?

Pero dime: ¿Qué has visto, que corrías como un desesperado?
—Ha visto a su hijo —contestó María—; también le he visto yo. ¿Es verdad, Rodolfo?
—Sí que es verdad, sí; ¡oh! y si hubiera sido él solo… He visto a mi padre, al de Berta, a Elísea… a su marido… y he escuchado aquella carcajada tan cerca de mí… que aún, aún resuena en mis oídos.
—Calmaos —dijo María—, calmaos, sed razonable; vos mismo os atormentáis sin necesidad alguna. Cierto que sois desgraciado, pero no aumentéis vuestra desgracia con la ingratitud.

Decís que no sois amado, que los réprobos están malditos de Dios. ¡ingrato! ¡ingrato!

¿Y el amor inmenso del padre Germán en nada le tenéis? ¿Y mi leal cariño tampoco os satisface? Decid…

—¿Qué si no me satisface, decís? Cierto, no me satisface, no; porque yo os amo, sois la primera mujer a quien he mirado con religioso respeto; siento por vos lo que creo que hubiera sentido por mi madre; y al mismo tiempo quisiera que me amarais… De otra manera, yo no sé cómo explicarme de vos lo que quisiera, no sé lo qué quisiera, me avergüenzo de mí mismo, y…

—Comprendo lo que sentís —dijo María con acento melancólico—.

Tenéis que confundir necesariamente los purísimos afectos del alma con los torpes deseos de la materia. No sabéis más, no habéis bebido en las puras aguas del espiritualismo; os amamantó el acíbar del materialismo, y no conocéis de la vida sus múltiples sensaciones.

En la sensualidad lo encerráis todo; y el apetito de la carne es un agente de la naturaleza que hace un trabajo limitadísimo; el gran trabajo es el del espíritu, y esa tarea es la que yo quiero que comencéis.

Quiero que améis, sí, y que os contentéis con ese amor del alma que purifica cuanto toca.

Dios, que es tan grande; Dios, que es tan bueno; Dios, que es tan justo, viendo que vos, como piedra desprendida de altísima montaña, vais rodando, rodando sin encontrar nunca el fondo del precipicio; Dios, queriendo que no os eternicéis en el mal, porque ya lleváis muchos siglos cayendo de abismo en abismo, haciendo uso de vuestra malhadada voluntad; Dios os detiene hoy poniendo a vuestro lado dos espíritus de lucha, al padre Germán y a mí.

Dos espíritus que ya sabemos cómo se cae, cómo se muere y cómo se resucita.

También hemos caído como vos, también nos ha hecho morir el remordimiento, también como vos hemos vivido solos, y si no… reflexionad, mirad cómo vivimos aún solos… íntimamente solos… vivimos para los demás, sin guardar para nosotros ni un átomo de vida… ¿Sabéis por qué? Porque, sin duda, aún no somos dignos de ser dichosos.

—Pues si vosotros no merecéis la dicha, ¿Qué mereceré yo? —preguntó Rodolfo con abatimiento.
—Hoy merecéis compasión; mañana sufriréis el castigo a que os habéis hecho acreedor.

Lloraréis porque habéis hecho llorar a otros; tendréis hambre porque el pan que no querían vuestros perros de caza se lo habéis negado muchas veces a vuestros siervos hambrientos; os abrasaréis de sed porque habéis rehusado el agua que bebían vuestros caballos a los peregrinos sedientos; os veréis sin hogar porque os habéis complacido en arrancar de sus nidos a los pobres pajarillos y habéis negado hospitalidad a los caminantes enfermos; os veréis humillado porque habéis tiranizado a los pueblos; seréis engañado, porque a muchos habéis vendido; durante algunos siglos pareceréis el desheredado de la Creación, porque la excomunión de vuestros crímenes pesará sobre vos.

Pero como la vida de los espíritus tiene su principio, como no habéis vivido de toda eternidad como le sucede a Dios, el pago de vuestras deudas será cumplido, y como durante ese tiempo vuestro guía no os abandonará, como los genios protectores os darán aliento, como probablemente ya no haréis el mal, sino que únicamente sufriréis las consecuencias de vuestro pasado con más o menos paciencia, con más o menos resignación; como no aumentaréis en mucho vuestra culpa porque el viejo soldado acribillado de heridas, aunque quisiera, no puede ser tan guerrillero, llagará un día (lejano aún) que, rendido de tanto sufrir, de tanto luchar, se sentirá postrado, reposará un momento, coordinará sus recuerdos, verá que vivió ayer, comprenderá que vivirá mañana y exclamará con noble ardimiento:

¡Dios! ¡Providencia! ¡Destino! ¡Fatalidad! ¡Fuerza bruta! ¡Poder misterioso! ¡lo que quiera que seas…! Si viví ayer, si vivo hoy, si he de vivir mañana… ¡quiero ser grande! ¡quiero ser bueno! ¡quiero ser luz de Verdad y antorcha de razón! ¡Yo he saciado mi sed con negro cieno, y quiero el agua pura de la Vida ! ¡Yo tengo frío, mucho frío en el alma! y quiero cubrirme con el manto divino del amor.

