Una buena mujer espiritista, me escribió hace algunos días, diciéndome lo siguiente: entre los muchos crímenes cometidos en Casablanca, figura, en primera línea, el martirio que sufrió un hombre, al que los moros arrojaron a un horno, que ya estaba caldeado para colocar en él la hornada de los panes, preparados por la infeliz víctima, que era maestro de pala, y fue sorprendido en el preciso momento en que iba a terminar su trabajo; el pobre panadero era muy querido de cuantos le hablaban, por sus generosos sentimientos, y hasta los moros le querían y le respetaban, porque ya llevaba tiempo en Casablanca, y nunca la maledicencia se había cebado en él.
Desde niño quedó huérfano y pobre, muy pobre; yo le recogí en mi casa, y en ella creció, haciéndose un hombre de provecho; le enseñamos el oficio de panadero. Por sus buenísimas cualidades, todos en casa le queríamos entrañablemente; y cuando se separó de nosotros tuvimos un verdadero sentimiento, porque era un hombre de bien a carta cabal. Ahora bien; ¿Cómo siendo tan bueno ha tenido que sufrir una muerte tan horrible, como será la de morir quemado? No es la curiosidad la que me guía, créame usted, es el afán de estudiar en nuestra misma historia, porque no existiendo la casualidad, ¿Cómo ha tenido tan triste fin quien siempre se interesó por sus semejantes? Pregunte usted, Amalia, pregunte usted y dé una lección más de la justicia Divina. Se lo repito, no me guía la curiosidad.
Ya se comprende cuando se pregunta por mero pasatiempo o cuando hay afán de saber y de estudiar; así es que he preguntado al guía de mis trabajos y he obtenido la comunicación siguiente:
quien mucho debe… mucho paga, y mucho debe ese humilde hijo del pueblo, que ha muerto quemado, el cual, en anteriores existencias, más de una vez se ha sentado en dorada poltrona, revestido con lujosas vestiduras sacerdotales, luciendo en su diestra el simbólico anillo, que besaban fervorosamente los fieles cristianos; era un hombre fanático por el triunfo de su religión y nunca estaba más contento que presenciando los autos de fe, en los cuales sucumbían los herejes, los judíos; a los que perseguía con incansable encono. No gozaba haciendo el mal por el mal mismo, pero se regocijaba su Espíritu destruyendo los cuerpos de los endemoniados; creía firmemente que cumplía la ley de Dios. Un Espíritu bueno, una mujer piadosa que más de una vez le sirvió de madre, es la que consiguió en el espacio despertar su inteligencia y hacerle ver cuál era la verdadera religión. Mucho tiempo tuvo que emplear para convencer de su error al prelado, que sólo gozaba en la matanza de los impíos; pero como cuando se ama se trabaja con tanta fe y con tanto ardimiento, consiguió al fin dar la luz a un ciego, y como era un Espíritu obcecado por el fervor religioso, pero no porque gozara con la crueldad, y no era tampoco ignorante; cuando su madre le hizo ver los crímenes que había cometido, martirizando a tantos inocentes que no habían cometido otro crimen, que adorar a Dios en otros altares y rezar distintas oraciones que las que él rezaba, se espantó ante la enormidad de sus desaciertos; pero su madre le hizo comprender que para Dios nunca es tarde, y que sobre todas las sombras de las locuras religiosas, está el sol de la verdad y de la eterna razón, y que para los arrepentidos es el reino de los cielos; y siendo el porvenir de las humanidades el progreso indefinido de los espíritus, tenía ante sí un camino largo, muy largo, ancho, muy ancho, para maniobrar en su regeneración; y el inquisidor de ayer se dio palabra a sí mismo de buscar en el fuego el tormento que en su ceguedad había hecho sufrir a tantos inocentes, y ya ha muerto repetidas veces rodeado de llamas, siendo un modelo de honradez y de humildad; él es el que pide morir entre llamas, porque quiere saldar sus muchas cuentas, plenamente convencido de que, el que mucho debe… mucho paga. Es ya un Espíritu valiente, decidido, dispuesto al sacrificio en todas sus fases; y como ya es muy bueno, naturalmente sorprende que sus virtudes no tengan otro premio que morir en una hoguera, pero cada vez que él sucumbe así, cuando entra en el espacio su madre le dice:
¡Hijo mío!… el fuego y el dolor te purifica y te esperan días de luz en el día del porvenir, en ese día sin aurora ni ocaso, porque la luz eterna no palidece jamás, y lo que en la Tierra parece más horrible, se asemeja al espanto que producen las operaciones quirúrgicas, que cuando se corta un miembro a un individuo, no se piensa que aquella amputación puede dejar el cuerpo libre de gangrena, se cree que en la operación dejará de existir el enfermo, y luego, cuando el paciente recobra sus fuerzas, se bendice la hora en que la ciencia quitó de su cuerpo un miembro inútil, de igual manera, cuando el Espíritu vuelve al espacio victorioso, después de haber luchado con la miseria o con los atractivos que brindan las riquezas y con otros muchos vicios y en todas las pruebas ha sabido luchar y vencer, entonces bendice sus luchas, sus horas sin sol y sus noches sin sueño y se apresta de nuevo al combate de otra existencia borrascosa. Ya sabéis porqué un hombre tan bueno ha tenido una muerte tan dolorosa, pero, ¿Qué son algunos momentos de agonía, ante la inmensa satisfacción del deber cumplido? El humilde panadero de la Tierra ya se encuentra en brazos de su tierna madre, y ésta le ofrece el pan divino de su eterno amor. Adiós.
¡Dichoso el Espíritu que no le teme al dolor para recobrar su libertad! ¡Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados!
Amalia Domingo Soler
La Luz de la Verdad
25 junio, 2020