Y entonces… como Dios da ciento por uno y contesta a cuantos le llaman, y da a cuantos le piden; entonces… ¡ah, Rodolfo! ¡entonces la Creación lucirá sus galas para vos!, entonces seréis un hombre honrado, una mujer amante esperará sonriendo en el hogar; los hijos os llamarán, alborozados, diciéndoos: ¡Padre! ¡Padre! Ven con nosotros, que sin ti no sabemos estar.

Los amigos se honrarán con vuestro cariño, y cuando dejéis la tierra, una familia desolada rezará sobre vuestra tumba; y sentiréis un placer tan inmenso al contemplar vuestra primera existencia de regeneración que volveréis a la tierra con doble aliento, con triple ardor; querréis no sólo ser bueno, sino ser grande: soñaréis con ser una de las lumbreras de la Ciencia en las civilizaciones futuras.

Y lo seréis, porque el hombre, para convertirse en redentor de un pueblo, no necesita de más privilegio que de su potente voluntad.

Así pues, Rodolfo, animaos; no fijéis la mirada en la tierra, porque vuestro porvenir está escrito en el cielo.

Y al hablar así, María estaba completamente transfigurada, sus grandes ojos brillaban con el fuego sagrado de la inspiración, parecía la profetisa de los tiempos, que arrancaba sus secretos a la eternidad.

Rodolfo sentía su benéfica influencia, la miraba extasiado y al fin dijo con noble exaltación:
—¡Bendita seáis, María! ¡bendita seáis! Vuestra voz resuena en mi corazón y reanima mi ser; no me importa el sufrimiento si me queda tiempo para mi regeneración.

Yo creía todo perdido; creía que ya era tarde para mí, y esta convicción me asesinaba.

—No, Rodolfo, no; los hombres somos los que medimos el tiempo, pero Dios mide la eternidad. Para él no hay ni ayer ni mañana; su hoy es eterno, su presente ni tuvo principio ni tendrá fin. Él no ha visto la aurora de su día ni nunca verá su ocaso; Que el sol del progreso ha brillado siempre en el cénit de la eternidad.

Rodolfo, al escuchar tan consoladoras afirmaciones, sonrió gozoso y exclamó:
—¿Y qué debo hacer para comenzar mi trabajo?
—Mirad —dijo María—, hoy mismo me ha asaltado una idea. Ha venido una pobre mujer rendida de cansancio, extenuada de fatigas; tres pequeñuelos la acompañan, y ella se conoce que pronto cumplirá su penosa misión en la tierra; ¿y qué será de esos pobres niños si la caridad no los acoge ni les brinda generosa hospitalidad? Levantemos, pues, una casa para albergar a los pobres huérfanos; la más pequeña de vuestras joyas, el broche más sencillo de vuestra capa, valdrá mucho más de lo que pueda valer el terreno que necesitamos; ayudadme en mi obra, compremos un solar a propósito, y edifiquemos una casa risueña y alegre para que en ella sonrían los niños.

—Sí, sí, contad conmigo; vuestros son mis cuantiosos tesoros —exclamó Rodolfo con entusiasmo—. Yo haré todo cuanto queráis, porque tengo, como decís, frío en el alma, y quiero cubrirme con el manto del divino amor.

¡Hermosa noche! ¡Nunca la olvidaré! Cuando me dejaron solo, aún escuchaba la profecía de María, aún resonaba en mis oídos la voz de Rodolfo, y un placer inefable se hizo dueño de mí ser.

Es verdad: para Dios nunca es tarde. ¡Gloria a ti, fundador de los siglos!
¡Gloria a ti, principio increado! ¡Gloria a ti, Sabiduría Suprema! ¡Todo ante ti es pequeño! ¡sólo tú eres grande!
¡El tiempo es tu apoteosis, porque con el tiempo y el trabajo consigue el hombre su rehabilitación!
¡Para ti nunca es tarde! ¡Bendito sea el tiempo, Señor, porque el tiempo es tu esencia!

Amalia Domingo Soler

Memorias del padre German